Nervo, Reyes y Novo maldijeron a los máistros
liberales de la Reforma ,
a quienes consideraron, con cierta fatuidad, menos cultos, cosmopolitas y
refinados que ellos mismos. ¿De veras? Haciendo a un lado la fatal obviedad de
que la cultura de 1850 ha
de diferir de la de 1890 o de la 1950, los liberales de la Reforma no resultan ante
los ojos del siglo XXI tan astrosos: simplemente un poco fechados, al igual que
van envejeciendo sus infatuados y maledicentes sucesores.
El
atildamiento estético del modernismo, por ejemplo, no tenía por qué prevalecer
desde 1840-1880, cuando arrasaban las pasiones y las catástrofes políticas:
estaba precisamente esperando a Nervo -ya en la paz porfiriana-, quien por
cierto lo recibió en gran parte de Gutiérrez Nájera, discípulo de Altamirano,
casi hijo de Ramírez, El Nigromante (1818-1879), a quien Prieto
veneraba. De tal modo, la genealogía literaria de Nervo también pasa por
(o comienza en) Ramírez. Reyes admitió, a su vez, el magisterio de Nervo. Y Novo
volvió a las libertades y gracias de las viejas crónicas de Guillermo Prieto.
¿Para qué tanto escupir hacia arriba?
Los
liberales creían en otra retórica, que murió con su siglo: la oratoria de gran
formato (v gr.: se nos recrea la creación del mundo, con estallidos de
lava y todo, a propósito del Grito de Dolores) y la poesía musical. Es difícil
reproducir la fuerza que en su tiempo detonaron los discursos de Ramírez, que
ahora pueden sonarnos ampulosos o episcopales: el Dios Pueblo, los Infames Traidores,
Clericales, Invasores o Monárquicos; la Diosa Patria , la Diosa Ley , la Diosa Libertad ;
hasta la Diosa
Beneficencia (“que el poder público no sea otra cosa que la
beneficencia organizada”, Obras completas, Ed. David Maciel y Boris
Rosen Jélomer, México, Centro de
Investigación Científica Jorge L. Tamayo,
3 t., 1984-1985; t. III, p. 9. Cf. Maciel, David E.: Ignacio Ramírez,
ideólogo del liberalismo social en México, UNAM, 1980).
Buena parte
del periodismo de Ramírez constituye simplemente un espinoso comentario a la Constitución de 1857, a las leyes de
Reforma y a las administraciones de Santa Anna, Juárez, Lerdo y Díaz,
fatalmente encerradas en debates fechados. Ofrece muchos esquemas pedagógicos
del positivismo de Comte y del novedoso Libre Mercado. O discusiones políticas
y legalistas, elementales y pragmáticas, algunas incluso borrosas pues se han
perdido los referentes de sus denuncias y bromas. En cierto momento Ramírez se
compara, por dizque cerril y principiante, y por agotar (y agotarse en) sus
agitados días laicos y locales, con otro escritor callejero, cotidiano y
“vulgar”: Lizardi (OC, III, 88-93). Ambos se ocuparon alegremente de
todo tipo de asuntos y disciplinas: era una época incipiente de la cultura
nacional en que unos cuantos debían improvisarlo todo. Los especialistas
llegarían, cuando llegaron, mucho después.
Así, otra
parte de su prosa conforma una larga, generosa y paciente divulgación –Ramírez
fue sobre todo un maestro la mayor parte de su vida- de conocimientos de
cultura y ciencia clásicas y contemporáneas. Fue iniciador en tales caminos,
inaugurador de cátedras. Existen los testimonios de sus discípulos. Y no falta,
finalmente, desde luego, un buen sazonado racimo de explosivas expresiones
anticlericales y antirreligiosas de jabobino al rojo vivo, con toda la barba,
que Voltaire habría inudablemente aprobado; a las que por cierto ningún
otro mexicano se atrevió de manera tan franca y frontal, para intentar
sacudirse un poco el atarantamiento levítico de siglos.
Por lo demás,
los liberales tenían otra información histórica y científica: la ideología de
la ciencia y del capitalismo salvaje, pero lleno de telégrafos, barcos, bancos,
fábricas y ferrocarriles. Parecían divinidades novedosas y pródigas, casi
cuernos de la abundancia. (“El ferrocarril es el ensueño de todos los partidos,
cuando dejan dormir sus divergencias en la política”, OC, III, p. 49).
