LUIS GONZÁLEZ OBREGÓN
Por José Joaquín Blanco y Jorge Olvera Ramos
(Prólogo a la antología de los Imprescindibles, de Ediciones Cal y
Arena)
I
En este volumen el lector contemporáneo de Luis González Obregón
encontrará al mismo tiempo diversión y conocimiento. “Instruir divirtiendo”,
como exigían los clásicos a la escritura y la enseñanza de la historia.
Amenidad, humor, atmósferas literarias finas y variadas, pintoresquismo,
folklore, riqueza verbal, en una prosa sencilla que recupera y recrea buena parte
de la antigua historia de México, especialmente la virreinal.
A pesar de sus minuciosos, obsesivos
intereses de historiador y erudito, siempre guiados por un rigor académico
extremo, Luis González Obregón no intentó un discurso espeso, metódico, exhaustivo,
ideológico, en sistemáticos tomos, difíciles o indigestos, sino viñetas,
artículos, ensayos de erudición conversada y sabrosa, de literatura “llena de
gracia”, como diría su amigo Amado Nervo.
Esta manera peculiar de escribir historia
recibió sobre todo la influencia de la literatura y del periodismo
costumbristas, románticos y liberales, pero también de la visión popular
(tradición oral), al mismo tiempo irónica y nostálgica, lírica y cómica, que
conservaban o añoraban de su pasado algunos sectores de la sociedad mexicana,
especialmente en lo que concierne a su capital, y que ofrecía, en la
rememoración y recreación del pasado, un campo de conocimiento fecundo para la
reflexión sobre la fuerza de las tradiciones, más que un discurso teórico sobre
su evolución política, social, económica o cultural.
La historiografía enciclopédica, pedagógica,
polémica, discursiva, ideológica, analítica, ocupó a lo largo del primer siglo
del México Independiente a otros historiadores distinguidos, desde fray
Servando Teresa de Mier (Historia de la revolución de Nueva España),
Carlos María de Bustamante (Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana),
Lorenzo de Zavala (Ensayo histórico de las revoluciones de México), el
Doctor José María Luis Mora (México y sus revoluciones), Lucas Alamán (Historia
de México, Disertaciones) y Joaquín García Icazbalceta (Historiadores de
México, Bibliografía mexicana del siglo XVI, Don fray Juan de Zumárraga),
hasta Vicente Riva Palacio (México a través de los siglos, El libro rojo),
Manuel Orozco y Berra (Diccionario universal de historia y geografía,
Historia de la dominación española en México) y Justo Sierra (Evolución
política del pueblo mexicano, Juárez: su obra y su tiempo), entre muchos
otros.
Aquella otra “historia viva” de la tradición
floreció en la marquesa Calderón de la
Barca (La vida en México), en Guillermo Prieto (Memorias
de mis tiempos), en Ignacio Manuel Altamirano (Paisajes y leyendas,
tradiciones y costumbres de México), en José María Roa Bárcena (Recuerdos
de la invasión norteamericana por un joven de entonces), en José María
Marroqui (La Llorona ,
La Ciudad de
México), en Antonio García Cubas (El libro de mis recuerdos, además
de sus famosos diccionario y atlas históricos y geográficos), etcétera.
Como se ve, en ambas corrientes, la
cientificista o academicista, volcada en atlas, tratados y diccionarios, y la
tradicionalista, literaria o periodística, expresada en artículos, memorias,
narraciones, viñetas “leyendas” y “tradiciones”, la labor historiográfica mexicana
del siglo XIX se afanó con entusiasmo y eficacia notables.
Del lado de los conversadores, narradores o
“cronistas”, Luis González Obregón señala la mayor altura en este empeño de
escribir la historia de México a finales del siglo XIX y principios del XX.
Erudición y recuperación del pasado, al mismo tiempo documental que
tradicional, atendiendo (sin menoscabo del rigor profesional) sobre todo a la
sazón y a la gracia. Casi diríamos poemas historiográficos. Hay que recordar
que en su origen la Historia
no sólo era conocimiento, sido también arte, musa, poesía.
