JOSEPHSON: VIVIR ENTRE SURREALISTAS
Por José Joaquín Blanco
Siguiendo el trayecto de casi toda la “generación perdida”, Matthew
Josephson (1899-1978) emigró a París a principios de los años veinte en busca
de una cultura libre y moderna, lo que significaba sobre todo alcohol y
costumbres liberales, a diferencia del puritanismo prohibicionista de los
Estados Unidos. Ah, y claro, tras “un nuevo sentido de la vida”.
Siempre asombrará que
precisamente los jóvenes norteamericanos letrados, y exactamente en la época de
mayor auge industrial y comercial de su país, se hayan sentido anticuados y
provincianos frente a una Europa golpeada por la Primera Guerra
Mundial. Millones de familias europeas, por el contrario, emigraban a los
Estados Unidos en busca de lo mismo: modernidad, libertad, además de progreso
económico. ¿De veras Nueva York era tan provinciana entre sus rascacielos
frente a un París de pobretonas cantinas y buhardillas, o a un prostibulario
Berlín en bancarrota?
¿No sería más bien que el
Establishment cultural, el de la Genteel Tradition ,
tenía tanto éxito local que, para combatirlo, los jóvenes rebeldes tuvieron que
ir a pedir consejo y ayuda a los jóvenes vanguardistas europeos, quienes
gozaban de un campo libre, pues sus viejos patriarcas de la moral, la estética
y el nacionalismo habían quedado debilitados por el caso Dreyfus y el desastre
europeo de la guerra? André Gide no tuvo
que emigrar a Greenwich Village para darle su buena tunda a Maurice Barrès.
Josephson recuerda su
exilio europeo en Mi vida entre los
surrealistas (1962), cuarenta años después de su periplo mítico, y consigna
que, en realidad, la dorada Europa debía sus resplandores a su golpeado tipo de
cambio. Los jóvenes norteamericanos, quienes recibían algunos dólares de casa,
podían llevar ahí una agitada vida turística y bohemia por meses o pocos años,
mientras que en su patria debían trabajar duro como empleados para apenas
subsistir. En Austria, por ejemplo, una opípara cena con chicas y cerveza
costaba, en dólares, lo que un sándwich en Estados Unidos. Años veinte.
¿La cultura francesa
moderna les era tan necesaria? Sólo relativa e indirectamente. Fuera de ciertos
cafés y círculos de Montparnasse y de Montmartre, la sociedad francesa
resultaba tan puritana y conservadora como la norteamericana; e incluso en
ellos, lo común era que los artistas y escritores europeos no quisieran
mezclarse con los bohemios turistas de los Estados Unidos. “París era una
fiesta”, efectivamente, pero sólo de norteamericanos para norteamericanos: una
especie de Greenwich Village más barato y tolerante para las borracheras.
De hecho, las grandes
obras de Scott-Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Wolfe, Crane, Wilder, Dos
Passos, Wilson, Cummings debían más al propio impulso de la literatura en
lengua inglesa, a sus gurús como Eliot, Pound, Sherwood Anderson, Joyce y
Gertrude Stein, que a Proust, Valéry, Gide, Rilke, Saint-John Perse, Claudel,
Mann o Jules Romains.
Unas vacaciones ilusorias,
ahora se diría “virtuales”, en las que los norteamericanos representaban sus
sueños bohemios con y para otros norteamericanos, mientras Europa seguía su
propia vida y su propia cultura casi sin advertirlos, desdeñándolos como meros
turistas pintorescos. Y admiraba en cambio la cultura “popular” norteamericana
que no emigraba, la que triunfaba en su propio país, la típica: el cine, el
jazz, las tiras cómicas, los relatos de detectives, los dibujos y slogans publicitarios...
De todos esos emigrados
sólo Matthew Josephson logró integrarse a un medio verdaderamente francés, y se
propuso asumir una corriente cultural verdaderamente francesa: el dadaísmo y el
surrealismo. Su entusiasmo por Tristan Tzara, André Breton, Louis Aragon, Paul
Éluard, Philippe Soupault, Robert Desnos, Benjamin Péret, Max Ernst, etcétera,
fue prontamente recompensado por ellos, quienes lo acogieron en calidad de
agente aduanero: Josephson se encargaría de exportar el dadaísmo y el
surrealismo a la lengua inglesa y a los Estados Unidos.
