UN PRÓLOGO PARA JORGE LÓPEZ PÁEZ*
En los numerosos cuentos y novelas (novelas-de-cuentos) de Jorge López
Páez (1922) destaca el júbilo de narrar la minuciosa vida cotidiana, incluso
íntima, a ratos solitaria o pueblerina, a veces urbana y cosmopolita. Desde los
chismes del fogón de las tías y el patio o el jardín de los primos hasta las
intrigas y rumores agridulces de pretenciosas oficinas de secretarías de Estado
y embajadas (“El nuevo embajador”), espectaculares casonas de fiestas extrañas
(“Ahí estaba Elizabeth Taylor”), perfiles enigmáticos de prestigios
escandalosos (“Una estrella del cine nacional”) y diversas aventuras de viaje,
en el WC de los antiguos ferrocarriles (“El viaje con Sigfrida”) o en las
albercas seminudistas de los nuevos balnearios tropicales (“Pájaro sonámbulo”).
Sabe expresar con una fresca naturalidad los
días y las penumbras, las ironías y los terrores de la clase media mexicana en
las más diversas arrugas del mapa. Episodios comunes que se nos vuelven
experiencias extraordinarias precisamente por su inmediatez. Adquieren el
espesor de la vida inmediata. El jubiloso cantor de lo inmediato.
Sus recursos suelen ser
increíblemente sencillos: por ejemplo, un hombre recibe en su cama de
accidentado la visita de su compadre, y ya; no se necesitan más estructuras
narrativas: agarran, platican y corre en borbotón toda una detallista vida de
traileros. Una paridora tenaz —lleva siete hijos de padres diferentes a sus
apenas veintitrés años— va a platicar con Doña Herlinda, quien nomás se ocupa
de servirle incontables caballitos de tequila para destrabarle, pero por
completo, la lengua. Y ya.
La destreza y las virtudes
narrativas de Jorge López Páez aparecen desde sus primeros libros. Inició su
obra de narrador desde buena altura y no ha conocido caídas. Asombra esta
calidad permanente, y su lealtad al mundo tan local —sobre todo el de la nueva
clase media de la nueva provincia mexicana, con coches, cassettes, salones de
belleza, Disneylandia, VIPS, palenques, vacaciones en la playa, confidencias
maternales frente a enormes, norteños T-Bone; o la capital con sus casonas de
políticos y sus palaciegas bodas desairadas, “Los invitados de piedra”—, que
escogió desde un principio y ha venido poblando y expandiendo en una quincena
de títulos.
Muchas veces nos contará la experiencia de
dos o tres niños intrigados frente a los embrollos de los adultos, y siempre
habrá una historia fresca.
Son inevitables la
verosimilitud, la transparencia, la amenidad, la gracia de López Páez; su
irreverencia más sonriente que retadora frente al matrimonio, la maternidad, el
sexo, la política, la religión. A ratos me da la impresión de un Voltaire en
guayabera, paladeando una horchata, mientras parece referir con toda la
tranquilidad del mundo una simple historia familiar a los vecinos decentes,
muertos de risa... quienes sólo demasiado tarde se darán cuenta de haber sido
cómplices de tamañas inconveniencias. Y para entonces ya resultaría ridículo
llamarse a escándalo (“Vientos del Caribe”). Otras veces simplemente recupera
atmósferas, olores, texturas, instantes del tiempo perdido, que lo ha hechizado
y a cuyo embrujo nos invita.
Un autor de estilo tan
esencial —lo que no lo esclaviza a la gramática hipernormativa, ni le impide
los coloquialismos y modismos, ni las bromas; un prosista que no se espanta
ante la repetición de palabras ni ante las cacofonías—, tan preocupado por
mirar claramente su realidad común, más allá de “efectos de pluma” y de teorías
o de modas culteranas, causó escándalo desde el principio.
Había terrores como de
cine de La Nouvelle
Vague en ese mundano Pepe
Prida (1965), quien se atrevía a un cierto amoralismo desenfadado, del todo
extraño en las letras mexicanas, y dramas amorosos y sexuales en Los invitados de piedra (1961) y Hacia el amargo mar (1964); doblemente
intensos porque rehuían la moda de la epatante
“literatura del mal”, entonces tan socorrida como snob, y sólo abrían los panoramas del desastre interior con una
mirada objetiva, sucinta y... mordaz. Eran contemporáneos de La
Nouvelle Vague , pero surgidos de la mordacidad que
también goza “el santo olor de la panadería”.