II
La historia
de la ciudad de México domina las indagaciones de Luis González Obregón: sus
personajes, edificios, calles, leyendas y tradiciones reconstruyen para el
lector contemporáneo la vida colonial: una sociedad estamental altamente
jerarquizada, el desarrollo económico apoyado en privilegios y concesiones, la
política ordenada bajo los postulados de un vasto orden imperial, el papel
protagónico de la Iglesia ,
la abigarrada mezcla cultural en la vida capitalina. Buena parte de los rasgos
distintivos del régimen virreinal desfilan en la prosa amena y fresca de sus
artículos, monografías, ensayos, viñetas.
“Instruir divirtiendo”. En sus
divertidos relatos hallamos a un investigador que derrocha conocimiento de
fuentes históricas, entonces poco accesibles, muchas veces inéditas. Cita con
frecuencia a Orozco y Berra y a Riva Palacio, a Francisco Sedano y a su amigo
José de Agreda y Sánchez; al mismo tiempo echa mano de los archivos recónditos,
conoce de libros antiguos, descubre documentos importantes o curiosos, recurre
a las leyendas y a los testimonios orales.
Todo
ese cúmulo de información proporciona a sus crónicas no sólo riqueza y
objetividad documentales, sino que logra imprimirles, con un gusto literario
jamás igualado por otros autores de temas coloniales, el aroma de la época.
El
lector contemporáneo encontrará aquí todos los elementos que exige el rigor
académico: fuentes precisas, argumentaciones claras, demostraciones y conclusiones
eficaces que transforman el trabajo erudito
en relatos amenos, de claridad inmediata, que jamás se podrán olvidar.
Buena parte de los narradores colonialistas posteriores no hicieron sino
recordarlo o glosarlo (frecuentemente hasta la exageración, el fastidio, la
parodia).
Cuando
se vuelve a la fuente mayor de la recuperación literaria colonial, la de González Obregón, retomamos una
literatura colonialista sin los defectos de sus epígonos. Fresca y eficaz,
sencilla y lírica: en él se funden la investigación profunda de los documentos,
el análisis de la información y la exposición sabrosa de un prosista brillante,
capaz de lograr la excelencia con una audaz economía de recursos, de
inolvidables dibujos de un solo trazo rápido, que incluso se permite la
coquetería literaria de hasta parecer “descuidado”. No hay petulancia ni
pedantería, grandilocuencia ni aparato. La creación ardua y la expresión
sencilla, como querían, y a veces lo consiguieron, ciertos clásicos españoles
del Siglo de Oro: fray Luis de León, Lope de Vega, Quevedo.
III
Fue Ignacio
Manuel Altamirano, el maestro de la literatura mexicana de su siglo, quien
despertó la vocación histórica del adolescente Luis González Obregón en las
aulas de la Escuela
Nacional Preparatoria. Nuestro cronista siempre lo reconoció
como su principal maestro.
De
ahí en adelante el joven historiador hizo suyos todos los adelantos que la
historia y las ciencias sociales lograban en todo el mundo a finales del siglo
XIX: la proliferación de las excavaciones arqueológicas en varios continentes,
el desciframiento de los textos (persas, egipcios), el descubrimiento de vastas
y variadas culturas antiquísimas en Asia, el triunfo de la etnología que
planteaba la diferencia entre las diversas comunidades humanas, la crítica de
las teorías deterministas que reducían la historia de la humanidad a un
cartabón eurocentrista; en fin, una multiplicación de los materiales y los
métodos de estudio en las disciplinas históricas y sociales. Tal avance en el
conocimiento condujo, en el ámbito académico, a la aparición de verdaderas
escuelas de erudición en Europa y los Estados Unidos, que la cultura mexicana
se propuso emular.
Durante este período se libró en México
una polémica, no necesariamente excluyente, entre los positivistas ortodoxos,
cientificistas, amantes del dato y las teorías firmes, creyentes en el progreso
perpetuo, y las viejas corrientes algo conservadoras y nostálgicas, renuentes a
abandonar el paraíso perdido de su esplendor novohispano: su utopía de un
imbatible espíritu hispánico y católico (por más que pareciera, por el momento,
en derrota frente al empuje modernizador sajón o germánico), todo ello
renovado, como había ocurrido en Francia durante la Restauración , por un
espíritu romántico que ennoblecía y mitificaba el pasado.