Para ello fundó o colaboró
decisivamente en tres revistas modernísimas, modestas (de hasta 3 mil
ejemplares) pero internacionales, destinadas a predicar el evangelio de Dadá,
de Breton, de Picasso y del arte abstracto en los Estados Unidos y entre los
turistas norteamericanos en toda Europa: Secession,
Broom y transition. (Esa aventura
terminó sobre todo porque el Servicio de Correos de Estados Unidos, menos
tolerante que el europeo, prohibió la circulación de Broom, acusándola de pornografía.)
Sin embargo, a pesar de su
entusiasmo, Matthew Josephson seguía siendo radicalmente un buen turistón
norteamericano: inocentón y serio. Se tragaba con todo y pelos demasiados
cuentos y luego se indignaba por haber sido timado; abjuraba de sus errores y
escribía contra sus antiguos aliados. Ya decía Gide que el mayor admirador de
hoy será el primer detractor mañana. Pero no hay rencor, sino crítica leal,
sentido común y amistosa travesura en sus detracciones. Los propios
surrealistas se dijeron peores cosas unos de otros durante sus excomuniones y
linchamientos impresos. Con el tiempo Matty
Josephson llegó a reconciliarse hasta con Aragon y con Breton (1941), cuando
éstos ya se odiaban a muerte. Renegó de sus ideas dadaísta-surrealistas, no de
sus afectos.
Al regresar a los Estados
Unidos y experimentar el casino brutal de las finanzas (tuvo que trabajar como
corredor de bolsa, lo que le provocó una postración nerviosa), la depresión
económica y la política de los años treinta, dejó de admirar y de creer en sus
gurús dadaísta-surrealistas.
La vida y el futuro
estaban en otras partes. Los buscó en la biografía literaria, donde logró
muchos éxitos (sobre Zola, Rousseau, Victor Hugo, Stendhal) y en la biografía
sociológica de Edison y los grandes capitalistas norteamericanos: The Rubber Barons. The Great American
Capitalists, 1861-1900 y The Money Lords. The Great Finance Capitalists, 1925-1950.
Entretanto sufrió
su mayor desastre: la pérdida del reino que había soñado en París. Este
entrañable camarada de Hart Crane, no llegó a ser el poeta dadaísta de Nueva
York, con versos que sonaran como slogans
y jinggles comerciales, una
sarcástica parodia verbal de la civilización industrial. Un Dadá en Wall Street. Desde hace décadas su poesía se recuerda poco.
Mi vida entre los surrealistas (1962), traducida con un
extravagante casticismo por Agustí Bartra —v.
gr.: traduce los vagabundeos de un yanqui de Brooklin en Austria como “andorrear”—, ofrece retratos y crónicas
cariñosas de ese grupo, pero totalmente desilusionadas y críticas. Estos
estrepitosos Profesionales de la
Inmoralidad , estos escandalizadores que jamás se habían
metido a un burdel y que no se emborrachaban nunca, o poco. Estos señoritos que
exigían a sus seguidores el abandono “de todo”, pero se negaban a ganarse la
vida como asalariados, y vivían como dandys de parasitar o de asaltar a sus
ricas familias. Estos detractores de todo arte antiguo, del que no poseían
cuadros, y ensalzadores casi venales del nuevo, con el que traficaban
descaradamente (Breton se hizo rico en la compraventa formal, con galería y
todo, de los cuadros de sus elogiados: no atacaba a Picasso, hiciera lo que
hiciera, porque vendía bien; si a Max Ernst, porque no parecía vender tanto).
Todas esas consagraciones y excomuniones de Breton que no admitían mayores
explicaciones que el protagonismo vedetista del pontífice y un ansia de
popularidad que no conseguía con la venta de sus poemas: necesitaba escándalos.
Esos torerazos de salón. Esos chicos tímidos que sólo se volvían bravucones
ante los flashs de la prensa. Esos...
