LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER
“¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible,
que desde los abismos has venido a ser todo
lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacra de la estatua de lodo!”
RUBÉN
DARÍO
“El amor es una cosa
mental”, decía Leonardo. Los más hermosos cuerpos se aburren sin esa fuerza
mental: díganlo los vestidores de bailarinas(es), modelos o atletas. Los Apolos
y las Afroditas vivos, amontonados, se miran con fastidio y hartazgo. ¡En cambio,
ah, el estudiantillo esquelético y barroso que persigue a la ninfeta pechugona
a la salida del pan!
Los placeres son asimismo
una cosa mental. En la juventud de mi generación (años sesenta y setenta), el
cigarrillo, el alcohol, los ligues callejeros, las ficheras y, escasamente, la
mariguana —y claro: los discos, las películas y sobre todo los libros: la “era
Cortázar”— nos seducían sobre todo por su
fuerza utópica, por su carga de símbolo de paraísos o mundos extraños,
nebulosos pero seductores. El lector no quería simplemente pasar un rato
emocionante con un libro: se proponía en serio convertirse en un cronopio.
Nos decían nuestros
mayores: “¡Cómo le encuentras gusto a quemar papel, a embrutecerte con ese
brebaje! ¡Cómo andas besuqueando a esas momias pintarrajeadas, como muñecas de
cartón, cuando rebullen cientos de cándidas chamacas de prepa!” Bueno: había
esa cosa mental. Lo mismo con la música: no era lo mismo bailar una rola de los
Doors (“Come on, baby, light my fire!”)
en una fiesta torpemente bacanalesca en un remoto departamento destartalado
que, luego, obedeciendo los pasos del atildado instructor, en una aséptica
sesión de aeróbics.
El placer sexual fue todo
un edén sobre la tierra, capaz de arriesgar por él hasta la terrible sífilis,
desde el siglo XVIII, por esa cosa mental: el combate contra las prohibiciones
puritanas y la búsqueda de las utopías románticas. Ninguna pornografía moderna
alcanzará las exaltaciones sensuales de las novelas de Stendhal: la gran esposa
semi o mal amada descubría su Adonis en un efebo pobretón, y éste se introducía
a los goces de la gran burguesía o de la aristocracia a través de los edredones
de la dama. Ahí está también medio Balzac. Las libertades y permisividades
sexuales del siglo XX perdieron muchas veces, entre el fragor de sus conquistas
“democráticas”, esa carga mental.
La vida es una mentira que
uno se inventa, y la goza al inventársela, hasta que descubre (y más le vale
que ello ocurra en la alta vejez) que todo era un cuento incontrolable,
escasamente voluntario, que se iba contando a sí mismo; o que su tiempo le iba
contando sobre la marcha, permitiéndole sentirse un pequeño protagonista
azorado.
Esta fuerza utópica, este
delirio de andarle buscando islas del tesoro a la vida urbana o suburbana; esta
obsesión de vivir cada día como episodio de una gran batalla personal con
grandes triunfos y conquistas en lontananza; marcan —con su ausencia brutal— el
actual desencanto industrializado de las poblaciones modernas de fines del
siglo XX. Unas chiches de video o de internet. Una Escala de Jacob para llegar
a subgerente de relaciones públicas.
Pero el mundo resulta
menos deliberado de lo que suponemos.
Tal es nuestra victoria. No tenemos ni idea de qué ocurrencias locas,
bobas, irracionales, peregrinas, inventen sin querer, estén ya inventando
ahorita los chamacos, para iluminar su mundo. Y a lo mejor les funcionan.
Es difícil imaginar algo
más aburrido que las señoronas de las novelas de Henry James, con sus
vestidotes como telones de ópera y sus sombrerotes, ataviadas como “edificios
públicos” (según Wilde), chismeando sin la gracia de sus degeneradas abuelas
del Antiguo Régimen (todas las marquesas aforísticas y epigramáticas de Las relaciones peligrosas). Existían
todavía durante
No me refiero al odioso
feminismo letrado, que siempre suena a puras páginas de Julio Jiménez Rueda o
de Jaime Torres Bodet, sino al día glorioso del siglo XX, en los años veinte,
cuando las chamacas tiran los corsés, miriñaques y crinolinas, y se untan
vestiditos ligeros, casi peplos à la
grecque, enseñando sus piernas en medias de colores, y coronando todo ello
con una radical visita al peluquero, que les recortaba toda la cabellera a
Se inventaron esa gran
cosa mental: las flappers. Todos los
“estudios de género”, tan tipo Julio Jiménez Rueda y Jaime Torres Bodet, que
opacan y abisman nuestras universidades, no representan sino la triste
decadencia de ese gran título de Scott Fitzgerald: Flappers y filósofos.
El deporte fue otra gran
explosión mental, devenida embutidero en estadios, a lo largo del siglo. Ángel
Zárraga alcanzó a pintar, todavía en pleno edén, a los primeros (¡y a las
primeras!) futbolistas. Las drogas, antes reservadas a los bohemios y
carcelarios, ofrecían también (desde entonces) sus paraísos artificiales a la
clase media. ¡Y la velocidad! El globo, el auto, el zepelín, el avión... estar
en todas partes al mismo tiempo.
Podría verse el siglo XX
como el gran tramo apocalíptico de la historia: las guerras y las bombas, la
contaminación, las epidemias, las hambrunas, los pogroms y los campos de concentración, las dictaduras burocráticas,
etcétera. Pero se podría asimismo escribir un libro igual de gordo sobre todas
las cosas mentales que se inventaron los habitantes de este siglo para hallarle
placer a esta monótona naturaleza humana que lleva milenios con puro más de lo
mismo.