En
Francia, principal inspiradora de historiadores y literatos mexicanos,
destacaron Augustin Thierry, Chateaubriand, Michelet, Renan, Taine,
Sainte-Beuve. “La historia tendrá su Homero, como la poesía”, se había
propuesto Thierry, en su reconstrucción de la Edad Media francesa.
Escritores y lectores mexicanos vieron con asombro y envidia las obras del
norteamericano Prescott sobre la conquista de México y del Perú y la historia
de los Reyes Católicos.
En
una trinchera, los “científicos” positivistas enarbolaban la evolución
histórica y el progreso; en la otra, los eruditos tradicionalistas ironizaban
sobre tal evolución: había algo más brillante y valioso que el progreso, era el
pasado: “¡Visiten la Catedral
de la ciudad de México, y docenas de templos, conventos y palacios por todo el
mapa; vayan a Teotihuacan, a las ciudades mayas!”. En todo caso, México no
debía cambiar tanto, ni siquiera para progresar, pues dejaba de ser él
mismo. Debía conservar su identidad antigua, incluso en los aspectos modestos y
aldeanos, premodernos y anacrónicos. López Velarde se haría eco de esa
corriente en La suave Patria:
Patria,
te doy de tu dicha la clave:
Se
siempre igual, fiel a tu espejo diario:
Cincuenta
veces es igual el Ave
Taladrada
en el hilo del rosario,
Y
es más feliz que tú, Patria süave.
Modernizadores
y tradicionalistas combatían la improvisación y la charlatanería anteriores de
los historiadores aficionados, a la manera de Bustamante, y apostaban por la
investigación rigurosa de fuentes publicadas o inéditas, por el trasiego de
archivos, por la excavación de ruinas. Ambas corrientes se unían en un afán
nacionalista, pero aquéllos buscaban en el pasado un estímulo del porvenir
moderno (afrancesado o norteamericanizado), y éstos lo miraban con ensoñación a
ratos hipnótica: una Edad de Oro virreinal, sin humillaciones por parte de las
potencias extranjeras.
El
punto de desacuerdo mayor entre ambas corrientes, que siguió manifestándose a
lo largo del siglo XX, fue el relativo al trato que los modernizadores de la Reforma y el Porfiriato
dieron a muchos monumentos coloniales: el derrumbe o la incuria. Para nuestros
tradicionalistas no había teoría de evolución o progreso que justificara ningún
atentado contra los monumentos del virreinato: levantar palacios modernos sobre
las ruinas de viejos conventos constituía un asesinato de la belleza, de la
esencia, del sueño más profundo de la nación. Mientras los modernizadores
construían una nueva ciudad de México, émula de París o Nueva York en
miniatura, Luis González Obregón recuperaba la antigua en el museo literario e
histórico de sus libros. La crueldad y la destrucción de la Revolución de 1910
acentuó tal nostalgia. En sus últimos años, nuestro cronista veía no sólo el
pasado, sino el presente moderno de México con antipatía y temor, a la vez que
acentuaba su culto, su mitificación del país “viejo”.
Pero
en su juventud, González Obregón muestra una actitud indecisa e incluyente.
Rinde culto al pasado y disfruta del auge porfiriano. No se ciega ante la Edad de Oro: critica la
injusticia, la fealdad, la insalubridad, la superstición de los buenos tiempos
virreinales, tan apestosos, al igual que ironiza sobre las pretensiones de
nuevo rico del México progresista y modernizador, tan ridículo y falso.
Ubicado
pues entre estas dos corrientes, el joven Luis González Obregón desarrolló un
estilo propio y peculiar. A este periodo corresponden los ensayos de México
Viejo, escritos entre 1890 y 1895, cuando el “milagro porfiriano” brillaba
en todo su esplendor. En ellos encontramos a un investigador apasionado que
documenta cada una de sus afirmaciones, un hombre de acción que en su obra se
mantiene al margen de compromisos políticos pero sin evadir juicios sobre la
situación política de su presente. Un hombre variado e incluyente caracterizado
por una notable templanza, siempre sensato, plantado en un terreno seguro: el
de sus estudios, sus fuentes, sus reflexiones, su prosa.
