domingo, 1 de agosto de 2021

INFORME RESERVADO SOBRE CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE


INFORME RESERVADO SOBRE CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE

Junio 22 de 1839
Al Ministro del Interior, don José Antonio Romero:
Informe de Dominó sobre don Carlos María de Bustamante

...Después de haber investigado al susodicho por espacio de tres meses, así como a su esposa y a algunas de las personas de su trato más cercano, nuestros Agentes Especiales se encuentran en el mayor estupor, pues parece que el “auditor de las guerras de Independencia” y “el historiador de Nuestros Tiempos”, don Carlos María de Bustamante, no sólo carece de cualquier tipo de documentos capaces de comprometer a personaje alguno, sino que tiene la cabeza embrollada de tal modo que no atina a distinguir sus verdaderos recuerdos de sus fantasías, en las que sólo él cree, y a ratos, pues cambia de versión de una plática a otra y de un folleto o libro a otro.
Hemos penetrado hasta su escritorio, menos humilde en realidad de lo que proclama en sus periódicos, y no hemos encontrado sino un nido de urraca con papeles revueltos, algunos polvorientos y maltratados por los ratones.
Sus apuntes resultan del todo ilegibles, al igual que los que se le han confiscado formalmente, de modo que don Carlos no tiene pensado sino continuar difundiendo fábulas según los dictados de su humor, que varía de la truculencia trágica a las farsas más chuscas; o con todo esto construye un maquiavélico entramado de jesuita para ocultar una verdadera conspiración, lo que nadie cree.
“Es un tipo falto de seso”, dijo don Lucas Alamán. “Ha vivido muchas aventuras, pero siempre con la cabeza a pájaros, de modo que ni siquiera se enteraba de lo que estaba viviendo.” Don Lorenzo de Zavala se expresaba de los escritos y habladas de don Carlos en términos que no sería decente reproducir.
Otros personajes han hablado al mismo tiempo de lo mudable de su carácter, pues ahora deturpa a quien ayer adulara, y viceversa, a veces sin razón alguna, o con puras razones de su magín.
Es incomprensible su odio tenaz a Iturbide, su ídolo de otros tiempos, como el actual contra Valentín Gómez Farías, a quien el público imaginaría de su propio bando. Sobre el Señor Presidente se le han encontrado pocas frases, habladas o escritas, todas inexpugnables. Hemos de recordar que en otros tiempos se ufanó de ser el secretario (que según sus gestos y guiños intencionados quería significar el verdadero cerebro) del general don Antonio López de Santa Anna.
Es abogado. Se dice que en épocas del virrey Iturrigaray tuvo algún cargo de juez, que abandonó para no firmar una sentencia de muerte contra un desdichado a quien ni siquiera conocía. Luego, con el virrey Venegas, debió huir de la ciudad de México por sus abusos de la libertad de prensa con su periódico El Juguetillo, en los tiempos de vigencia de la Constitución de 1812, que sumaron exactamente noventa días. Su corazón al parecer tan tierno no le impidió mezclarse con los asesinos excomulgados de la turba de Morelos y de Rayón.
Habla y escribe pestes de la opresión del régimen español, principalmente de la que, según su dicho, sufrió sin culpa alguna su benefactor el licenciado Verdad; y de las que padecieron su esposa y él mismo (parece que más ella que él), por el motivo de los escritos rebeldes o insolentes antes mencionados.
La señora se llama doña Manuela García Villaseñor, y no falta voz que le atribuya todos los líos de don Carlos, quien atenido a su propia imaginación acaso nunca habría salido de las imprentas y bibliotecas; esta señora es de armas tomar y debiera estar más rigurosamente vigilada que su marido. Es ella, por lo demás, la que cuenta con influencias entre personas de peso. Y a través de quien corren más alto las intrigas y los chismes.
Pero el lector que quiera encontrar verdaderas andanadas contra el ejército realista saldrá sin duda defraudado en la conversación y en los estrafalarios escritos de don Carlos, tales como Cuadro histórico de la Revolución de la América Mexicana, Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, Mañanas de la Alameda de México, etcétera.
Sus iras se abocan, tupidas y constantes, contra el ejército insurgente, debido, según dicen, a que no se le respetó el alto cargo legal y militar (Brigadier, Inspector General de Caballería, etcétera) que el general Morelos, de creerle, le habría conferido, de modo que a la muerte de Morelos anduvo a salto de mata de bandolero insurgente a bandolero insurgente durante unos siete años, víctima de privaciones y de humillaciones sin número. Parece que tuvo que fungir como secretario de algún matón de Tierra Caliente, donde conoció mayor despotismo que en tiranía gubernamental alguna. Ha estado en varias cárceles, bajo todo tipo de bandos, por todo tipo de motivos.
De modo que habrá en sus dichos y escritos material más numeroso contra los viejos alzados insurgentes que en su favor, si bien es proclive a dar por cierta toda leyenda portentosa, toda escena fantasiosa para satisfacer la inocencia del populacho. Chisme que en mala hora inventa y es celebrado por los léperos de la Plaza Mayor, chisme que ingresa como muy serio dato histórico a sus anales. Se hace llamar “Historiador del Pueblo”.
Cada cosa la cuenta cincuenta veces, incluso a la misma persona, y siempre de modo diferente; y así la escribe cien, de modo que sus incontables escritos se anulan a sí mismos en un laberinto inabordable.
