GENET
PARA PRINCIPIANTES
Por
José Joaquín Blanco
Jean
Genet ha presidido durante el último medio siglo el tema homosexual en la
literatura del mundo. Seguramente no es
el mejor ni el más profundo de los autores modernos que se han ocupado de
historias o asuntos homosexuales, pero indudablemente a él le tocó, como a
nadie en las últimas décadas, marcarlos con sus obsesiones, su estilo y su
temperamento. Y no sólo al asunto
homosexual: su visión degradada, ruda, grotesca, demasiado teatral y
gesticulante del amor carnal, también influyó poderosamente en los
heterosexuales.
Genet trató de desmitificar el amor, de
quitarle intelectualizaciones e hipocresías, y de sustituirlo con otro mito: el
amor sobresexualizado entre los seres rechazados por el mundo burgués, que
establecen una especie de submundo o de infierno donde la carne se vuelve
tirana y se rompen todo tipo de reglas sociales y morales.
El mundo de Genet no es un reflejo
puntual del mundo real, sino un mundo fantástico y metafórico: una especie de
gozosa y trágica pesadilla, en la que aun el asco y el crimen se vuelven
elementos seductores. Sus rateros,
travestis, locas, chichifos, marineros, policías, conforman una especie de
exaltado sueño masturbatorio.
No he mencionado la masturbación en un sentido
figurado o moralista para calificar este tipo de fantasías sexuales del brutal
mundo de Genet, sino objetivamente, como un hecho. Gran parte de la obra de Genet fue concebida
y aun escrita en la cárcel —el resto, con los hábitos de un expresidiario--; en
Genet se da entonces, como en el Marqués de Sade, una especie de sensualidad
solitaria que echa a delirar sus sueños y sus ensueños amorosos, en los que
frecuente y peligrosamente la violencia, la suciedad y los perfiles grotescos
resultan los fantasmas más estimulantes.
No intento reducir a Genet, ni a Sade, a un hecho clínico; sí señalar
que las personas condenadas a largos confinamientos forzosos —presos, monjes,
enfermos, marineros, soldados— participan de ensoñaciones masturbatorias muy
semejantes. Por lo demás, Genet aceptó
siempre la educación sexual y sentimental de la soledad del preso, y con
frecuencia sus personajes no hacen,
sino inventan —entresueñan, narran—
esos episodios eróticos, que quieren ser lo más extravagantes posible.
La obra de Genet, en consecuencia, no
debe ser leída en un sentido literal y realista. No es un espejo que cuente la realidad; mucho
menos, un ejemplo o ideal amorosos. Es
la creación artística de los sueños homosexuales de un solitario, los más
escondidos y brutales, que nadie antes que él se había atrevido a confesar, y
mucho menos a celebrar hasta con cierta intensidad épica.
Por lo general, en décadas anteriores a
Genet, la literatura había querido defender la homosexualidad como un amor
digno y respetable. Se quiso compararla
al amor de los próceres griegos y romanos y de las celebridades del
Renacimiento. Alcibíades, Caravaggio;
Adriano, Miguel Ángel. Se trató de inventar un paraíso de boy scouts desnudos y vigorosos en una deportiva amistad, en medio de
la pureza del mundo natural (de Whitman a Stefan George). Se habló de ella como un amor más inteligente
o más refinado. Ciertamente Gide (Saúl, Los alimentos terrestres, El
inmoralista, Las cuevas del Vaticano, Los falsificadores de moneda) empezó
a compararla con las aventuras y vicios de los intensos delincuentes juveniles,
nuevos piratas del mundo moderno, y en algún caso —el de Marcel Proust— se
defendió el amor homosexual como una sofisticada y exquisita decadencia en un
mundo sobrecivilizado. Pero fue Genet quien dijo: éstos son nuestros sueños
"cochinos", estas son nuestras realidades "cochinas", si se
quiere; y no entre ángeles ni entre dandies
melancólicos, sino entre cuerpos carnales llenos de apetitos violentos. Y como,
en rigor, todo ser humano comparte las mismas pulsiones, también los
heterosexuales, después de Genet —a quien, desde luego, santificó el
heterosexual Jean-Paul Sartre— dejaron de tenerle miedo a esos sueños.
La literatura de Genet fue una especie
de cubetada fría en el romanticismo homosexual.
Los maricones "finos" (v.
gr. Julien Green, en el prólogo de Le
Malfaiteur), pusieron el grito en el cielo; querían seguir eternamente con
libros y cuadros donde se pintaba el primer amor en el crepúsculo, los rostros
bellos y los cuerpos jóvenes, el apretón de manos, los dandies efébicos y los perfectos gladiadores.