Los
protagonistas de sus ensayos no son procesos de desarrollo, ni flujos
demográficos ni ciclos económicos; los artífices de sus historias son el
arrogante conquistador, el escribientillo de oficina, el arriero de tierra
adentro, el cura beato, el mayordomo de monjas, la criada de rebozo y la señora
de mantilla que con sus vidas pacíficas o sus actos frenéticos nos muestran una
sociedad compleja arraigada profundamente en la tradición.
Asuntos
como la disputa entre los armeros y sastres por un lugar en la procesión del
Corpus, las aventuras galantes de los conquistadores o los ahorcados de Romita
le permiten ofrecer al lector contemporáneo un retrato vivo del México
virreinal.
Luis
González Obregón vivió también la época posrevolucionaria: de este periodo son Las
Calles de México. Aquí González Obregón se muestra ya ungido con el aura
del historiador profesional. Las crónicas conservan la solidez argumentativa y
el estilo ameno y conversado. El espíritu de un gran curioso aún sigue ahí pero
asoma cierto desencanto acerca de la dirección que la Revolución , los Tiempos
Modernos, e incluso el mero avance del Tiempo (¡cómo le molesta que se cambie
el nombre a una calle, como si durante la época colonial no se hubiera cambiado
el nombre de todas las calles docenas de veces!), había dado a la nueva
sociedad.
Por
otra parte, aunque González Obregón recibió una educación positivista jamás
asumió la arrogancia de los “científicos”; ejerció su profesión de historiador
con todo rigor, cuidando la técnica y disciplina de los modelos heredados de sus profesores, pero sin
permitirse la declamación ni la profecía. Simplemente recuerda, saborea,
recupera el pasado de “su” ciudad, que ya ve como fantasma, como una ciudad
mental, hecha de documentos, sensaciones, emociones y pensamientos.
A
un siglo de distancia, cuando en las investigaciones históricas prevalece la
especialización y la fragmentación del conocimiento, y el afanoso cultivo de la
ilegibilidad y la pedantería académicas, el trabajo historiográfico y literario
de González Obregón adquiere una dimensión y una vigencia esenciales,
renovadoras. Supo escribir y pensar formidablemente la historia de México. Una
historia poderosa y llena de gracia.
IV
Desde el momento de su aparición, Amado Nervo supo reconocer en el
guanajuatense por nacimiento y capitalino por elección, Luis González Obregón
(1865-1938), autor de México viejo (1891-1895) –libro de juventud,
concluido entre sus treinta y sus treinta y cinco años-, a un
historiador-poeta; a un erudito e investigador que fue al mismo tiempo un
creador de prosas particularmente eficaces y conmovedoras. Una galería de
estampas hermosas de la historia de la ciudad, que no la adulan ni falsifican.
Estos valores se reafirman a un siglo de
distancia. En gran medida, nos acercamos a la ciudad de México en los tiempos
virreinales como González Obregón quiso y supo recuperarla y reinventarla.
Principal figura de la
tendencia colonialista en la literatura mexicana, y autor con México viejo
de su principal libro, nuestro cronista porfiriano se perfila sin embargo como
su mayor excepción. Su temperamento es curioso: discípulo al mismo tiempo de
liberales (Altamirano, Prieto) y conservadores (Alamán, García Icazbalceta), de
los modernos hombres de la
Reforma y de los vetustos eruditos melancólicos del antiguo
orden español de fueros y privilegios, amigo de casi todos, logró capturar una
visión del virreinato ajena a partidarismos.
Aunque resulta contemporáneo y amigo de los
poetas modernistas, busca una estética diferente del modernismo: la del
artículo costumbrista en que habían destacado los liberales, como Prieto, Altamirano
y Riva Palacio.
En ello se diferencia de la posterior
corriente colonialista: no intenta restaurar poderes abolidos ni vengar los
agravios de los liberales y modernos contra el México antiguo; no inventa una
“fabla del habedes” (término burlesco con que Genaro Estrada se burlaba de
Valle Arizpe), una prosa de arcaísmos y ritos sintácticos y ortográficos como
atavismos de abolengo, aunque no deje de usarlos de vez en vez como elemento de
su estilo; no idealiza la mentalidad conventual y monárquica, ni se empeña en
denostarla; no decora, con tramas de ópera, folletón, santoral o melodrama, el
discurrir al mismo tiempo levítico y ranchero de la ciudad de México en la
época novohispana.
