DICKENS: LA
VOCACIÓN DE PICKWICK
Por José Joaquín Blanco
Quien haya estudiado algo de literatura con un enjundioso profesor
posiblemente sepa menos de libros que quien no haya estudiado nada. Dos
ejemplos: el estilo literario, se dice, es fruto de la elaboración paciente y
demorada, perfeccionista, casi heroica en una obsesión de pulcritud, exactitud
y color (“¡Esculpe, lima, cincela!”, etcétera). Balzac, Poe, Chéjov, Maupassant
hicieron todo lo contrario en sus grandes épocas, cuando producían varias novelas
y docenas de cuentos al año: cientos y hasta miles de cuartillas al vapor.
Se podría argüir, pero
esto ya desde la orilla heterodoxa, que se trataba en ocasiones de una
perfección acumulada, adquirida después de años de picar piedra como prosistas,
del mismo que modo en su madurez Picasso, Matisse o Rivera se soltaban
magníficos dibujos instantáneos, de un solo trazo.
Pasemos al concepto de la Obra.
La pedagogía literaria habla de su ardua concepción, de años
de planearla o imaginarla, con innumerables apuntes, estudios y ejercicios de
investigación. Pero no son raras las obras maestras que han surgido de una
borrachera, de una humorada, de un chisme escuchado a un cochero o de un
proyecto modesto que, por sí mismo, creció hasta las alturas del mito.
Nuevamente, desde la
orilla heterodoxa, se argüiría que “sólo la anécdota” —aunque en narrativa
suena raro despreciar tanto la anécdota— fue inmediata: que el autor llevaba
años madurando el “mundo interior” que “eclosionó” a través de la trama azarosa.
Sea como fuere, ambas
cosas le ocurrieron a Dickens (1812-1870) en la novela —ni siquiera es
propiamente una novela— que sus mayores seguidores consideran su obra maestra: Papeles póstumos del Club Pickwick (1836-1837),
concluida a sus 25 años.
Cuatro novedades
culturales o sociales se conjuntaron como astros para producir este libro: la
aparición de los clubs y de los sportsmen, que causaron furor en
Inglaterra a principios del siglo XIX. Estas novedades inglesas de clase media,
opuestas a los salones aristocráticos y a la ambición de los dandies, ya marcarán para siempre los
principios de aquel siglo.
Los hombres se reunían en
clubs para cualquier cosa, especialmente frívola, de la herbolaria amateur al coleccionismo de extraños
guijarros. No fueron las instituciones filantrópicas y políticas en que, un
siglo más tarde, las convirtieron los “leones” y rotarios. Simples asociaciones
de bebedores en pubs que jugaban a
una inofensiva francmasonería cotidiana. Grupos de amigos constituidos en
sociedad de alegres compadres (décadas después, con Julio Verne, un club inglés
inventaría la apuesta de dar La vuelta al
mundo en ochenta días).
Destacaba en los clubs esa
novedad masculina: los deportistas de clase media. Ya no los enfrentamientos de
alta esgrima ni las partidas aristocráticas de caza mayor, sino el tiroteo
contra las perdices, la baraja o el críquet. Las otras dos novedades que, como
astros zodiacales, propiciaron el nacimiento de Pickwick fueron la litografía y
la prensa popular de entretenimiento.
El joven Dickens luchaba
contra la pobreza contraída por un entrañable padre derrochador, alegrón,
amiguero, bebedor y poco práctico, con recursos diversos, entre los que destacó
su papel de “reportero” parlamentario o transcriptor de discursos y discusiones
de parlamentarios. Un día, casualmente, pero con seguridad después de haber
escuchado las cualidades de bromista oral de Dickens (y de haber leído su
relatos primerizos, llamados modestamente sketches
y firmados con el seudónimo Boz), los
editores Chapman y Hall le propusieron una chamba común y corriente, para
hacerse de unas cuantas libras.
Querían vender litografías
cómicas sobre un imaginario club de deportistas, dibujadas por un caricaturista
famoso: Seymour. Correspondía al escritor redactar textitos de guasa que
acompañaran las láminas jocosas. Al joven Dickens se le ocurrió trabajar al
revés: no inventar bromas a partir de dibujos ya hechos, sino escribir los
episodios cómicos de un club de deportistas para inspirar al dibujante. Seymour
lo aprobó: sintió que así su labor se facilitaba.