Genet inventó otro romanticismo
homosexual, acaso tan infantil e insuficiente como el anterior, pero necesario
en su momento: el amor de nalgas y de vergas exageradas, de coitos y letrinas a
todo volumen, con lonjas y olor de pies; el amor para la humillación y la
degradación deseadas, el amor grotesco y fisiológico entre personajes sin mayor
dimensión que la violencia de sus apetitos y de sus sueños masturbatorios
obsesivos y elementales; personajes sin mayor profundidad que su
sobresexualizada imagen de fantasma masturbatorio. Genet incluyó, además, el amor en las
cárceles y las letrinas, entre pura miseria y fealdad como panoramas cotidianos,
entre la puñalada, el robo, la violación, la vejación, el escupitajo. Así, dotó a la literatura de aspectos poco
tratados antes; aunque la vida diaria, desde luego, jamás ha dejado de
conocerlos ni de practicarlos más que profusamente.
Acaso Genet se vaya volviendo con el
tiempo menos una valiosa obra artística y más un precursor y una leyenda. Fue él quien destapó la retama apestosa, y a
partir de él han proliferado sus fantasías de sexo, ultraje, violencia,
suciedad, melodramatismo-al-revés, contra-épica, anti-lírica de guiñoles grotescos;
sobre todo con el auge de la pornografía —y luego con la epidemia del sida y de
otras enfermedades sexuales, que reprimen o encondonan el acto sexual, pero
acrecientan la excitación imaginaria y solitaria, al grado que la masturbación,
condenada como gran pecado físico y como gran vicio durante siglos, incluso
hasta Freud, es ahora el safe sex más
recomendable.
Esos sueños en Genet fueron naturales y
honestos: el mundo de su soledad encarcelada.
Dibujó en libros, poemas, obras de teatro sus sueños más escondidos y
obsesivos: los volvió exhibicionistas y espectaculares, llenos de asombrosa
tramoya y de talento cómico de primer orden.
Sin embargo, el sexo escandaloso, teatral, de "a ver qué nueva
cochinada o crimen invento para ver quién se espanta todavía", es una
visión tan simplificadora e infantil como la anterior de los "maricones
finos", de que el amor entre hombres no tenía qué ver con lo visceral y lo
excrementicio, sino sólo con el romanticismo y los altos ideales.
En la expresión del amor homosexual
todavía no se ha escrito un libro que pudiéramos llamar completo o integral, en
el sentido en que, por ejemplo, Madame
Bovary sí resume, en opinión de muchos, el amor heterosexual. Pero algo de Walt Whitman, de Oscar Wilde,
algo de Proust; de Gide, de Forster, de Isherwood, Mishima; y en nuestra
lengua: de Villaurrutia, Ballagas, Cernuda, Pellicer, Novo o Lezama Lima, va
integrando esta visión de conjunto que acaso esté en camino de producir tal
libro integral.
Llevamos poco tiempo de hablar de temas
homosexuales abiertamente: estaba penado con cárcel y total marginación social
en la mayoría de los países, todavía hacia la Primera Guerra
Mundial (de ahí los circunloquios de Gide, de Proust, de Forster). Poco antes de morir, a finales del siglo XIX,
Walt Whitman se aterraba ante cualquier visión sexual del amor entre hombres;
sin embargo, al filo de la
Segunda Guerra Mundial, ya Genet había conquistado —por sí
mismo, desde su soledad carcelaria— una libertad antes sólo conocida por los
romanos Petronio y Apuleyo.
Es necesario insistir, por último, en
la diferencia entre pornografía y arte. Genet no fue el primero ni el último en
escribir "cochinadas" o pasajes escandalosamente excitantes; fue el
histriónico genio que hurgó en sus sueños y deseos más vehementes y creó un
universo metafórico, una gran metáfora teatral del sexo, que parece decirnos:
—Debajo de nuestros semblantes
civilizados, de nuestros trajes y modales correctos, está la dulce y
desamparada bestia humana, la bestia de carne y de sangre, la bestia amorosa,
con sus pulsiones terribles y dulcísimas; no tenemos por qué desconocer que en
esa supuesta suciedad animal o perversa, está el fuego humano: nuestra más pura
y alta naturaleza.
Debemos reconocer, sin embargo, que
Genet o la mala lectura de Genet, son en gran medida culpables de una nueva
mitificación o difamación del amor homosexual.
En su obsesión por combatir el tipo de amor demasiado puro, intelectual,
culto, dandy, sin eructos ni asentaderas, sin deseos criminales ni pecados
salvajes explícitamente asumidos (Forster, Gide, Green), Genet cayó en el
extremo opuesto, y pobló sus galerías con demasiados monstruos adorables, con
demasiados bellos rufianes sin piedad y otros bailes de máscaras.
Y bueno: está bien: tenía razón: los
homosexuales no son ningunos ángeles. Pero tampoco un vistoso zoológico para
apantallar estúpidos. Nada de bizarro,
de prodigioso, de infernal tiene un amor perfectamente natural y civilizado
como en Occidente hoy en día (y a pesar de la embestida del fundamentalismo
ultraconservador) se considera el amor homosexual. No es ni más ni menos angelical o demoníaco
que el heterosexual. No tiene por qué
espantar ni hacer reír más que el otro.
Por eso a veces Jean Genet me exaspera
con tanto grito, con tanta gesticulación, con tanto melodramatismo-al-revés,
con tanta violencia autocelebrada, y prefiero las más silenciosas y perdurables
novelas anti-dramáticas de Christopher Isherwood, como Un hombre solo.
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