En una ocasión [Philippe] Soupault llegó demasiado lejos con sus bromas
e incurrió en la censura de sus cofrades. Estábamos en el Cintra, una noche,
Breton con su esposa, Soupault con la suya, y yo con la mía; y
Ribémont-Dessaignes, Vitrac, Baron y Péret también estaban presentes, sin compañera.
Era un período de tensión creciente; la “conspiración Dadá” se hacía
repetitiva, como declaró Breton; buscaba insistentemente “algo nuevo”. Dando un
puñetazo sobre la mesa, exclamó Breton:
—Pero ¡esto es tan estúpido! Estoy aburrido de todo. ¿Quién
tiene alguna idea?
-Allons à un bordel
—dijo uno de los presentes, probablemente Vitrac, riendo.
Inmediatamente se puso a votación y se aprobó la idea de
trasladar nuestra reunión, por aquella noche, a un burdel. Mi esposa y yo nunca
habíamos visto el interior de un burdel, pero estuvimos de acuerdo en visitar
uno de ellos. Breton consintió de mala gana, aunque tampoco había ido nunca a
un lugar semejante.
—Conozco uno que está muy bien —dijo Soupault—. Está cerca
de aquí. Vamos.
—¿Con nuestras mujeres? —pregunté.
—Bueno, ¡puede divertirlas!
Salimos, dudando de que Philippe llevase a cabo seriamente
su idea. Desde la avenida de la
Opéra entramos en una calle lateral, nos detuvimos delante de
una casa de departamentos elegante y, mientras Breton todavía hacía objeciones
a Philippe, éste tocó el timbre. Soupault dijo que aquella casa era un lugar
favorito de los senadores y los grandes políticos.
Una linda criatura nos introdujo en un gran salón, lleno de
sofás acojinados, sillones, espejos, lámparas rosadas y la tradicional pianola.
La madame apareció; nos miró de arriba abajo fríamente, encontrándonos algo
extraños, en compañía de tres jóvenes matronas vestidas sencillamente y de
aspecto respetable.
—¿Qué gustarán tomar las señoras y los caballeros? ¿Champaña
a setenta y cinco francos o a cien francos?
Con mucha autoridad, Philippe pidió el champaña más barato.
Con la bebida, entró en tumulto un rebaño de ocho o diez cortesanas de varios
tamaños y volúmenes, profiriendo alegres gritos de bienvenida; luego, cuando se
dieron cuenta de nuestras acompañantes femeninas, nos miraron con asombro. Se
alinearon a un lado de la sala, con breves taparrabos y ligeros sostenes que,
no obstante, procedieron a quitarse.
—Mostradnos vuestros trucos —dijo uno de nuestro grupo.
Las muchachas, todas a la vez, se arrodillaron en el suelo y
empezaron a hacer lascivos movimientos y ademanes hacia nosotros, de modo
desmañado y mecánico. Soupault siguió mirándolas cómicamente; pero Breton se
enojó, o fingió enojarse. Llevaba, como siempre, su pesado y nudoso bastón, con
el que golpeaba el suelo impacientemente. Todos los del grupo sentíanse
incómodos y nadie sabía qué pasaría después. Nuestras señoras, entretanto,
miraban cortésmente con impecables modales burgueses.
—Esto es repugnante —gritó Breton por fin—, un espectáculo
vergonzoso... ¿Cómo pudiste traernos a un lugar como este? —añadió,
dirigiéndose, con cólera, a Soupault.
Philippe se echó a reír y dijo a la madame:
—Lléveselas. ¿Quizás sería mejor el “champaña a cien
francos”?
La madame, una mujer imponente con un rostro de expresión
severa, parecía estar ya harta de nosotros.
—Espero que saldrán sin alboroto —dijo—. Aquí no nos gusta
el desorden ni el ruido.
Philippe sacó un fajo de billetes, pero ella lo rechazó
cortésmente y dijo, mientras salíamos:
—No se molesten en probar en la casa contigua, porque
pertenece a la misma empresa.