Esos
artículos y discursos, a ratos, admiten mejor una lectura metafórica que
literal o ideológica: por ejemplo, El Nigromante trata de crear una
Patria Nueva desde cero, nacida de un parto de fuego –como mural de Orozco-:
las bodas de Hidalgo con la plebe airada (“la vil muchedumbre”, “las turbas
envilecidas”) para engendrar el Ciudadano, la Libertad , la Ley , la Dignidad y el Progreso,
que si bien no se sostiene mucho como historia ni como ideología, cabe en la
tradición hispánica de los autos sacramentales (OC, III, pp. 10-26;
53-61).
Anticura
supercura, laico predicador, santo luciferino, Ramírez expropia el mito
católico de que una humanidad a la que
perdió una meretriz (Eva, a propósito de la serpiente) había sido redimida
gracias a una Virgen María sin mácula; los mexicanos, así, a quienes perdiera la Malinche , “barragana de
Cortés”, se vieron rescatados por la impoluta y peinadísima Corregidora (OC,
III, pp. 19-20). Llega a comparar a la revolución (de la Reforma ) con el amor
sagrado a una mujer, y lo quiere como un buen matrimonio: honradísimo, robusto,
prolífico.
Tales figuras
enfáticas, contratastadas, duras –con su belicosa oposición innegociable de
héroes y villanos; paraísos y cataclismos-
resultaban oportunas para una sociedad criada entre púlpitos y retablos;
de ahí su extraordinaria eficacia: hasta hace unas pocas décadas, casi toda la
oratoria oficial y escolar se inspiraba en dos o tres discursos de Ramírez.
Al paso del
tiempo el loco azar antologa los textos. Ahora preferimos las crónicas
pintorescas de Prieto a sus poemas populares y patrióticos, muy estimados en su
tiempo; y de Ramírez, además del legendario perfil sobre sus audacias ateas, su
generosidad hacia “la vil muchedumbre”, los oprimidos y los vencidos (así se
tratase de Maximiliano, cuya ejecución condenó), y su justiciera, irrefragable
y colérica honradez...; ahora que ya no podemos digerir debidamente sus discursos,
¿qué preferir de Ramírez?
Fue un
escritor muy admirado por su prosa dura, que casi se ha descarapelado, y se le
recuerda más por su poesía. Involuntariamente, como jugando a imitar a Voltaire
en la saga del viejo raboverde tras jóvenes ninfas, ha dejado en muchas
antologías dos poemas tardíos que no eran probablemente la herencia que él
prefería.
La vejez
rococó del fauno en “Al amor”:
¿Por
qué, amor, cuando expiro desarmado,
De
mí te burlas? Llévate esa hermosa
Doncella
tan ardiente y tan graciosa
Que
por mi oscuro asilo has asomado.
En
tiempo más feliz, yo supe, osado,
Extender
mi palabra artificiosa
Como
una red, y en ella, temblorosa,
Más
de una de tus aves he cazado.
Hoy,
de mí, mis rivales hacen juego,
Cobardes,
atacándome en gavilla,
Y,
libre yo, mi presa al aire entrego;
¡Al
inerme león el asno humilla!
Vuélveme,
Amor, mi juventud, y luego
Tú
mismo a mis rivales acaudilla.
Y una
galantería cuyo éxito proviene de su desaforada exageración en el álbum de la
ninfa Rosario de la Peña :
Ara
es este álbum: esparcid, cantores,
A
los pies de la diosa, incienso y flores.
El
Nigromante fue, en sus mejores momentos, un supremo retórico: un
manipulador pasmoso de efectos; así logró la “declaración de odio” más
fragorosa de nuestra lírica que, bien mirada, sólo es una hábil acumulación de
efectos verbales extremos: “Venganza de los mártires de Tacubaya”
Guerra
sin tregua ni descanso, guerra
A
nuestros enemigos hasta el día
En
que su raza detestable, impía,
No
halle ni tumba en la indignada tierra.
