EL BELICOSO DEVENIR DE LUCAS ALAMÁN
Lucas Alamán (1792-1853) no podía prever, como tampoco lo esperaban
ellos mismos, el enorme éxito que tendrían los liberales a partir del Plan de
Ayutla, las guerras de Reforma y la Intervención Francesa.
Al igual que su rival historiográfico Carlos María de Bustamante (Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana),
murió desconsolado por la autodestrucción que en sólo un cuarto de siglo
padeció el México Independiente y que alcanzó una perspectiva apocalíptica
durante la derrota frente a los Estados Unidos.
Tuvo la suerte de morir
antes de ver que sus mayores terrores de conservador radical se entronizaran
con la generación de Juárez. ¡Ese puñado de jacobinos abogados facinerosos (su
odiado Melchor Ocampo) y de intemperantes militares improvisados (los
“leprosos” o “pintos” de Juan Álvarez que pronto tomarían el poder)! Aunque...
¡quién sabe! En el fondo del discurso de Lucas Alamán se descubre la aspiración
a un cierto equivalente de Juárez y a un cierto equivalente de Porfirio Díaz:
el imperio del Orden y de las instituciones ante todo; la creación de un Estado
fuerte capaz de gobernar y de controlar a la soldadesca, a los caciques, a los
diputados y a todo tipo de rufianes políticos.
Más que defensas a ultranza
—que las hay— del pasado colonial, de los grandes propietarios y de los fueros
del clero, predomina en sus obras un grito desesperado contra el desorden
absoluto en la política y en la vida pública. Hombre pragmático, capaz de
contemporizar y de colaborar con su siempre inevitable general Santa Anna, ¿no
habría estado dispuesto a aceptar, o a resignarse ante ciertas modificaciones
modernas, secularizadoras, en la política, que por lo demás ocurrían en medio
planeta, a cambio del Orden, la paz pública, la seguridad y el fomento de la
economía que instauraron los liberales? ¿A cambio de un país viable? Los
juaristas y porfirianos hicieron realidad muchos sueños y proyectos políticos y
económicos de Alamán: un Estado nacional centralizado, autoritario, institucional,
organizado, eficiente, por ejemplo. Fueron sus continuadores, más que sus
enemigos, salvo perfiles menos prácticos que oratorios en el rubro clerical y
en el de las mitologías indigenistas e insurgentes.
Más discutido, odiado o venerado que
leído, Lucas Alamán se enfrenta a varias imposturas de la posteridad. La
primera es la de considerarlo un adalid del partido conservador y hasta un
nostálgico de la Colonia ,
cosas que desde luego era, y no tanto un crítico del caos y el desastre del
México Independiente. La verdad es que se ubica más cerca del doctor Mora, de
Guillermo Prieto y de Juárez de lo que se supone, y al revés.
Su gran tema es que el
país se estaba haciendo añicos, y más por culpa de sus nuevas clases política y
militar que por la codicia extranjera. Ese desgarramiento civil, fratricida,
caníbal, es lo que se lee en su Historia
de México, que en realidad trata sólo de lo ocurrido “desde los primeros
movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época
presente” (1849); sus ensoñaciones novohispanas habrá que buscarlas más bien en
sus Disertaciones (1844), misceláneo
y hasta caótico conjunto de historia universal, reflexiones sobre historia
local y documentos diversos.
