MANN, EL CERVANTINO
Por José Joaquín Blanco
Thomas Mann, acosado por los nazis, abandonó Alemania el 11 de febrero
de 1933. El 19 de mayo se embarcó a los Estados Unidos, en una gira de
conferencias. Durante los diez días de viaje en trasatlántico llevó un diario
en el que narraba los pormenores de la vida en el barco y sus comentarios de
lectura. Iba leyendo el Quijote, en
la traducción alemana, que califica de espléndida, de Ludwig Tieck.
¿Por qué precisamente el Quijote? Para escribir un gran ensayo.
El ya nobelizado Mann, famoso en el mundo entero como novelista, traía la
espina enterrada de su fracaso en el ensayo, especialmente sonado con su
ultrapolítico libro Reflexiones de un
hombre impolítico (1918) y diversas conferencias y escritos en periódicos y
revistas.
No es inexplicable ese
fracaso. El pensamiento de Thomas Mann fue las más de las veces confuso,
altanero, esnobistamente conservador (reaccionarismo chic) y escandaloso. Sobre todo confuso: a veces defendió el
autoritarismo y la guerra, a veces la democracia y la paz. Arbitrariamente
calificaba de “sano” o “enfermo” cuanto le venía en gana. Casi siempre dijo las
cosas impropias en momentos inoportunos. Aunque tuvo el tino de prever con
ejemplares claridad y pánico los horrores del nazismo, sus escritos también
mostraban un odio high brow, algo
anacrónico y cascarrabias, a la modernidad, al pensamiento y a la cultura del
siglo XX, a las vanguardias literarias, a la izquierda y a las pasiones de su
tiempo. ¡Con cuánta belicosidad odiaba a Bertold Brecht el pacifista Thomas
Mann!
Un odio tieso,
aristocrático y académico. No abundaban en sus ensayos la generosidad, la
compasión, el sentido del humor ni el hambre de vida de sus novelas. Quizás
había dos Thomas Mann, que él luchaba por unificar: el amplio y revolucionario
narrador, creador e inventor de nuevas realidades, y el estrecho ensayista,
nostálgico de la ilustración de sus profesores y de la Edad de Oro del orden alemán
anterior a la Primera
Guerra Mundial.
En sus ensayos, artículos,
conferencias, diarios y cartas regaña, insulta, simplifica, excomulga y maldice
con una intemperancia y un desprecio aristocráticos casi inconcebibles en el
libérrimo inventor de Los Buddenbrook.
A ratos el más que “decadente” autor de La
muerte en Venecia se pone a ensalzar las buenas costumbres y el
sometimiento a la moral burguesa como un rutinario pero energúmeno predicador
luterano. Sospecho que lo mismo ocurría en sus conversaciones, que tan
dolorosos conflictos le provocaron con su hermano Heinrich y con su hijo Klaus.
Los admiradores de sus novelas preferían desconocer que existían sus ensayos.
Pero no había
contradicción de fondo. Era el mismo Thomas Mann: soberano, profundo, innovador
en las novelas; y novato, improvisado en el ensayo: seguidor de la vieja
tradición intelectual alemana de los dómines, e incontinente denostador de
algunos rebeldes, como Nietzsche, a los que en el fondo admiraba, pero que
inevitablemente lo hacían rabiar y a quienes con clic automático culpaba de
todos los males de su tiempo. Baste recordar, en un mismo libro, los
“intelectuales” rollazos indigestos de Naphta y Settembrini, al lado de las
culminantes escenas de la tormenta de nieve o de la radiografía amorosa de La montaña mágica.
Pero Thomas Mann intuía
que, sencillamente, no le había concedido al ensayo el trabajo y la pasión que
desbordaba en los relatos; que sus ensayos eran diferentes a las novelas no
porque los orientara otro pensamiento, sino porque estaban menos trabajados y
vividos, y se propuso aprender a ser un buen ensayista. Un ensayista que
mereciera estar al lado del novelista Thomas Mann. No lo lograría, pero
avanzaría mucho a partir de los años viente con sus estudios de Goethe, Wagner,
Schiller, Chéjov, Miguel Ángel, Schopenhauer, Nietzsche y Freud.