Lanza
sobre ellos, nebulosa sierra,
Tus
fieras y torrentes, tu armonía
Niégales,
ave de la selva umbría;
Y
de sus ojos, sol, tu luz destierra.
Y
si impasible y ciega la natura
Sobre
todos extiende un mismo velo
Y
a todos nos prodiga su hermosura;
Anden
la flor y el fruto por el suelo,
No
les dejemos ni una fuente pura,
Si
es posible ni estrellas en el cielo.
En
otro lado, cierra una cadena de tercetos fúnebres con cierta altivez estoica,
casi un epitafio romano, del hombre que ha elegido el desnudo escepticismo como
rumbo de su vida:
Madre
naturaleza, ya no hay flores
Por
do mi paso vacilante avanza.
Nací
sin esperanzas ni temores,
Vuelvo
a ti sin temores ni esperanza.
LECCIONES DE MATUSALÉN
Buena parte de los escritores de finales del
siglo XIX y de todo el siglo XX padecieron la obsesión de enterrar o desterrar
a los liberales románticos como a mastodontes, que recuerda la de éstos al ignorar a los
coloniales y a los prehispánicos. A Ramírez le fastidiaban tanto las
antiguallas virreinales como las ruinas
prehispánicas que andaba ajetreando Orozco y Berra: por ahí dice algunas
torpezas sobre la literatura náhuatl y sobre sor Juana. Por lo demás, tampoco
le gustaba mucho el romanticismo, al que calificaba de mera histeria y
sentimentalismo: se asumía tal vez como un estoico griego o romano, anacrónico
y perdido en el Anáhuac.
En los
discursos y artículos periodísticos del mastodonte Ramírez admiro sobre todo su
vocación de brusquedad satírica. No quiso ser dandy, moderado, diplomático y
gentil. Todo era tropel de búfalos.
Se ha perdido aquel célebre ensayo juvenil
(hacia 1837) que presentó a la
Academia de Letrán, y cuyo escándalo no ha cesado, al grado
de que en 1947 una horda de terroristas católicos irrumpió en una sala del
Hotel del Prado para mutilar el mural “Sueño de una tarde de domingo en la Alameda central”, donde
Diego Rivera recordaba al Nigromante y su frase “Dios no existe”, y que fue
obligado a modificar poco antes de su muerte, en 1956, bajo amenaza de nuevos
atentados (a pesar de la disposición militante de asociaciones, uniones o
sindicatos de pintores izquierdistas, de restaurarlo cuantas veces fuera
preciso) con una mera alusión a las Leyes de Reforma. (Cf. Novo, Salvador: La
vida en México durante el periodo presidencial de Miguel Alemán, La vida en
México durante el periódo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, México,
CNCA, 1994 y 1996; y México, Barcelona, Ediciones Destino, 1968).
Guillermo
Prieto e Hilarión Frías y Soto recuerdan que ese ensayo comenzaba con: “No hay
Dios; los seres de la
Naturaleza se sostienen por sí mismos”. Sin embargo, al
discutirse en lo general la
Constitución en la sesión del 7 de julio de 1856, se permitió
una impertinencia –para la sociedad semilevítica de entonces- igualmente
memorable:
“El
proyecto de Constitución que hoy se encuentra sometido a vuestra soberanía...
se funda en una ficción: ‘En el nombre de Dios... los representantes de los
diferentes estados que componen la
República de México... cumplen con su alto encargo...’ La Comisión , por medio de
estas palabras, nos eleva hasta el sacerdocio; y colocándonos en el santuario,
ya fijemos los derechos del ciudadano, ya organicemos el ejercicio de los
poderes públicos, nos obliga a caminar de inspiración en inspiración, hasta
convertir una ley orgánica en un verdadero dogma... Yo bien sé lo que hay de
ficticio, de simbólico y de poético en las legislaciones conocidas; nada ha
faltado a algunas para alejarse de la realidad, ni aun el metro; pero juzgo que
es más peligroso que ridículo suponernos intérpretes de la Divinidad y parodiar,
sin careta, a Acampich[tli], a Mahoma, a Moisés, a las Sibilas... Señores, yo
por mi parte, lo declaro, yo no he venido a este lugar, preparado por éxtasis
ni por revelaciones; la única misión que desempeño, no como místico, sino como
profano, está en mi credencial [de diputado constituyente], vosotros la habéis
visto, ella no ha sido escrita como las tablas de la ley, sobre las cumbres del
Sinaí entre relámpagos y truenos. Es muy respetable el encargo de formar una
constitución para que yo comience mintiendo” (OC, t. III, pp. 3 y ss.)