Recuerdo haber leído esos libros por primera
vez en los pasillos de San Ildefonso, durante mi preparatoria, en los años
sesenta, y la curiosa sensación de una provincia mexicana que a ratos se me
volvía en la lectura película francesa o italiana de “arte”, se decir: de las
prohibidas, que apenas se exhibían en las reseñas o festivales de cine, o en
los clandestinos cineclubs universitarios.
Jorge López Páez se
presentaba como un modernizador que no inventaba “golpes de novedad”
artificiosos, calcándolos de títulos extranjeros, sino espiando las nuevas
vueltas de las costumbres locales, desmenuzándolas, desarrollándolas en su
propio medio nativo. Ahí estaban completas: sólo faltaba verlas, oírlas,
expresarlas. No hay autor más universal que quien descifra cabalmente su propia
aldea o ciudad. Lo universal en lo inmediato.
Un modernizador a quien
las escenas o episodios de la carne erizada, o del instinto en desazón, no lo
alejaban del paraíso. Concibió dos de los mayores paraísos de su tiempo, ambos
desde la perspectiva infantil: El
solitario Atlántico (1959), que podemos leer ya como relato, ya como poemas
en prosa (acaso se trate del título donde se preocupó más por asuntos de
estilo, de una prosa con intenciones estéticas) ahincado en la provincia
profunda; y Mi hermano Carlos (1965),
en la gran ciudad, que ahora nos parecería inverosímil: ¿Existieron de veras
esas sonrientes calles arboladas, esos hogares siempre abiertos y con bardas
muy bajas, meramente ornamentales, que las palomillas de niños saltaban de casa
en casa en una diversión interminable, apenas contrapunteada por el espíritu y
la carne atormentados que vislumbraban, casi sin entenderlos, casi sin creerlos,
en gestos espiados de los adultos? ¡Hay que ver lo que es hoy en día, lo que ya
era en los años setenta la
Colonia del Valle!
Quizás jamás se haya
escrito, y por supuesto no se ven perspectivas de que pueda escribirse, un
panorama tan pacífico, alegre y fresco de la Ciudad de México, como ése. Una Nueva Arcadia
Mexicana. Qué rara esa “ciudad jardín” de Mi
hermano Carlos, sin embargo contemporánea a las visiones espeluznantes del
Distrito Federal de Revueltas, Spota, Garibay, Fuentes, José Agustín... ¿No la
estaría soñando un niño desde “el solitario Atlántico”, uno de esos niños de
provincia que creían que las grandes ciudades eran cuentos de hadas?
Los niños son personajes privilegiados de su
narrativa: basta señalar la intensidad y
la ternura, la complejidad emotiva e imaginaria, el mundo más que reducido,
multiplicado al cifrarse en dos inagotables prismas: su amiga y “El chupamirto”
para el chamaquillo tan tempranamente codicioso y sensual del cuento que lleva
ese título. El extraño mundo de la gran capital desde la perspectiva de una
niña, hija de sirvienta, en “La tarde de Tula”.
Los niños, los jóvenes,
las solteras y viudas, los solos, los desamados, los “equívocos”, son los
personajes favoritos de López Páez, siempre ubicados en su proporción natural,
sin énfasis o dramatizaciones, pero cada vez más proclives a los bordes del
humor e incluso de la ironía inesperada, se diría insólita, como en Doña Herlinda y su hijo y sus otros hijos
(1993).