El Quijote era otra de sus ambiciones ensayísticas. Por desgracia, no
escribió el gran ensayo cervantino que ambicionaba, pero sí un notable cuaderno
con notas de lectura: Meerfahrt mit Don
Quijote, traducido al castellano como Travesía
marítima con Don Quijote (Madrid, Ed. Júcar). Diez días de un diario de
lectura a bordo del trasatlántico, del 19 al 29 de mayo de 1933.
Además, Mann buscaba en
Cervantes inspiración para su nueva manera de narrar: la novela de ideas o de
mitos, de José y sus hermanos, Lotte en
Weimar y Doktor Faustus, y para sus intentos de una narrativa esencialmente
cómica (Félix Krull el impostor; pero
también pasajes de José y Lotte), y una nueva inspiración moral,
la del hombre renacentista dotado de no sé qué mitologías de la bondad cristiana
que ve resplandecer, más que en nadie, en ese Cervantes que ama a los
desprotegidos y a los perseguidos (los moriscos) sin llamar a la guerra contra
el rey ni contra la nobleza española de su tiempo. Don Quijote como un
humanitario no-revolucionario, un humanitario sin incendios, que no convoca a
ninguna hostilidad sino a un profundo respeto apacible y bondadoso por la
naturaleza humana en toda su diversidad, asumiendo las palizas que se niega a
dar otros (aunque haga la finta de arremeter contra ellos lanza en ristre: ya
sabemos que resultarán molinos de viento o borregos), incluso a sus enemigos:
“y precisamente en su unión psicológica, en su humorístico entrecruzamiento [de
la humillación y el ensalzamiento del ingenioso hidalgo] se manifiesta en qué
alto grado el Quijote es producto de
la cultura cristiana, de la psicología y humanidad cristianas, y lo que el
Cristianismo, pues, significa eternamente para el mundo, para la creación
poética, para lo específicamente humano” y bla bla bla pum pum bla bla...
¡aghhh!
Thomas Mann aborda algunos
de los puntos centrales del ingenioso hidalgo. Por ejemplo, la modestia de su
composición. Para Mann no existe un libro sistemático, sino una idea sencilla,
cómica, que se fue poblando de enormes connotaciones por añadidura, sin teoría
ni deliberación. No un prestablecido sistema de un Don Quijote noble, ideal y
espiritual contra un Sancho o un mundo populares, reales y vulgares; sino la
modesta idea cómica de ese par de deschavetados que quieren vivir la vida como
si fuera una delirante fantasía
libresca, y reciben puras palizas; y luego la propia fábula va adquiriendo por
sí misma todo tipo de riquezas imprevistas: “Yo considero como regla que las
grandes obras fueron resultado de intenciones modestas. La ambición no debe
estar al principio, no debe anteceder la obra, sino irse formando con ella,
que, por su parte, quiere hacerse mayor de lo que creía el alegremente
sorprendido artista; esa ambición debe estar unida a la obra y no al yo de su
creador. No hay nada más falso que la ambición abstracta y previa, la ambición
en sí e independiente de la obra, la pálida ambición del yo. El que así es se
comporta como un águila enferma”. (¿De veras no hay un yo artístico e
intelectual desorbitado ni una prestablecida teoría descomunal en La montaña mágica, en José y sus hermanos, en Doktor Faustus? ¿De veras fueron fábulas
sencillitas que espontáneamente, “por sí mismas”, crecieron a las dimensiones
del mito, en contra de la modestia artesanal de su “alegremente sorprendido
autor”?)
Por “águilas enfermas”
Mann entiende a los niezscheanos artistas modernos que se proponen previamente
crear obras para protestar contra el mundo y cambiarlo. No soporta esa pasión
intelectual, que él llama engreimiento y enfermedad. Admira en cambio al sanote
artista-artesano de otros tiempos que empieza escribiendo a la buena de Dios
una fábula modesta que le crece sin premeditación, hasta lograr “por sí misma”
esa idea de cambio o de protesta contra el mundo, y de paso, con toda
naturalidad, una obra maestra.