No recurre a la oratoria ni al do de pecho,
casi ni alza la voz; tampoco rompe en llanto al deplorar el tiempo perdido.
Busca, con rigor historiográfico, la verdad; y la expresa con franqueza y
sencillez casi coloquiales, no exentas de humor ni de melancolía, pero a la vez
armadas de un gran sentido crítico y de una serenidad poco acostumbradas frente
a una época y un asunto tan polémicos como la época colonial.
Los otros colonialistas mexicanos, en
cambio, siempre exageran. Buscan esplendores, pathos, grandezas,
abolengos, hecatombes, infamias, suntuosidades desmedidas y poco afianzadas en
fuentes históricas. González Obregón, como su maestro y amigo Ricardo Palma
(1833-1919), el autor de la mayor recuperación literaria de la América española en sus Tradiciones
peruanas (1872-1906), pisa siempre sobre seguro, con conocimiento y
escepticismo, con devoción y cariño atemperados por el sentido común y la
experiencia del México real.
A diferencia de sus antecesores y
contemporáneos (Ignacio Rodríguez Galván, el Conde de la Cortina , José María Roa
Bárcena, Vicente Riva Palacio –en buena medida, México viejo surge del
impulso de México a través de los siglos-, Justo Sierra O’Reilly,
Francisco Sosa, Juan de Dios Peza, Marroqui), o de sus seguidores (Genaro
Estrada, Julio Jiménez Rueda, Francisco Monterde, Artemio de Valle Arizpe),
jamás olvida el país donde vive, el México que conoce por experiencia y con el
cual confronta a cada momento las imágenes del pasado. Tal era también el
método de Palma.
El país todavía no había cambiado tanto:
en los indios, mestizos, españoles, curas, monjas, potentados, militares,
comerciantes, milagreros, libertinos, delincuentes del México porfiriano
todavía se reflejaban los de los siglos anteriores. No había, en consecuencia,
por qué inventar un pasado exótico: su México colonial, que iba desde luego
desapareciendo, le era familiar y cotidiano, natural y vecino.
El gran lastre de la
literatura colonialista mexicana ha sido hablar de otras cosas con el pretexto
del México colonial: se protestaba contra el mundo moderno, el liberalismo, la Reforma o la Revolución ; se
pretendía salvar al clero, a las familias linajudas, a los conventos y
catedrales que la política y las guerras habían atacado o destruido, con los
falibles recursos de la ensoñación o de la mitificación.
Se inventaba una extravagante edad de oro
virreinal, fuera de la realidad y de la historia, con resplandores artificiales
de museo o tienda de antigüedades y abalorios de ángeles y joyeros. González
Obregón, como Palma, sabía que las dimensiones de su México viejo no
podían ser la ensoñación ni el mito, sino la verdad histórica rastreable en
fuentes escritas y monumentos, y sobre todo, todavía, en la propia sociedad.
Describe la metrópoli colonial como quien
habla tranquila y sabrosamente de su pueblo entrañable, y no de alguna maqueta
ni de un catálogo teatrales o museográficos. Tampoco utiliza la memoria para
discutir la política contemporánea. Recobra el tiempo perdido.
Su época novohispana no es pues dorada, ni
exótica, ni extravagante sino real, convincente, comprobable. La admira y añora,
pero no como a una quimera, sino con la actitud franca y emotiva de quien
recuerda cosas y seres de familia. Cuando comenta, en “Los anteojos del
erudito”, los problemas ópticos de Sigüenza y Góngora, recuerda
subrepticiamente los propios: Luis González Obregón sufrió ceguera en los
últimos años de su vida.
Logra una proporción precisa, una proporción
dorada, entre su escepticismo liberal y su admiración y cariño por la larga
tradición conventual. Reconoce que la miseria, el despotismo, la injusticia, la
fealdad, la basura existen en todas las épocas, así como sus aislados
esplendores y sus múltiples, simpáticos rincones pintorescos.
Por ello no ha pasado de moda, a diferencia
de sus compañeros de escuela; ni ha sido desmentido por las investigaciones
históricas del siglo XX: siempre se mantuvo cerca de la verdad, con rigor
invariable, y supo expresar su emotividad y su nostalgia sin alterar los
hechos, los colores ni las proporciones del pasado mexicano que rescata. Es un
clásico como historiador, como cronista, como narrador.