Este Padre de
la Patria
mestizo pero con todos los rasgos físicos indígenas detestaba furibundamente a
los aztecas, en quienes sobre todo encontraba esclavitud, fanatismo religioso y
barbarie militar. Sólo quería indios modernos: ciudadanos, jornaleros sanos con
agricultura e industria, salarios dignos, alfabetizados y totalmente
independizados del curato.
Insulta a
Juárez como a “un bárbaro de la
Mixteca ” (OC, II, 97). Así de rudo se llevaban los
indios con los aindiados, si bien en otro lado generaliza: “En la República Mexicana
todo mundo es tapatío... no hay quien deteste cordialmente a un jalisciense
como otro jalisciense”.
Los
historiadores del siglo XXI podrán corregir los datos históricos sobre los
aztecas que Ramírez expuso en un artículo de 1871, pero ¿cómo no asombrarse de
su brusco anti-indigenismo cultural, cuando ya algunos poetas románticos
cantaban la vuelta gentil y florida al folklorismo de Moctezuma? Seguramente Ramírez no conocía la frase que
acababa de escribir Rimbaud: “Es necesario ser absolutamente modernos”, pero
tal inspiración mueve su definición satírica de las pirámides aztecas como
“parodias de los cerros”, y este latigazo al prehispanismo
folkórico-sentimental:
“El
primer emperador mexicano se comió a su esposa en la noche de sus bodas, y ante
el sol del siguiente día la convirtió en diosa; todos los actos de la vida se
sujetaban a ceremonias político-religiosas; el terror adormecía el cuerpo
social; se inventaron hechiceros, y los bufones fueron los consejeros de los
reyes; todo en este sistema, nos descubre el tipo a que desean acercarse los
modernos admiradores de la teocracia y del cesarismo...” “Las pirámides, que tanto
cautivan la atención, ya por su altura, ya por sus adornos, sepulcros, aras o
fortalezas, no fueron construidas para el servicio de los particulares sino
para satisfacer la pública magnificencia... el lujo era privilegio de la
autoridad, mientras que los particulares sólo recibían de mano de la
arquitectura, chozas de tal suerte deleznables, que la tierra ha desdeñado
conservar sus cimientos: cuantos escombros existen, están marcados con el sello
del poder; la multitud no nos ha dejado sino algunos utensilios domésticos” (OC,
t. II, p. 23), etcétera. Ya vendría Brecht a preguntarnos “en cuál de los
palacios de la dorada Lima vivían los albañiles que los construyeron”.
A
los españoles no les fue mejor. En su respuesta a Emilio Castelar, quien se
quejaba de la ingratitud hispanoamericana hacia la Madre Patria ,
escribió sin desperdicio:
“Renegamos
los mexicanos de la patria de usted, señor Castelar, del mismo modo y por las
mismas razones que usted reniega de ella... ¿Imitaremos la España actual, donde usted,
admirable escritor, es visto como un paria? No; usted no canoniza el robo de
guano, ni los asesinatos de Santo Domingo, ni la esclavitud de Cuba: llamándose
usted demócrata, ha dicho sobre la
España de hoy: ¡anatema! ¿Imitaremos la España que Carlos II El
Hechizado, una especie de Maximiliano por derecho hereditario, abandonó como un
cadáver a los buitres de Austria y Francia?... La España que usted ama no
existe, ni ha existido jamás; el talento de usted la engendra en su alma
aristocrática; la ve usted en el porvenir; la dota usted con las prendas de su
propio carácter... Una sola gota de sangre española, cuando ha hervido en las
venas de un americano, ha producido los Almontes y los Santa Annas, ha
engendrado los traidores; y no es extraño este fenómeno, porque para darnos su
sangre no han venido a América los Quintanas ni los Castelares, sino los
frailes que ustedes han asesinado y los galeotes que ustedes cargan de
cadenas... Los españoles no han hecho en nuestros puertos sino una cosa buena:
salir por ellos... ¡Que ruin sería la América a los ojos de nuestro ilustre antagonista
si no aspirara sino a remedar a España!... En España no es Castelar sino el
bastardo de la opinión pública, aquí en México es, desde hace tiempo, uno de
nuestros hermanos” (OC, II, 382 y ss).