Aunque el tema homosexual
es sólo uno los múltiples asuntos de la variada obra de López Páez, y
acostumbra asomar con decoro y pudor, el lector contemporáneo debe reconocer
que su invención de las intrincadas e hilarantes aventuras del muchacho gay y
su cómplice y celestinesca madre Doña Herlinda permitieron (especialmente a
partir de su versión cinematográfica, que anunció al público general la obra de
un autor por entonces sólo conocido por la muy estrecha minoría mexicana de los
lectores de narraciones), a mediados de los años ochenta, uno de los íconos más
sonrientes de la llamada “cultura gay”, o de la expresión de la vida y los
asuntos de la vida homosexual en las artes y los medios de comunicación en
lengua castellana. El homosexual, reducido hasta entonces a la nota roja o a un
lacrimoso payaso de carpa, encontró un superior registro cómico. Como El
vampiro de la Colonia
Roma (1979), de Luis Zapata, ése y otros relatos de López
Páez brillaron con un gesto de modernidad, tolerancia y optimismo –siempre
iluminados por la ironía, incluso con fulgores ácidos- en el momento en que la
cultura y la sociedad mexicana parecían decidirse por un modo de vida moderno y
tolerante. Amplió y renovó la comedia de la sociedad mexicana y del tratamiento
literario de la vida homosexual.
Doña Herlinda se erigió entonces como uno de
los personajes imaginarios más célebres, queridos y exitosos de la narrativa
mexicana de finales del siglo xx. Pero el cine suele ser demasiado rápido,
traicionero y cruel: a principios del siglo xxi la película (un tanto
experimental, torpe, improvisada, que en su momento por eso mismo pareció tanto
más fresca y verista) desmerece frente al sucinto cuento “Doña Herlinda y su
hijo”, que llama a gritos una nueva versión teatral o cinematográfica.
Semejantes personajes cómicos suelen fulgurar en el foro o en la pantalla ante
la risas multitudinarias.
En otras páginas
encontramos los paraísos raigales de la infancia y de los rincones natales,
estremecimientos del amor, el sexo, la desventura, el terror, la curiosidad de
los viajes; también paraísos de comedia, con un humor que asimismo busca menos
la “máquina teatral” de la risa estallante que el acento genuino de la
realidad, hasta en su perspectiva naif,
como De Jalisco las tapatías (1999), que asume un poco como símbolo las viejas postales coloreadas a
mano. Pero hay que andarse con cautela. La cortesía, la economía de recursos,
el aire pintoresco, la bonhomía vecinal, sólo preparan el zarpazo cáustico o
crítico.
Siempre se han reconocido
la destreza, la limpieza, el sabor a verdad recién bebida del pozo, la economía
narrativa de López Páez. También lo que se llamó su “verismo” —en oposición al
viejo realismo estridente y sistemático—, no como afán teórico sino como
búsqueda de la natural correspondencia entre el relato y la realidad: el color
local, la cercanía de lo narrado con lo que el lector mexicano ha vivido.
En este sentido, cabe
destacar su independencia. Miembro de una talentosa generación o grupo de
narradores —entre los que abundaban los veracruzanos (recuerdo sobre todo a
Galindo, Carballido y Melo), sin desplazar a compañeros de otras regiones
(Magaña, Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Garro, Ramón Rubín, el poblano
Pitol) y que florecieron en los años sesenta, particularmente en la Colección Ficción
de la
Universidad Veracruzana —, siguió un estilo, un camino y un
mundo imaginario únicos. Se diría que sin dudas. Que no los tuvo que buscar
mucho: que ya eran suyos desde un principio.
No podía ser más escueta,
más auténticamente costumbrista, más fatalmente verosímil la desgracia del
empleado pobre con una empleada algo adinerada de VIPS, en el cuento “La
prima”. Aplaudamos también en López Páez a uno de los cronistas de VIPS. (Diría
Rilke: Todos los cronistas de VIPS son terribles.)
La voz narrativa de Jorge
López Páez, siempre bien templada, nerviosa y dominada por un ritmo secreto que
confiere a sus obras una sensación de redondez, de paisajes al mismo tiempo
sucintos y plenos, atiende con la misma pasión los detalles de las costumbres y
del habla, que las grandes líneas de las emociones, los sentimientos y las
ideas.
Pocos autores proporcionan
en sus textos, como él, la sensación de mundos vividos tan de cerca. Se les
recuerda menos como textos que como memorias pobladas de sensorialidad, objetos
y gestos que son en sí mismos “tonos, claves, silencios, alteraciones”
principales, así aparezcan breve o lateralmente en los relatos. El lector
juraría que no ha leído esas cosas: que las ha vivido ahí mismo: que es el
lector —por un prodigioso trueque de posiciones— quien las está contando.