A este rigor y a este
sentido tan bien templado de la realidad, hay que añadir su modestia
profesional. Otros autores quisieron rescatar a la Nueva España con gran
aparato y fanfarrias: poemas, dramas, óperas, novelas o relatos ambiciosos,
grandilocuentes. Sus codiciosas pretensiones fueron sus mayores enemigas y
causa de su naufragio. Como Ricardo Palma, quien supo entretejer una obra
maestra con breves y rápidas crónicas periodísticas –surgidas, claro, de la
inmersión profunda en archivos y bibliotecas, pero también de mentideros y
rumores de la calle-, González Obregón prefirió el artículo conversado, en el
que logró combinar sabiamente la erudición y la charla, la crónica y la
historia, la emotividad y la realidad objetiva.
Su amenidad y su eficacia, con una esbeltez
desusada en obras históricas, siguen operando y sorprendiendo a un siglo de distancia. Esta “erudición
callejera” apareció en periódicos, como El Siglo XIX y El Nacional,
desde 1890. Fue bien apreciada, reconocida (incluso, con grandes elogios, por
el propio Palma) y remunerada (10 pesos por artículo, honorarios altos para un
periodista) desde el primer momento. Su público reconocía su pasado y sus
recuerdos en los escritos periodísticos que conformarían México viejo.
En 1900 apareció la edición francesa, de
lujo, de este libro feliz, al que podemos considerar clásico desde su
nacimiento y que se erige como enseña de toda su obra abundante, pero centrada
en este título: ensayos y crónicas de asunto histórico, pintoresco y
legendario, como Los precursores de la independencia mexicana en el siglo
XVI (1906), Don Guillén de
Lampart. La Inquisición
y la Independencia
en el siglo XVII (1908), México viejo y anecdótico (1909),
La vida en México en 1810 (1911), Vetusteces (1917), Las calles
de México (dos tomos, 1922-1927: “Leyendas y sucedidos” y “Vida y
costumbres de otros tiempos”); Croniquillas de la Nueva España (1936),
Cronistas e historiadores (1936) y Ensayos históricos y biográficos
(1937).
Estudió en diversos libros a Lizardi (1888 y
1893), a Bernal Díaz del Castillo (1894), a Don Justo Sierra, Historiador (1907),
a los novelistas mexicanos del siglo XIX (1889) y la historia de La Biblioteca Nacional
de México 1833-1910 (1910); así como Las obras de desagüe del Valle de
México (1901), Las sublevaciones de indios en el siglo XVII
(1907) y Las lenguas indígenas en la
conquista espiritual de la
Nueva España (1917).
Rescató además olvidadas obras coloniales, como las de Gaspar Pérez de
Villagrá (Historia de la
Nueva México ) y Baltasar de Carranza (Sumaria relación).
En 1911 fue nombrado director del Archivo
General de la Nación ,
cargo que sostuvo durante casi toda difícil década revolucionaria; siguió
trabajando ahí como investigador hasta su muerte.
El ayuntamiento de la ciudad de México,
eufórico con su amado cronista veraz, emocionado y ameno, le rindió honores
desusados, como el de imponerle su nombre, en vida (desde 1923), a la calle
donde vivía y que queda a sólo dos cuadras del zócalo; fortuna que gozaron también
dos de sus principales sucesores como Cronistas de la Ciudad : Artemio de Valle
Arizpe y Salvador Novo.
V
La ciudad de México que Luis González Obregón evoca anticipa un tanto La
suave patria de López Velarde en su desconfianza ante la monumentalidad y
la pompa, y su búsqueda del tono menor, modesto, pudoroso, vecinal.
No niega sus grandes trazos y perfiles, pero
se asoma a las minucias y a los rincones. Rescata una ciudad íntima más que un
museo conmemorativo, de ahí que leyendas, refranes, chismes y minucias de la
vida cotidiana pueblen su recorrido por los mayores edificios, personajes y
sucesos. Importa la ciudad viva: los marchantes, las trajineras y los léperos
al igual que los palacios, los virreyes y los marqueses.
