Of all places, Ricardo Garibay
(1923-1999) nació precisamente en Tulancingo, Hgo., como Gabriel Vargas, el
autor de La Familia Burrón , el
luchador El Santo y el boxeador
Pipino Cuevas. Cuna es destino. ¡Cuidado con los “tulancinguenses ilustres”!
Fue un escritor prolífico
y tumultuoso, con un oído insuperable para reproducir el habla coloquial y
multiplicarla y exagerarla hasta la extravagancia; con una vocación satírica
que no se prohibía el humor más grueso y grandes obsesiones eróticas.
Su obra conocida es vasta,
y la menos identificada —hasta qué punto intervino en ciertos guiones del cine
mexicano oficialista o comercial— igualmente numerosa. Sé que inventó El Milusos; no he comprobado su
participación legendaria en ciertas películas donde María Félix grita leperadas
de guerrillera: “¡Échenles mentadas, que esas también duelen!”
Se suele alabar su
temprana novelita memoriosa, Beber un
cáliz, de indudable valor lírico, pero que acaso resulte lo menos
garibayano de Garibay, quien quedará probablemente representado por sus novelas
y crónicas satíricas de regusto parrandero y populachero, con absoluta entrega
a un callejero México-Pandemonium de cantinas y burdeles: Bellísima bahía, Acapulco, La casa que arde de noche, Las glorias del
gran Púas... Un Aristófanes o Petronio de la segunda mitad del siglo. Creo
que Garibay alcanza su mejor definición cuando ríe con carcajadas estridentes
de sus Lisístratas tumultuosas.
Garibay siempre fue un
escritor incómodo en la cultura de su tiempo. Se negó (como Revueltas, Efraín
Huerta, Ramón Rubín, Rafel Bernal, Sabines, Arreola, José Agustín) a
incrustrarse en la Ecclesia visible de la mafia literaria que, a partir de los años cincuenta, instituyó el
sistema de elogios-favores mutuos y distribuyó rangos y jerarquías entre los
escritores mexicanos. O fue expulsado de ella. Desde sus principios representó,
con Luis Spota, el prototipo de lo que no
debía escribirse, mientras Paz, Yáñez, Rulfo y Fuentes edificaban los modelos
tutelares obligatorios para todos los narradores.
Esta independencia o
marginamiento de Ricardo Garibay se antoja hoy en día más confusa y
contradictoria de lo que pareció en su tiempo. Posaba como un anti-intelectual
profesional, un vitalista hemingwayiano, enemigo de los “señoritos
intelectualoides” de la mafia y del boom latinoamericano. Pero no era tal, o
no lo era tanto: consiguió incluso programas de televisión (oficial) para
disertar a su gusto (con escasos conocimientos) sobre Shakespeare o Dante.
Aparecía, o se le hacía
aparecer, como un anacronismo. Un autor grueso, sin la sofisticación
modernizante, estetizante o intelectualizante de Yáñez, Rulfo y Fuentes. Un
Mariano Azuela redivivo, que continuaba en la segunda mitad del siglo las
caricaturas hiperrealistas de principios. (Otra vez la Pintada , la Malhora , los catrines y
“los de abajo”, Sendas perdidas, Nueva
burguesía.) ¿Lo era? Sin duda en estos tiempos “posmodernos” resulta
sencillamente un autor jocundo, seducido por su amplio Satiricón mexicano.
Aunque fue traducido y
obtuvo algunos honores en el extranjero, su vocación siguió un rumbo
profundamente local. No hay mexican
curios en sus novelas, sino la farsa despiadada de la vida mexicana, que
sólo el desprejuiciado lector local aquilata, y al turista y al mexicanólogo
resulta desagradable o “superficial”. Mucha realidad, pocos museos; una
celebración de la cotidianidad “vulgar” y no de los mitos. El anti-Fuentes.
Garibay no escribe narraciones para ilustrar metáforas o doctrinas “profundas”
de lo mexicano, sino para celebrar y zaherir al mismo tiempo, identificándose
con ellos, los episodios grotescos o burdos, pero siempre encendidos, de
nuestra sociedad moderna.
Era un oso de gran orgullo,
fértil y desbocado. Se hizo odiar por la cultura institucional, la cual no le
regateó desaires, como negarle distinciones y premios más que merecidos. En
mitad del escándalo se le negó el Premio Nacional de Literatura e,
inicialmente, la categoría de emérito en el Sistema Nacional de Creadores de
Arte. Un anti-García Terrés, ese inocuo canónigo perpetuo. Tampoco ingresó a la Academia de la Lengua ni al Colegio
Nacional.
Escribió la obra que
quiso, como quiso. Fue uno de nuestros narradores más independientes. Dotado de
un ego tremebundo, enarboló su heterodoxia y su orgullo feroces contra capillas
y alianzas. Fue el rey absoluto de todos sus dominios. Se atrevió a lo
comercial: a confiar en la taquilla, y no tanto en los pactos y jerarquías
gremiales-burocráticos.
Más que en cualquier otro
autor, el habla del México de su tiempo prospera y resplandece en sus novelas
“superficiales”, fársicas, carcajeantes, con trazos gruesos de muralista y
pronta hilaridad de historieta. Querían ser eso: superficies narrativas,
personajes y episodios plenos en sí mismos, menos que representaciones o
metáforas de teorías sociales, estéticas o políticas.
Este autor menospreciado
por las instituciones y las mafias —era toda una institución, toda una mafia
rugiente y absolutista en sí mismo— siempre contó con lectores apasionados. Fue
uno de los cronistas más leídos durante su paso por Excélsior.
Menospreciada por la
política cultural y las modas ideológicas de su tiempo, su obra probablemente
magnifique y realce su valor en años futuros, libre ya de batallas y de
polémicas apolilladas, concentrada en su pasión y valores narrativos, que nadie
se atrevió a negarle en vida. Simplemente parecían “burdos y superficiales”
para cierta pedantería culturalista en el poder. La burda y superficial era,
por el contrario, esa pedantería institucional y prepotente, vociferaba Garibay
a la menor oportunidad, entre rayos y centellas, ajos y cebollas.
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