A López Páez le gusta
conceder la voz narrativa a las mujeres, especialmente cuando se ponen
evocativas. Seguramente porque usan un lenguaje coloquial más locuaz, colorido
y chistoso y, como por ahí se dice en especial de las tapatías, porque sólo
dejan de hablar cuando tienen comida en la boca. No abandonan un instante sus
mil y una noches tapatías entre tamalada y pozolada. Para no hablar de las
interminables tequiladas de Doña Herlinda. Sus relatoras recorren los registros
del candor y la gracia infantiles –cuando cuentan, por ejemplo, con la más
sonriente alegría del mundo, paso a paso, como brincando la rayuela con sus
ricitos y su faldita, una espantosa historia de vejez y deficiencia mental
desamparadas-; de la feroz malicia y hasta del humor loco.
Sin intentar
generalizaciones odiosas, sería interesante comparar los cuentos donde la voz
narrativa reside en niños, o en adultos que se sumergen en su propia infancia —mayor travesura e intensidad
lírica—; en mujeres —más detallada descripción de la vida cotidiana y social,
más fiesta y color local, mejor conversación franca e irónica, cuando no
sarcástica—; o en hombres adultos —menor tono confesional, más silencios;
pinceladas rápidas, bruscas o entrecortadas, como en el cuento de “Los compadres”.
En décadas pasadas,
remolcada por utopías o delirios teorizantes, ideológicos o modernizantes, la
literatura mexicana ha querido parecerse más a las modas europea y
norteamericana que a su propia tradición. No está mal tener presentes las
brújulas culturales metropolitanas, que al fin y al cabo nos siguen dirigiendo.
Pero ha sido una imperdonable distracción, una injusticia, un empobrecimiento,
olvidar o menospreciar obras que quisieron enfrentarse con ojos concretos a
nuestra realidad inmediata.
Se tildó de arcaicas,
provincianas o costumbristas, y se procedió a silenciarlas, obras como Los signos del zodiaco, de Magaña, El lugar donde crece la hierba, de Luisa
Josefina Hernández, El Bordo, de
Sergio Galindo, o algunas de López Páez, que sin embargo llegan al nuevo siglo
con cabales actualidad y frescura.
Pero ellos estaban seguros
de su apuesta, que han ganado plenamente. En 1964, Hacia el amargo mar apareció con una solapa anónima, cuyos términos
podrían suscribirse en 2002: Reproduzco un párrafo:
“Hacia el amargo mar, que presenta este número de Ficción, está realizada en una escuela
que más podría ser considerada como verismo narrativo que como verismo
literario. En ella se desarrolla una historia común, con implicaciones comunes,
sin cosa sorpresiva alguna; pero al cabo de su lectura queda en el lector la
sensación de haber presenciado de cerca los hechos, casi de haber participado
en ellos. Lo extraordinario está en la fidelidad con que se siguen los
pormenores de un estrato social de clase media, cuyos personajes rondan y
palpan la corrupción a cada momento, como las mariposas nocturnas la llama o la
luz de una bujía”.
Sólo cabría añadir que
toda su obra está teñida de una misión moral, una crítica de la moral social
mexicana. O inmoral, en el sentido en que André Gide escribió El inmoralista. Sin grandes discursos ni
aspavientos, con sus cuentos familiares, López Páez ha denunciado, casi siempre
con incorregible alegría, las hipocresías y atavismos de nuestra sociedad. Ha
hecho más en este sentido que tantos librotes de sicoanálisis, de teorías
sexológicas y religiosas, o de “literatura del mal”.
Y sin arrojar jamás la
primera piedra —de hecho, sin arrojar ninguna piedra— contra la mujer adúltera
ni contra el fanfarrón hipócrita. Cuenta el México en que vivimos tal cual es,
y castiga nuestros tartufismos especialmente con las armas de la broma (incluso
la broma pesada) y de la ironía (aun la más irreverente) de sobremesa, sin
olvidar sus inevitables caballitos de tequila, que nos ayudan a deglutirlas
mejor, y a reírnos —o a hacer como que nos reímos— hasta de nuestros aspectos
más patéticos.
* Prólogo para una antología de sus cuentos por la UNAM
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