Como se sabe,
el triunfo de la Reforma
logró no reemplazar sino digamos apenas ampliar la antigua aristocracia
ranchero-militar, con una nueva clase político-militar liberal, generalmente de
orígenes modestos y recientes, pero que rápidamente se asentó en el poder y en
los negocios y se asumió como una casta profesionalmente patriótica que debería
monopolizar el gobierno para siempre: la dictadura de Juárez-Lerdo-Díaz
(1857-1910).
Como
ocurriría durante la
Revolución de 1910 y las décadas del PRI, el joven arriero
liberal, pasando por soldado y funcionario menor, trepó a un buen cargo (que
además le permitía sucios pero jugosos negocios particulares con los bienes del
clero, de los pueblos indígenas, de los conservadores o “traidores” y del
erario), y devino por arte de magia un prudentísimo marqués que empezó a hablar
de los peligros del populismo, de la anarquía y de los cambios en la vida
pública. El partido de los políticos debía gobernar invariablemente para y por
los políticos –en ese momento juaristas-lerdistas- y desconfiaba de la
inmadurez o la barbarie del pueblo, que podía arruinarle el negocio.
“Mi amigo el
lerdista me saludó, preguntándome con melosa voz:
-¿Dónde vive
ese pueblo soberano cuyo triunfo pretende usted asegurar en las elecciones?
Comprendí su
atroz ironía, le contesté:
-Vive en las
casas de vecindad, donde usted pasó sus primeros años, llevando ya un jarro de
atole, ya un jarro de pulque a su familia; vive en los modestos jacales, único
abrigo de mi cuna; vive en las cárceles, donde usted y yo hemos completado
nuestros estudios políticos; vive en los talleres y en los campos de donde
brota el alimento de ocho millones de habitantes; en ese pueblo se contaron
nuestros padres, en ese pueblo se verán nuestros hijos. A ese pueblo debe usted
su inesperada y dudosa riqueza” (OC, II, p. 51).
Ministro
(breve) tanto de Juárez como de Díaz, Ramírez fue un crítico brutal de ambos;
combatió asimismo la corrupción liberal (“Don Benito permite hacer negocios a
sus altos empleados en Hacienda, para que no roben...” OC., II, 46)
Para
Ramírez, Juárez es el Gran Dictador, el Asesino, el Protector de la Rapiña , el Intrigante, el
Despreciable, el Claudicador que se reconcilia con el Arzobispo. Ese gran
ideólogo del Plan de Ayutla y ministro del primer juarismo dice de Juárez en
1871:
“El
sistema de subvenciones, corrompiéndolo todo, ha venido a centralizarlo todo.
Hoy, don Benito, en las horas de lucha electoral, puede, desde su silla, merced
al telégrafo, derramar sobre las urnas hasta hacerlas rebosar, torrentes de oro
con una mano y con la otra torrentes de sangre” (OC, II, 68).
¿Para qué
conservar la Constitución
en papel si ya contábamos como dictador con el “Hombre Necesario”?: “Si ya
tenemos al Hombre-Constitución don Benito ¿para qué disputar por un cuaderno de
papel?” (OC, II, 87). “¿Qué cosa puede saber Juárez que no sepan mil,
diez mil, cien mil, en la nación? En Guerra, tiene un ejército costoso y
turbulento; en Hacienda, despilfarra los dineros y embrolla las cuentas; en
Fomento, se deja engañar por extranjeros que prometiéndole capitales ingleses,
se llevan más allá del Atlántico los de la nación; en Justicia, no sabe sino
matar sin figura de juicio; en Gobernación, ensaya el centralismo; en
relaciones extranjeras compromete con igual facilidad los recursos del erario y
vastas regiones de nuestro territorio.”