Dio forma definitiva a leyendas muy
frecuentadas, como las de la
Mulata de Córdoba y los crímenes de don Juan Manuel, pero no
olvidó en todo su colorido –con sus hedores y su miseria- el retrato vivo de
plazas, acequias, mercados y calles. Le importan mucho menos los blasones y los
prestigios de los personajes encumbrados: busca en ellos la señal
significativa, histórica, pintoresca, humorística y lírica.
Hay mucho humor en su ciudad melancólica, y
mucha melancolía en su historia cómica de la ciudad de México; nunca pierde de
vista a las masas, a la sociedad espesa y variada, ajetreada en sus labores,
devociones, intrigas o negocios.
Todo ello con una voz múltiple, pero bien
acompasada: al mismo tiempo irónica, voltaireana, ante la comedia de toda
historia humana, que costumbrista al modo castizo de Larra y Mesonero Romanos,
o romántica según las leyendas delgadas de Bécquer, siempre acordada en un tono
menor enemigo de estridencias y golpes de teatro.
Las calles tienen una historia de rumores,
de mercancías, de costumbres, de productos, de chismes: Donceles, Empedradillo,
Parque del Conde, Mariscala, Plateros, San Francisco, el Relox, el
Amor de Dios, el Puente Quebrado, Cordobanes, Santísima, Roldán,
Mixcalco, Aguilita, San Pablo, Escobillería.
Escribió en 1927 Luis G. Urbina: “Estas Calles
de México son para mí un libro de conjuros. Y como por ensalmo van
desfilando en el cerebro las historietas divertidas de mi juventud y de mi
infancia. ¡Deleitable hilera de trasgos!... Luis González Obregón ha llevado a
cabo una gran obra de amor y de fidelidad a México, a la ciudad que se
desvanece, borrada por las tolvaneras de la vida. Obra paciente, noble, lenta,
que descubre con minucias delicadas y sutiles cuanto esconde la tradición en
los pliegues del tiempo. En fuerza de devorar libros, de estudiar manuscritos,
de oír consejas, de desentrañar fábulas, de ver piedras, de sentir ambientes,
ha hecho las más deliciosas crónicas, los cuentos más exquisitos, las
narraciones más interesantes. Con un estilo bien dosificado de arcaísmos, como
para provocar sugestiones: con una admirable sencillez, en la que se ocultan el
rasgo docto y la sabia interpretación, corren los relatos de Las Calles de
México, sabrosamente, regocijando nuestra emoción y dejándonos, como cuento
de abuelo, alguna provechosa enseñanza. Y todo ello porque en Luis González
Obregón se da el caso adorable de que el poeta acompañe y ayude, de buen grado,
al erudito.”
Su amigo Rafael López trazo su retrato de
hombre embebido en los misterios y los sabores del pasado, en el siguiente
soneto:
Tras de los espejuelos de
ojo oscuro y ledo
Recela la mirada de un
malicioso oidor
Que
hubiera acá venido de la antigua Toledo
A estudiar un proceso de
algún conquistador.
Todo él es una viva
leyenda. Es un remedo
De las sombras que evoca.
Y su risueño humor
Alejara las murrias de
Revillagigedo
Con sus bellas historias
de docto sabidor.
A la hora de nona, como un
viejo primate,
Oficia en una jícara
ritual de chocolate;
Y ya en su lecho de
solterón aburrido,
Esta buena persona de
arraigo y calidad
-Mientras vuelve la hoja
del libro preferido-
Oye en la calle el paso de
la Santa Hermandad.. .
En esta edición hemos anotado al pie algunas
palabras y usos antiguos, como por ejemplo los nombres actuales de las calles.
Para identificarlas hemos utilizado sobre todo la eficaz obra Planos de la
ciudad de México, 1785, 1853 y 1896 con un directorio de calles con nombres
antiguos y modernos, de Jorge González Angulo y Yolanda Terán Trillo
(México, INAH, Colección Científica número 50, 1976). (Nuestras notas van entre paréntesis, a fin
de distinguirlas de las notas del autor.)
JOSÉ
JOAQUÍN BLANCO Y JORGE OLVERA RAMOS,
DIRECCIÓN
DE ESTUDIOS HISTÓRICOS, INAH.
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