         Es uno de los publicistas o periodistas de los viejos tiempos, como El Pensador Mexicano o el padre Mier, con más palabras que sesos. Resulta pues tan inofensivo como El Pensador, mero juguete de la muchedumbre ociosa en las pulquerías de la Plaza Mayor. El Juguetillo, ya lo dijimos, fue uno de sus viejos periódicos, y en efecto, en efecto...
Más que Comadronas o Parteras de la Libertad, como quisieran ser considerados, El Pensador y don Carlos fueron sus tías enfadosas; aquél no se cansaba de los sermones morales, los coscorrones y los jalones de orejas a los vecinos por cualquier nimiedad; éste, sentimental, gritón, llorón, que clama por el fin del mundo cada vez que zumba una mosca, y saca a relucir a los merovingios cuando un aguador tose, no conoce el fin para sus lamentos. Otros figurarán como el azote de nuestra política; con seguridad, éstos lo son de nuestras letras.
Es de dudarse que los lancasterianos obren bien, enseñando a leer a tanto niño con su varita y su cajita de arena, si los pupilos van a terminar leyendo a don Carlos o al Pensador, según temen nuestros árcades. “Si ambos hubiesen optado para curas, habrían predicado sermones más chabacanos que los del padre Sartorio”, se le ha escuchado decir a Lacunza. Sartorio fue tan azote de los pobres devotos en el púlpito, como don Carlos de los diputados en la cámara. Sartorio vaciaba involuntariamente los templos con mayor rapidez que los sofismas rabiosos de un Voltaire; don Carlos consigue evacuar la cámara de diputados mejor que un temblor de tierra.
Tuvo sin embargo, se nos informa, tres momentos de verdadero riesgo público: el uso de la prensa con fines de alborotador, durante los noventa días de la vigencia de la Constitución de Cádiz; su infatuación como alter ego y hasta, en su megalomanía, como el cerebro del general Morelos; y finalmente, pues los locos se juntan, su manera de quemarse, pues de otra manera no podría decirse, con las quimeras del padre Mier.
Siguiendo las ocurrencias arqueológicas del padre Mier, anduvo un tiempo tratando de volver a la Edad de los Aztecas, y realizó sinnúmero de viajes y pesquisas para encontrar un descendiente de Moctezuma o de Cuauhtémoc (y al no hallarlos, rastreó hasta los de Xicoténcatl, Calzontzin y Cacama) a quien colocar la corona que perdió el llorado Emperador Agustín I. Dicen que el general Guadalupe Victoria lo secundaba en estos desvaríos, trasegando archivos y reuniendo a ancianos indígenas en pos de los descendientes de Nezahualcóyotl y hasta de doña Marina, que en caso de haber encontrado los de ésta última provendrían también, con toda seguridad, de la varia tropa conquistadora y no de don Fernando Cortés, pues con éste sólo tuvo un entenado que se perdió en el mar.
Es un hecho que don Carlos publicó el mismo año que Iturbide consumaba la Independencia una más que intencionada Galería de antiguos príncipes mexicanos, que le publicó ¡la propia oficina del Gobierno Imperial!
Don Carlos está medio calvo, medio encorvado y medio acabado, pero con suma vivacidad, especialmente cuando habla de “sus” guerras de Independencia, y más aún cuando las escribe.
El papel lo soporta todo, hasta los escritos de don Carlos. Y no habría fábrica de papel que se diera abasto para que don Carlos llenara resmas con todas sus cuitas.
No goza de prestigio alguno entre los sabios, ni entre los políticos, ni entre el clero, ni entre el ejército. Lo detestan y lo embroman por igual los españoles y los mexicanos de toda casta y condición. De cotorra no lo bajan.
En consecuencia, opino humildemente que nada se pierde dejándolo parlotear y garabatear cuanto quiera. Hasta se le podría estimular un poco con alguna medalla, alguna subvención. Entre más escriba, menos dirá. Casi no ha habido legislatura en México donde no figure como diputado, y goza en la cámara de gran popularidad, pues cuando se levanta a declamar alguno de sus interminables discursos, es señal para que todos los demás legisladores, como impulsados por el mismo resorte, salgan a fumar a los pasillos y salones. Eso no lo arredra: sigue perorando solo.
Y hay quien afirma que hay algo peor que don Carlos de Bustamante escribiendo, y es don Carlos de Bustamante escupiendo discursos con una voz tan chillona que a la repugnancia mental de sus escuchas añade una repugnancia física indomeñable. Cuando los diputados de su facción quieren “tronar” la sesión, lo hacen subir al estrado: pronto la sala queda vacía. Cuando se pretende que la asamblea prospere le atiborran de inmediato los carrillos de trapos y papeles; y don Carlos sufre tal ahogo con resignación heroica, como uno más de los innumerables sacrificios que la Patria diariamente le exige.
Hemos escuchado en las cantinas las carcajadas más soeces precisamente cuando se leen en voz alta sus tiradas trágicas, como de la Biblia o de alguna ópera, sobre el destino, para él infausto, de la República; en cambio, cuando se acriolla, y platica con idioma vulgar y guasón, hasta los peones y paleros, los léperos, zaragates y huauchinangos de la Plaza Mayor, le corrigen el estilo y le echan en cara que ponga como chiquero nuestra hermosa y cristiana lengua.
Nada tiene qué perder, en nuestra humilde opinión, la paz pública, con semejante guasón revestido a ratos de bíblica plañidera. Es simplemente un tipo pintoresco de épocas idas y de las que poca gente quiere acordarse, salvo por sus aspectos chuscos, que don Carlos sirve en abundancia.
         Pero no se podría fiar de él para asunto serio alguno, que lo volvería feria y escándalo de pulquería.
         Éste es el sentir que hemos reunido entre las personas que lo tratan, conocen o han leído. Y así lo informamos puntualmente a Su Excelencia.     
         El Agente Dominó.




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