Sobre la pluma Dickens
cambió el concepto del deportista: aunque no desaparecen las perdices, las
barajas, el críquet; las competencias en la comida y bebida (todos los
personajes beben todo el tiempo como cosacos, pero ninguno sufre durante las
mil páginas una verdadera cruda), las carreras de cocheros, ni las batallas de
basura o legumbres; surge un hombre “viejo” (vetusto sólo para aquellos
tiempos, pues no debía contar más de sesenta años), decidido a correr aventuras
comunes, cotidianas, en pensiones y fiestas campestres, en ferias y discusiones
de políticos o periodistas, para lo cual funda un club integrado por muchachos
solteros, ante quienes aparece como un paternal líder y maestro en el arte de
disfrutar la vida diaria. Hay algo de prodigiosa chiquillada en todo el libro.
Ni el viejo ni los jóvenes aparecen mentalmente como serios adultos. (¿Es un
precursor de los cómics, de Popeye?
¿Weller padre e hijo no son abuelos de Popeye padre e hijo?)
Tenemos pues a un sesentón
más allá del matrimonio, y a unos jovencillos que todavía no se casan,
dedicados al deporte de divertirse por diversos parajes de Inglaterra: el Club
Pickwick. Entre los chamacos sobresalen un enamoradizo, un poeta y un
deportista. Con toda formalidad, anotan en el momento, o redactan años después,
los informes o “memorias” de sus jocosas aventuras, como si se tratara de
logias masónicas o de asociaciones eruditas.
Los Papeles póstumos del Club Pickwick resultaron una novela extraña,
casi una antinovela (pienso un poco en Jacques
el fatalista, de Diderot): carecen de trama propiamente dicha, y sus mil
páginas pudieron alargarse a diez mil o reducirse a cien. Simplemente ocurre
que Pickwick y sus amigos van a tal o cual parte y se enfrentan con algún lío.
Tratan de resolverlo en el mejor estilo cómico, con palizas y enredos a ratos
extravagantes, y siempre salen más o menos ilesos (aunque magullados) y
exultantes de carcajadas. Al final, Dickens apresura el cierre de su relato, no
con la muerte del protagonista, como hizo Cervantes, sino con su designio de
casar felizmente a sus jóvenes seguidores (ya en tiempo de sentar cabeza), y de
retirarse a una bonita casa de campo a terminar con toda tranquilidad su larga
y buena vida.
Se ha comparado a
Pickwick, un chaparrón calvo y gordito, de lentes, con una mirada inocente tras
la que se esconde una sabiduría natural y proverbialmente generosa, un aire
perpetuo de asombro ante las peripecias más comunes, y una decidida vocación a
buscar la acción, la aventura pueblerina, con Don Quijote (hasta cuenta con su
propio Sancho Panza, Sam Weller) y con Falstaff. Y ahí van en grupo cazando
líos.
Pero ya no tenemos
caballeros andantes ni princesas encantadas, ni a un Príncipe de Gales
disfrazado de pelafustán, sino la novedad de lo novelesco del mundo cotidiano:
reverendos pastores que predican, borrachísmos, contra el alcohol; viudas a la
tenaz caza de viudos, cómicos de la legua empeñados en seducir solteronas con
buena dote; periodistas y políticos fanáticos que se combaten brutalmente por
fruslerías, criados gordísimos que siempre se quedan dormidos, toda una galería
de alegres bebedores; así como novios y novias muy decentes que deben eludir la
severidad de sus familias para finalmente casarse, al cabo de mil laberintos,
en medio de la aprobación general.
Y finalmente la gran queja
dickensiana —todavía no aparece la saga de los huerfanitos— contra la
legislación británica que permitía a una burocracia más que kafkiana (aunque
hilarante) encerrar en una cárcel laberíntica e indescriptible a los deudores
insolventes. Ahí va a dar el pobre Pickwick, y ahí se queda varios capítulos,
cuando su viuda y vieja casera confunde su caballerosa cortesía con un franco
cortejo matrimonial, y lo demanda por daños ante los tribunales, a causa del
incumplimiento de esa supuesta promesa de boda. Como libro típicamente inglés,
no dejan de aparecer los duendes y los trasgos, con sus fantásticas y hasta
tétricas humoradas, aunque el Club Pickwick no evita interpretarlas un poco
como visiones de borrachera.
Lo que se pretendía vender
eran las litografías caricaturescas de Seymour, quien pronto murió y fue
genialmente reemplazado por Hablot Browne (firma Phiz). Aparecían periódicamente los Papeles póstumos del Club Pickwick en cuadernillos, y se vendían de
modo aislado, episodio por episodio. El primero lanzó un tiraje de 400
ejemplares, pero en unas semanas revolucionó la historia editorial con tirajes
de hasta 40 mil.