De ahí que haya
sobrevivido en el favor de la academia, aunque no en el de los políticos y del
lector común. Es sobre todo un crítico de la vida mexicana entre 1810 y 1853,
tiempos de los que fue testigo y protagonista político, y no tanto un
convocador de fantasmas novohispanos, clericales y plutocráticos (aunque de
todo abunde en su “nido de urraca”). De hecho, lo que más admira del antiguo
régimen, es el orden, la paz y la seguridad públicos, que exagera muchísimo, al
grado de afirmar que cada hogar novohispano era un pequeño y riguroso convento:
ultradecente, tranquilo, satisfecho. No lo era. (A ratos se contradice, cuando
elogia las medidas de castigo extremo que se tomaban contra la proliferación de
bandidos, o cuando se escandaliza con la venalidad del virrey Iturrigaray, por
ejemplo: lo que algo muestra de las imperfecciones de aquel Orden y de aquella
dorada paz pública coloniales.) Ahora sabemos que, medio siglo antes de
Hidalgo, los propios monarcas borbónicos sembraron el caos del que la Independencia surgió
como desenlace inevitable. Alamán los encuentra, sin embargo, dignos de
admiración, a pesar incluso de abusos tales como la expulsión de los jesuitas,
y las confiscaciones e impuestos extraordinarios al clero y a los propietarios.
Los conservadores, los
clericales y posteriormente los historiadores revisionistas usaron a Alamán
como un antídoto clandestino y un arma de desprestigio contra la versión
oficial, porfirista o priísta —“patriotera”, “populachera”, “demagógica”—, de la Independencia y de
la nación liberal. Casi todos los perfiles crueles o burlescos que se recuerdan
de los héroes insurgentes anidan en la Historia de México: su poderosa venganza
personal contra insurgentes y liberales.
Su lectura atenta, sin
embargo, apunta también hacia el otro sentido: subraya la pertinencia del
proyecto político de Juárez y de don Porfirio; incluso los exalta y defiende de
antemano, a su pesar, cuando muestra con tan grandes argumentos y tintas tan
acentuadas el caos que tuvieron que domar. Alamán se desesperaba de que no
apareciese un mesías-caudillo (se pasó la vida buscándolo, contra toda
esperanza y toda racionalidad, en Santa Anna), capaz de redimir al país sumido
en una orgía caníbal de autodestrucción: esos mesías-caudillos capaces de
imponer un orden y una ley ya se andaban ajetreando en el partido opuesto.
Existe otra impostura en
el prestigio intelectual y literario de Alamán, urdida involuntariamente por
Arturo Arnáiz y Freg en 1939, cuando publicó una antología de sus Semblanzas
e ideario en la
Biblioteca del Estudiante Universitario de la UNAM. Arnáiz y Freg
seleccionó y reacomodó, con fines pedagógicos, algunos de los mejores pasajes
de la extensa obra de Alamán con un criterio de claridad y de limpieza
prosísticas y conceptuales que no aparecen en ella. Nos proporciona algunos
retratos concisos de hombres importantes (fray Servando, Hidalgo, Morelos,
Calleja, Iturbide, Santa Anna, Zavala) y muchas ideas breves, a veces de un
solo renglón, entresacados de sus libros boscosos y aborrascados: v. gr.: “En la República Mexicana
se ha pasado de unas ideas excesivas de riqueza y poder, a un abatimiento
igualmente infundado, y porque antes se esperó demasiado, parece que ahora no
queda nada que esperar (1852)”; “El imperio de don Agustín de Iturbide, por su
corta duración, más bien puede llamarse sueño o representación teatral que
imperio”; “México es una nación en que todo está por hacer, por haberse
destruido todo lo que existía”, etcétera.
El lector de esa estupenda
antología cree, entonces, que Alamán era un escritor limpio, un estilista, un
aforista, un pensador claro y riguroso, un narrador metódico y concentrado. No
lo era. ¡Todo lo contrario! Sus libros son el equivalente preciso de los
igualmente revueltos, confusos, apelmazados, de sus adversarios fray Servando (Cartas de un americano, Historia de la
revolución de la Nueva
España ), Lizardi, Carlos María de Bustamante, Lorenzo de
Zavala (Ensayo histórico sobre las
revoluciones de México) o el doctor Mora. Ciertamente Alamán es un escritor
más culto y racional que sus oponentes, pero de su obra también podría decirse,
como dijo Guillermo Prieto de la de Bustamante, que se trata de “un nido de
urraca donde yacen mezclados y confundidos el oro, el cobre, las perlas y la
basura, la verdad y la mentira, lo sublime y lo ridículo”.