Lograron que no todo
siempre fuera más de lo mismo. Una escena fílmica de Marlene Dietrich en los
años treinta ya no era más de lo mismo, ni las primeras películas de vaqueros,
ni los primeros chamacos de barrio, bien rebeldes con su chamarra roja (James
Dean) o de cuero (Marlon Brando) en autos deportivos o en motos. O la pelvis de
Elvis.
En una película
desoladísima de arrabales ruinosos y chamacos patibularios, en blanco y negro, La ley de la calle, esa cosa mental
sobresalta como un pez súbitamente colorido. Todo el tesoro de la negra vida
era ese pez a colores.
Ahora se difama a la
“contracultura”, religión laica inventada por puros filósofos como Aldous
Huxley, Gerald Heard, Christopher Isherwood, Paul Goodman y Jean Paul Sartre.
Se reduce el término a su acepción literal (con la proverbial tontera que
acomete al buen narrador José Agustín cuando se mete a “ensayista”): contra-la-cultura,
es decir, vandalismo snob en favor
del analfabetismo soez y arrogante, de destruir ventanas ajenas, o de enmierdar
y atronar vecindarios también ajenos, nomás por chingar y porque el odio (o el
rencor social) contra todo y a lo pendejo suena bien chido...
La contracultura (en su
floración norteamericana y europea) fue muy otra cosa: la búsqueda de ese
tesoro mental, de esa inspiración mágica, que volvía súbitamente diferente lo
que siempre era más de lo mismo. Cuando Huxley, Heard e Isherwood, por ejemplo,
importaron (años cuarenta) a las muy bonitas quintas de Santa Mónica, en el sur
de California, la sabiduría budista, querían menos un escándalo o una
excentricidad snobs que una vuelta a
lo sagrado del mundo, de la persona, del amor, del alimento, de los episodios
cotidianos. Lo mismo con el “eros polimorfo”, el peyote, el hachís y la
mezcalina.
El cristianismo se había
deshilachado en sus desastres coloniales y de
Podremos hacer todos los
chistes concebibles contra la pedantería desabrida de los existencialistas
(aunque jamás se haya cantado algo mejor que Les feuilles mortes, letra de Prévert, en la voz de Juliette
Greco), o contra los oms de los hippies, pero esas ocurrencias le
ayudaron durante veinte o treinta años a mucha gente a vivir una realidad
inhabitable como si fuera otra cosa. Strawberryfields
forever!
Yo creo que esa cosa
mental que vuelve placentero el monótono mundo —utopías, delirios, sueños,
obsesiones; “Imagine”, diría de plano
John Lennon— no suele resolverse en ideas geniales ni muy deliberadas.
Simplemente ocurren, y prenden. El surrealismo fue una babosada (Cf. Borges), y
prendió durante mucho tiempo.
El hombre tiene (a veces)
esa arma secreta: reinventar a partir de cualquier cosa, a ratos hasta de
verdaderas baratijas, el tedio municipal y opaco, el muro que se interpone a
cada paso, el desaliento que amarga desde antes de su concepción cualquier
proyecto de aventura o de ilusión.
Hay un libro de título
terrorífico que me gusta mucho: Literatura
comprometida, de André Gide: son sus últimos artículos de vejez. Ahí les da
unas buenas nalgadas a sus queridos discípulos Albert Camus y Jean Paul Sartre.
Ya dejen de hablar del suicidio como de “el único tema que importa”, les dice.
Ya dejen de insistir en que todo es “absurdo”. Ya dejen de entonar minuciosas
odas al asco, a la fealdad y al sinsentido del mundo. El mundo puede tener
sentido, y placer, y florecimiento, si
ustedes se lo inventan. Algo parecido había escrito Gide unos setenta años
atrás en otra crisis finisecular: Los
alimentos terrestres. (No conozco mayor antídoto contra la acedía que ése.)
Uno se cuenta el cuento de
su vida. Lo quiera o no. Y cuando corre con suerte, encuentra la cosa mental
que lo vuelve placentero, y hasta trascendente. Salvo épocas total y largamente
apocalípticas (el largo fascismo, el largo estalinismo), la gente no puede
evitar enriquecer un poco o un mucho su existencia. Volverla placentera. (Hasta
en la tremenda miseria de
Yo soy un hombre de los
sesentas y los setentas, para quien la cosa mental de aquellos años sigue
reluciendo como entonces, aunque pocas veces la encuentre ya fuera de mi casa.
(Gide: “Repaso una a una las ideas de mi juventud”). Pero algo, que seguramente
no voy a entender ni me va a gustar, anda ajetreándose en los alrededores: el
nuevo bullicio de quienes no se dejan amedrentar por los datos atrozmente
documentados de la realidad, y apostarán sus vidas, al igual que tantas otras
generaciones, como si cada minuto, cada ser, cada episodio de veras valieran la
pena.
El placer y la importancia
del mundo les son absolutamente reales. Tratarán de que esa realidad codiciable
y brillante (inventada, iluminada por ellos mismos) dure décadas. Hasta llegar
al momento, entre más tardío mejor, en que, como tantas otras generaciones,
recuerden a Leonardo (o a Rubén Darío) y sepan que la mariposa de la vida, su
fulgor tornasol, su trascendencia irisada, era tan solo esa “cosa mental”, que
nos ayuda a inventarnos la espesa y municipal vida de siempre como si de veras
fuese nueva, y de veras fuese otra cosa.
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