Y más
adelante lo acusa de usufructuar méritos ajenos:
“Abolió
Juárez los fueros. Los fueros estaban abolidos en la segunda época de la
federación [Gómez Farías]. Santa Anna los reestableció. El Plan de Ayutla
declaró nulos todos los actos de Santa Anna. Juárez no tenía libertad para
deliberar; dio una ley que hubiera expedido hasta el más refinado conservador
si hubiera admitido el ministerio. Dio las leyes de Reforma. Éstas habían sido
iniciadas por la
Constitución y por Comonfort; la revolución las hizo
inevitables. Juárez resistió el expedirlas, se le anticiparon en Zacatecas;
entonces, para no caer, se improvisó en reformista. Se fue al Paso del Norte
[Ciudad Juárez] cuando la invasión francesa. ¡Sí! Comenzó por tratar con los
enemigos; puso a Zaragoza en lucha con los franceses y con las órdenes
suspicaces de Doblado; no mandó un buen ejército de observación sobre Forey;
abandonó la capital antes de tiempo; disolvió catorce mil hombres en Querétaro;
desorganizó otras fuerzas; introdujo la guerra civil en muchos estados; se
aseguró de no despreciables cantidades, y aprovechó el triunfo ajeno para
darnos la convocatoria. ¡Otros fueron los que lucharon!” (1871, OC, II, pp 96-97).
Alcanzó a
decepcionarse de Díaz, pero no a escribir mucho contra él, como lo había hecho
contra Juárez, pues murió pronto (1879), a excepción de esta carta privada al
ya presidente don Porfirio, cuando se enteró de que había ordenado destituir a
todos los maestros que no se hubieran adherido al Plan de Tuxtepec: “Usted es
casi omnipotente como lo son en México todos los triunfadores. Puede quitar sus
grados a todos los generales y dárselos a otros sujetos que no hayan peleado
nunca; puede abolir la
Federación ; unir la Iglesia y el Estado, nombrar diputados a los
sujetos que le plazca, restituir los fueros, imponer el sistema monocamarista o
bicamarista y hasta acabar con las cámaras. Pero hay cosas que no están en su
mano y que yo deploro no estén, porque me duele que sea limitado el poder de
los generales triunfadores; por ejemplo, hacer que dos y dos sean nueve,
cambiar el curso de las estaciones e improvisar sabios, aunque sean tan
modestos como los que tenemos” (OC, III, pp. 188-189: al parecer, esta
carta no existe en los archivos de Díaz; azarosamente se publicó en Excélsior
el 27 de mayo de 1927).
Ramírez
subvierte la superstición centenaria de la “sólida” historia de bronce de las
gestas liberales. Ese Panteón Liberal, que para él no es sino una arribista,
oportunista “tribu de héroes” (OC, t. I, p. 13), no desconoció en el Nigromante
la más arisca autocrítica. Lo que no es pequeña lección para ninguna
literatura.
Como las
“lascas” que dijera Díaz Mirón, los destellos de la obra que -demasiado humilde
o altivo para promoverse como autor-, se negó a recoger en libros durante su
vida, y que son mera recopilación de lo que buenamente reunió Altamirano en una
edición póstuma, o sobrevive en las hemerotecas, recuerdan su verdadera labor:
encabezar la lucha colectiva por una cultura liberal, de la que, sin embargo,
empezó a desengañarse desde el momento de su triunfo sobre Maximiliano.
O desde el
momento mismo de discutir la
Constitución , cuando dice “pero en el siglo de los
desengaños, nuestra humilde misión es descubrir la verdad y aplicar a nuestros
males los más mundanos remedios” (OC, III, p. 9), a falta de los
divinos, que él supo admitir muy temprano que no existían.
Nacido tres
años antes de la consumación de la Independencia , toda la vida de Ramírez
transcurrió entre experimentos políticos, guerras y discordias civiles. Acaso
desde niño se hizo la pregunta que pronunció en otro discurso de 1856: “¿Qué
debemos hacer para rehabilitarnos ante nuestros mismos ojos?” (OC, III,
p. 13). Acaso la recordó a sus sesenta años, al acercarse “sin temores ni
esperanza” a la muerte, que por cierto le fue suave: se fue extinguiendo como
en “un sueño agradable”, según lo vio Altamirano.
2 comentarios:
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