*
Los libros de Alaman conforman también un álbum de prejuicios,
invectivas, libelos y apologías acalorados, vociferados. Los saqueos y
ejecuciones de Hidalgo fueron terribles pero los de Calleja no. La plebe de
indios del Bajío ofrecía un panorama detestable, pero la de los mulatos de
Tierra Caliente resultaba vigorosa y guapa (es curiosa la antipatía racial de
Alamán contra indios y criollos, y su simpatía por españoles y negros). Se
exponen como ridículas las ambiciones de poder de Hidalgo, Allende, Morelos,
Guerrero y Guadalupe Victoria, pero hay mucho que disculpar en las de Calleja,
Iturbide, Santa Anna y Anastasio Bustamante. Los guerrilleros cundían como
diabólica destrucción, excepto si eran españoles y apuestos como Mina. Valentín
Gómez Farías igualaba en ruindad a Robespierre, pero Su Alteza Serenísima Santa
Anna era un dictador disculpable porque, finalmente, le había hecho caso al
propio Lucas Alamán (quien, de paso, confiesa que siempre tuvo buen cuidado en
sus escritos publicados de que “en nada pudiese darse por ofendido el general
Santa Anna”).
El periodismo y la
oratoria parlamentaria envenenaban la república, excepto el violentísimo que
promovían él y su partido; atacaba por su nombre, sin piedad, a los muertos,
pero se cuidaba mucho de mencionar y de aludir a los vivos: de ahí lo tardío
que resultaron sus libros —hacia los sesenta años de su edad y al borde de la
tumba—, y parte de la confusión y la vaguedad sobre los hechos posteriores a la Independencia , de
los que todavía quedaban protagonistas capaces de desmentirlo (o sus hijos,
como ocurrió con José García Conde).
Adoraba a Inglaterra,
mucho más en realidad que a la propia España, pero un solo mexicano era lo
suficientemente apto y talentoso como para soportar tanta civilización: él
mismo; para los demás nativos, nada de derechos civiles, nada de libertad de
prensa, nada de parlamento: pura Nueva España feudal eternizada. El
protestantismo y la masonería “yorkina” norteamericanos se le antojan odiosos,
pero el protestantismo y la masonería “escocesa” ingleses le merecen
benevolencia.
Como ministro, en
septiembre de 1830, hizo un brindis oficial en Palacio Nacional en loor de los
“varones esclarecidos” que “clamaron” por la Independencia :
Hidalgo, Allende, Aldama, a quienes como autor años más tarde llamó “causa de
la desolación del país”. Debía temerse la voracidad de los Estados Unidos
(Poinsett), pero sólo esperar buenas intenciones y auxilio desinteresado de las
monarquías francesa e inglesa. (De haber vivido tres lustros más, ¿habría
terminado sus días como ministro del “liberal” emperador Maximiliano?)
Se arroga el derecho de
refundir a su gusto las historia escritas antes que la suya: fray Servando,
Bustamante, Zavala. Niega rotundamente, por ejemplo, la existencia de El Pípila que atribuye exclusivamente
a las deliberadas fantasías propagandísticas de Bustamante, sólo porque él no
lo vio en Guanajuato. Ciertamente el joven Alamán residía en esa ciudad cuando
la tomó Hidalgo, ¡pero estaba bien escondido en su cuarto, debajo de su
colchón!, de modo que difícilmente podía atestiguar con el rigor debido lo que
ocurría en la batalla. Sólo fue testigo de su propio terror debajo de su
colchón, y no de la toma de la
Alhóndiga de Granaditas.