Dickens siempre ha estado
en el centro de la polémica, aunque logró un cariño nacional sólo semejante al
español por Cervantes. Se le elogie o se le vitupere, es toda una bandera de la
identidad inglesa, de lo típicamente inglés.
Los propios británicos se
solazan en ennumerar sus defectos: cultura escasa, estilo descuidado y verboso,
farragoso y barroco; infinitas reiteraciones, complacencia en la vulgaridad;
sentimentalismo desaforado con respecto a niños y damas desdichadas (Huxley);
su humanismo sentimental que lo conduce a reformas sociales (sobre el trabajo,
la mendicidad, las cárceles, las escuelas-infierno) y hasta a una especie de
“hosco socialismo” (Macaulay). “Dickens ha hecho más por mejorar el estado de
la clase pobre inglesa que todos los hombres de Estado de Inglaterra” (Daniel
Webster).
Otros lo ensalzan como un
catálogo perfecto de la realidad y de la utilería del alma inglesa, y elogian
su “estilo vulgar”: que haya sido fiel al cockney,
o jerga de los londinenses pobres; señalan, además, que nadie anteriormente
había acercado tanto la literatura al dibujo de las cosas vulgares o diarias,
de modo que su mundo “callejero”, “cantinero” o “corriente” —por ejemplo, los
idilios del criado y la cocinera, del cochero y la mesonera; las innumerables
escenas de engullidores de jamón, bisteces y empanadas de carne o eructadores
de “ron de piña”— representa menos un defecto que un logro de pionero.
Taine lo celebró por
encontrar la poesía donde menos se la esperaba, en lo pedestre y lo trivial;
Carlyle habló de su “sublimidad a la inversa”. Logró, como Balzac, reunir entre
su público al analfabeta y al lector poco ilustrado, por un lado, y a Carlyle y
a todos los intelectuales y aristócratas, por el otro. Dickens fue amigo y
colaborador entrañable del mejor novelista detectivesco de su siglo, Wilkie
Collins (La piedra lunar), un autor
refinadísimo y “perversísimo” (drogas, crímenes horripilantes), casi
baudelaireano.
Más aun que Balzac, quien
siguió rondando a la nobleza, representa la toma absoluta del poder por parte
de la clase media en la novela, que había sido reino de duquesas e intrigas
palaciegas, y trataría de conservarse así hasta Proust.
Se objeta a ratos en Pickwick que sus “pobres” sean más
figuras teatrales que realistas (no aparecen jamás la obscenidad, ni las
deformidades, vicios crueles y abscesos de la miseria), bastante ocupados en
divertirse de su propia pobreza y en solucionarla instantáneamente con un trago
o un bocado baratos, conseguidos a la picaresca: que constituyan más bien
títeres de Punch y Judy, o tipos extravagantes, dandies a la inversa, que verdaderos “miserables”.
Pero George Gissing señaló
que en esos años, lejanos todavía de la uniformidad física y mental de la
burguesísima época victoriana, abundaban los excéntricos y los grotescos. No
sólo a los dandies, también a los
criados, sepultureros, cocheros y limosneros les gustaba ser incroyables, inventarse personalidades y
modos de hablar espectaculares.
Chesterton afirma, en una
de sus típicas y convincentes paradojas, que la fidelidad de Dickens a su mundo
se prueba con la excentricidad de sus personajes. La normalidad, la uniformidad
en las costumbres resulta invento libresco, político o religioso: en la
realidad concreta todo hombre es rarísimo. “Precisamente por ser sus libros
ricos en extravagancias de la naturaleza humana, es Dickens un cronista de su
tiempo y de su generación”. Y culmina: no sólo recreó su realidad, “creó toda
una mitología inglesa” (“Vida de Dickens”, en Obras completas, Madrid, Plaza y Janés).
A quienes lo acusan, por
vasto, farragoso y desaliñado, de “ilegible”, hay quien responde (Méndez
Herrera): “Porque lo que no le perdonan los que apenas han leído a Dickens es
que, en sus tiempos, no hubiera nadie que lo dejara de leer”. El lector podrá
encontrar las más diversas opiniones y discusiones sobre Dickens en: Page, Norman (ed): Dickens. A Casebook, Londres, The Macmillan
Press, 1979, y Wilson, Edmund: “Dickens:
the two Scrooges”, en The Wound and
the Bow. Seven Studies in Literature,
Nueva York, Farrar Strauss Giroux.