Esa no premeditada
grandeza del Quijote lo obsesiona. En
la primera parte encuentra una fábula modesta, que busca sobre todo divertir
con los recursos artesanales de las situaciones cómicas, de las palizas y las
comilonas, de los enredos hilarantes; ese Quijote jocoso de los batanes y los
molinos de viento, de los vómitos y los excrementos, de los sesos de requesón.
El público amaba tanto tal
tipo de literatura que el Quijote se
volvió instantáneamente un best-seller.
Nadie veía en ese Quijote toda la
enciclopedia filosófica en que lo hemos convertido. Y no lo era. Tan no lo era, que algún extraño autor, embozado en el
seudónimo Alonso F. de Avellaneda, escribe tranquilamente una segunda parte que
tuvo tanta aceptación como la primera de Cervantes. No se vio la diferencia,
para nada.
Nuestra lealtad al bueno
de don Miguel nos ha hecho odiar sin justicia al “maldito” Avellaneda. La
verdad es que el Quijote “falso” de Avellaneda no es una mala novela. Todo lo
contrario. Debiéramos contarla también
entre lo mejor de la narrativa mundial de su momento. Tan buena que se acusó de
su autoría a los mayores escritores de su tiempo, como Lope de Vega, ¡y al
propio Cervantes, más que capaz de estas
travesuras-de-travesuras-de-travesuras!
Les gustó mucho a los
lectores, y provocó el pánico de Cervantes, quien precisamente para combatirla
escribió su segunda parte. Yo diría más, que el Quijote de Avellaneda es más fiel al primer Quijote cervantino que la segunda parte del propio Cervantes, quien
en ésta se aparta de su fábula original para escribir una historia diferente,
más personal, sentida y elaborada. Ahora sí con yo y con teoría, ahora sí un
“águila enferma”.
“Cervantes había vivido el
hecho de que un engendro que se presentaba como continuación de su obra hubiese
también ‘corrido por el orbe’ y se leyese con la misma ansia que ella. La obra
copiaba sus más toscas cualidades de éxito: la comicidad de la locura apaleada,
y la gula de los campesinos; sólo con ello salía adelante; la intimidad, el arte
de la lengua, la melancolía y profundidad humana de la obra estaban ausentes en
este segundo libro, y, cosa aterradora, no se habían echado en falta. La masa,
así parecía, no encontraba diferencia alguna”. (Verdad a medias: no fue “la
masa” quien la aclamó, sino la minoría ilustrada, exactamente los mismos
lectores que encumbraron a Cervantes; no es Avellaneda más “superficial” que el
teatro de capa y espada de su época, y que bastantes pasajes del propio don
Miguel. Sólo nos resulta “detestable” porque lo confrontamos con la ulterior
divinización de Cervantes, y porque no le perdonamos haber hecho sufrir a
nuestro querido manco. Pero gracias precisamente a Avellaneda tenemos la
segunda parte del Don Quijote. Como
en el tema borgiano de “el traidor y el héroe”, el cual estatuye que
precisamente Judas permitió la redención operada por Cristo, gracias a
Avellaneda se logró la proeza de Cervantes.)
Toda la carga de
humanismo, de filosofía, de dolorida autobiografía indirecta que encontramos
sobre todo en la segunda parte cervantina del Quijote se debió a este azar, sin el cual ni siquiera se habría
escrito. Cervantes mismo lo confiesa. Y saca a Don Quijote y a Sancho a
desmentir los “embustes” de Avellaneda —aventuras bastante fieles a su primer Quijote—, y a establecer su exclusiva
propiedad de autor sobre todo el quijotismo.
Pero Cervantes no tenía razón:
1) En esa época no
privaban los derechos de autor, ni era considerado “plagio” el retomar
anécdotas, estilos ni ideas de otros autores para hacer relatos propios. El
propio Cervantes llena su libro de préstamos evidentes de otros autores de
novelas pastoriles, picarescas, “bizantinas” (la aventura por la aventura) y de
caballería. Avellaneda no cometió otro pecado que el del propio Cervantes con
respecto a otros autores (Apuleyo,
Luciano de Samósata, Amadís de Gaula,
Jorge de Montemayor y el millón de referencias que citan los cervantinos).