Los caminos del destino siempre sorprenden. Matthew Josephson obtuvo
como resultado de su época dadaísta-surrealista ¡una enorme admiración por
Zola, Victor Hugo, Stendhal y Rousseau!, a cuyo estudio dedicaría su vida
madura, en libros que comparten la primavera del mejor ensayo literario
norteamericano:
En el famoso círculo de amigos de Zola, se encontraban
Flaubert, Turguénev, Daudet, los hermanos Goncourt, Maupassant, Huysmans y el
pintor Paul Cézanne, que fue su amigo de la adolescencia. A través de su
correspondencia, notas y escritos autobiográficos encontrados en los papeles de
Zola, llegué a conocerlos muy bien, como si se encontraran presentes ante mí;
había incluso algunas transcripciones textuales de las cenas periódicas en las
que se reunían “los Cuatro Grandes”, Flaubert, Daudet, Edmond de Goncourt y
Zola, que se encuentran en el Diario de los
Goncourt. En mi imaginación conversaba con ellos mientras caminaba por las
estrechas calles del Palais Royal, cerca de la Biblioteca. En
cierta medida, vivía la vida de Zola. Malcolm Cowley, al describir mi método de
escribir una biografía, lo calificó de “inmersión” en cada tema a que me
dedico. Llegó hasta a afirmar que tiendo a imitar a cada personaje sobre el que
escribo, tanto en sus rasgos malos como en los buenos, lo cual resulta una
divertida exageración.
Como Van Wyck Brooks,
Edmund Wilson y Malcolm Cowley, Matthew Josephson se opuso tanto a los
laberintos tecnicistas universitarios como a los laberintos metafóricos de los
parnasianos metaforistas o filosóficos. El ensayo razonable, documentado,
legible como reportaje literario. Hoy en día es poco visitado. Las monografías
literarias se han vuelto monopolio de la industria universitaria.
No sólo el género de la
biografía (Lytton Strachey le enseñó a final de cuentas más que Breton), sino
el estilo llano del reportaje literario (a la manera de Van Wyck Brooks y de
Edmund Wilson) se le ofrecieron como una liberación: escapar del ghetto de las minúsculas y fanáticas
capillas universitarias o de los parvos parnasos irresponsables e infatuados,
en busca del “lector común”. ¿En última instancia no es ése el objetivo
paradójico de toda literatura: extremar el arte literario... para llegar al
Lector Común? Dice Josephson: “Algunos de los autores más recónditos o
‘impopulares’, incluyendo a Henry James, según he descubierto, siempre han
anhelado secretamente un público más numeroso que el que les es concedido.”
Bueno, pues a darle la bienvenida, pero sin devaluar el arte de la literatura:
la ambición más altiva que pueda concebir un escritor.
El principal encanto, sin
embargo, de Mi vida entre los
surrealistas está en lo que no
tiene que ver con ellos, sino con la respuesta profunda de los escritores
norteamericanos al evangelio dadaísta-surrealista que Josephson les predicaba
durante los años veinte. Las respuestas escépticas o indignadas de autores como
H. L. Mencken, Edmund Wilson, E. E. Cummings, Hart Crane, Malcolm Cowley, Allen
Tate, Kenneth Burke, Paul Rosenfeld...
Al final de la década, y
al final de este libro, le ocurrió a Josephson un accidente terrible. Se
incendió su departamento, y al pretender rescatar algo de sus cuadros y de su
biblioteca quedó atrapado entre las llamas una media hora. Se salvó de milagro
después de mes y medio de hospitalización. No he leído en ninguna otra parte
mejor relato de un incendio que el que concluye Mi vida entre los surrealistas
(Tr. A. Bartra, México, Joaquín Mortiz, 1963) Cf. Malcolm Cowley: Exile’s return, Nueva York, The Viking
Press, 1951 y A Second Flowering. Works and Days of the Lost
Generation, Nueva York, The Viking Press, 1974; Edmund
Wilson registra y parodia el dadaísmo de Matty
Josephson en The Shores of Light. A
Literary Chronicle of the 1920s and 1930s, Nueva York, The Noonday Press,
1967 (“The Poet’s Return”).
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