Con un dejo irónico, Borges y Bioy Casares
lo acusan de definir sus personajes a partir de sus manías. Los estrictos
Thackeray y E. M. Forster lo aporrean: “Sólo sabe crear personajes planos y no redondos”, teorizó el último, tan highbrow a la
Bloomsbury ; “Admito su genio, pero aborrezco su arte”, matizó
el primero, su rival, quien en La feria
de las vanidades se empeñó en el arte contrario: la hermoseada celebración
de las clases altas de Inglaterra.
Thackeray llegó a más:
“Aun cuando Dickens no lo sabe, La
pequeña Dorrit es una estupidez”. Medio siglo más tarde señaló George
Bernard Shaw: “Debo a La pequeña Dorrit mi
vocación de revolucionario”.
Pero ya sabemos que
Chesterton, más que nadie, elogia el uso de los colores primarios, de los
personajes firmes y de las ideas simples: no todo ha de ser matizada acuarela
impresionista. La “complejidad” se simplifica al establecerse como dogma.
Las feministas
contemporáneas encuentran que, como en Quevedo, las mujeres en sus novelas son
flagrantes crímenes de misoginia. Por ello han conspirado para expulsarlo de
las escuelas norteamericanas, como a Mark Twain (éste por su trato pre-Martin
Luther King de los personajes negros). Las mujeres del siglo XIX tenían mejor
humor y conformaban el más nutrido contingente de los lectores del “misógino”
Dickens: eran las primeras en reírse de las peripecias de sus viudas gordas y
arpías filantrópicas, de sus enamoradizas delirantes y solteronas maniáticas.
¿Quién se ríe más de una mujer... que otra mujer?
Durante sus cincuenta y
ocho años, apenas treinta y tantos como escritor, Dickens se las ingenió para
crear más de una docena de grandes obras, que a la vez son banderas de la
identidad anglosajona: lo mismo su Cuento
de Navidad que Oliver Twist, Tiempos difíciles y Grandes esperanzas, La tienda
de antigüedades e Historia de dos
ciudades, David Cooperfield y Nicholas
Nickleby. Pero hay consenso entre los dickensianos más aguerridos en
encumbrar sobre todas a la inaugural: los Papeles
póstumos del Club Pickwick.
Edmund Wilson elogia todo
ese juvenil mundo sonriente que se fue ensombreciendo, sentimentalizando en los
libros maduros. Me gustaría añadir que el Dickens maduro trató de dar demasiado
sistema (y no sólo literario, sino social y filosófico) a sus libros orgánicos
posteriores, mientras el gran Pickwick
queda en completa libertad de tales códigos y misiones. En Pickwick Dickens no se toma tan en serio la literatura (ni la
filantropía, ni las reformas sociales): se permite jugar con ella de un modo
libérrimo. La travesura pura.
El azorado Pickwick
simplemente es un hombre bueno, a quien le gustan el vino, comer bisteces,
armar algunos ajetreos finalmente inofensivos (que siempre redundan en un
beneficio del prójimo), y buscar la buena vida sencilla —en la que se cree en
este libro—; quien no se embrolla sino superficial, episódica y jocosamente la
existencia. Pickwick no predica, y sólo llora dos o tres lagrimitas a causa de “la ternura del vino”.
Le fue concedido, casi
involuntariamente, un reino de inocencia, de frescura paradisiaca, como rara
vez ha conocido la literatura del mundo. Lo que no sólo se advierte en los
episodios y personajes, sino en la peculiar, nunca superada, manera de narrar del Dickens de Pickwick. No hay modo de ajar la
frescura de la prosa de este libro, aun en traducciones (como la de Méndez
Herrera, en Obras selectas, Madrid, Aguilar). Su humor de chamaco
bromista. Su propio pickwickianismo. Su gozo inmediato en un mundo que todavía
no ve, o no quiere ver, demasiado tenebroso. Su visión del mundo como un recreo
interminable de chiquillos de veinte o sesenta años.
En su totalidad, los Papeles póstumos del Club Pickwick son
una fiesta meridiana de la lectura, cosa que no se podrá decir de sus epopeyas
o parábolas posteriores, de cualquier manera estupendas y que siguen leyendose
tumultuariamente ahora, como hace siglo y medio. No existe en 1999 un narrador
más joven ni más original que el Dickens de 1836.
Cuenta Carlyle que un
archidiácono, deprimido después de administrar los santos óleos a un moribundo,
se reconfortó de la siguiente manera: “Bueno: gracias a Dios, el próximo número
de Pickwick se publicará dentro de
diez días, pase lo que pase”.
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