2) Cervantes mismo jugó a negarse la propiedad de la historia,
atribuyéndola al moro Cide Hamete Benengeli. Él sólo traducía, glosaba,
divulgaba. Y no sólo eso: en un tour de
force que sigue causando pasmo, hace que sus personajes vuelvan a las
aventuras ya que el mundo las ha leído en libros, tanto de Cervantes como de
Avellaneda, y que discutan lo publicado. Todos son autores de algo. Sancho
también es todo un autor del Quijote, pues le contradice y corrige al ingenioso
hidalgo tales o cuales pasajes (y hasta llegan a una tregua: cada cual se queda
con su propia versión de la identidad de Dulcinea o de la Cueva de Montesinos: cada
cual es autor de su propio Don Quijote,
y santa paz).
Lo mismo los duques, los
curas, los bachilleres y cuantos lectores del primer Quijote y del de
Avellaneda encuentran a su paso, así como (conjeturalmente) de otras páginas de
Cide Hamete Benengeli que ellos conocen, pero nosotros no, porque no todo lo
que el “autor” moro escribió fue traducido por los “autores” castellanos.
(Horroricemos pues a la academia: Avellaneda era un buen tipo que realizó un
trabajo honrado y talentoso; su Quijote
“falso” podría leerse aún con bastante placer si nos permitiéramos tal
deslealtad hacia Cervantes. Lo que no haremos: estamos engagés con nuestro flaco.)
Este curioso azar, el de
que otro fuera autor de la propia obra durante sus mismos días, llevó a Cervantes
a proseguir su fábula en un tono y en terrenos en los que no tuviera
competencia alguna: a personalizarla. A Mann le conmueven el humanismo, la
inteligencia y el “mundo vivido”, la intrahistoria cervantina, pero confiesa
que en cuanto fábula, en cuanto relato, la segunda es inferior a la primera
parte (y, acaso, al libro de Avellaneda). Dejó de ser mera fábula, para
convertirse en otras cosa. El libro le creció al autor, desbordó su modesta,
artesanal intención de divertir. “La estimación que Cervantes tiene por la
criatura de su propia invención cómica ha ido creciendo de continuo durante la
narración, y este proceso es quizá lo más atractivo de toda la novela; es por
sí mismo una novela y coincide con la creciente estima por la obra misma, la
cual fue concebida humildemente como cruda broma satírica, sin imaginarse en
qué rango simbólico y humano estaba destinada a integrarse la figura del héroe.
Este cambio de enfoque permite y opera una amplia solidaridad del autor con su
héroe, la tendencia a igualar su categoría a la propia, a convertirle en su
bocina de ideas y opiniones y a sustituir por dignidad espiritual y buena
educación la más alta bizarría caballeresca, que es la extravagante, y llega a
la madurez en Don Quijote, pese a todo lo lastimoso de su apariencia.
Precisamente el espíritu y forma de expresión de su señor es lo que con
frecuencia determina la admiración sin límites de Sancho y que otros se sientan
también atraídos en grado sumo”.
Divertido en este
laberinto de autorías y en esta subversión de la novela contra el novelista,
Mann acusa a Cervantes de su único error narrativo: matar al Quijote. No lo
mató, dice, por necesidad novelesca, sino para estatuir que ya estaba bien
muerto, de modo que nadie se atreviera a escribirle más aventuras. “Me inclino
a encontrar más bien flojo el final del Quijote.
La muerte opera aquí, ante todo, como medida de seguridad que preserva de
futuros desmanes literarios a la figura central, y recibe por ello un tinte
algo literario y de artificio, que no llega a captarnos. Una cosa es que un
personaje querido se le muera al autor y otra que se le deje morir, que se
disponga y anuncie su muerte para que ningún otro pueda hacerle caminar en el
mundo. Es una muerte de literatura, una muerte por celos...”
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