Aun en sus páginas más celebradas, estas
de Hidalgo en Guanajuato, hay que considerarlo menos un narrador de su propia
experiencia de las batallas, que fue nula, que de la tradición oral de su clase
y su partido sobre ellas, desde luego opuesta a lo que recordaban o imaginaban
otras clases y otros partidos. Y un conmocionado memorioso de ese terror debajo
de su colchón.
Incluso si fuese puramente
legendario, no es probable que El
Pípila naciese con tan afortunado perfil mítico de una deliberada
ocurrencia individual ulterior, tan exitosa, de Bustamante (a quien define como
poco menos que tarado); algo en todo caso debió rumorarse entre el pueblo, que
Alamán no supo escuchar. No se destrozan los mitos con un simple: —No existió
porque yo no lo vi desde debajo de mi colchón.
Fuera de su colchón en la
toma de Guanajuato, Alamán no presenció episodios insurgentes. La campaña de
Morelos le fue tan remota como si hubiese ocurrido en otro país: apenas los
rumores que llegaban al Colegio de Minería. Y de 1814 a 1823 (salvo algunos
meses de 1820) Alamán vivió en Europa. Regresó a México, con un raro “acento
parisién” (Beruete), hasta después de la caída de Iturbide. Escribe entonces una crónica de oídas, a
diferencia de la Bustamante ,
a quien la mala fama de “fabulador” no le puede quitar, sin embargo, la menos
reconocida de protagonista real de todo el movimiento independentista, quien
trató cotidianamente a los insurgentes todo el tiempo. (“Bustamante no era
capaz de nada”, fanfarronea Alamán, suponiéndose descollante en todo.)
Escribe para corregir punto
por punto a Bustamante, pero sólo hasta que éste muere (1848), y ya no puede
defenderse. ¿Por qué no se atrevió a decirle en vida: —Señor Bustamante, usted
es un embustero y su Pípila
nunca existió? Tuvo un redondo cuarto de siglo para hacerlo en los periódicos.
No lo hizo.
Aunque aprovecha las
historias escritas previamente y muchos documentos de archivo, que estudia con
detenimiento —es insuperable sobre todo en el manejo de cifras—, don Lucas
suele privilegiar las fuentes indirectas, sobre todo de conversaciones
ulteriores, con personajes distinguidos de la aristocracia (“las personas
respetables” rara vez participaron en los hechos) y del bando realista y
conservador, y descalificar por principio, sistemáticamente, como mera fábula y
propaganda, las fuentes directas de los insurgentes y testigos verdaderos,
sencillamente porque sus escritos, dichos y tradiciones no le merecen
confianza, ya que provienen de la “plebe” (¿pero no es la “plebe” la
protagonista de las rebeliones populares?) ni abonan en su propio interés de
partido.
Sigue invariablemente
Alamán un principio esnobista de autoridad social: los dichos de la élite (“la
gente de juicio”, “la gente sensata de México”), obviamente parciales contra
los insurgentes y liberales, valen más por provenir de “personas notables” y
deben prevalecer; los populares (“vulgo”, plebe”, “chusma”), así como los de
los frailes, los letrados y los soldados involucrados (“aspirantes”,
“codiciosos, “ambiciosos”), han de descalificarse siempre que sea posible, pues
provienen de gente “inferior” y parcial a esa causa.
Usa asimismo confesiones
obtenidas bajo tortura como pruebas irrecusables en contra de los jefes
insurgentes, como si sólo ante el verdugo y la muerte Hidalgo y Morelos
hubiesen dicho toda la verdad. Los testimonios de un Calleja o de un Iturbide
son citados con respeto y hasta con un tonillo adulón (adulaba en sus fantasmas
a su partido, y a los mitos que pretendía erigir a partir de ellos); los de sus
oponentes, se omiten o bien se enuncian con recelo y sarcasmo.
No elude la difamación
póstuma, aunque haya que esperar largos años para que esos enemigos aborrecidos
se vayan muriendo, y poder infamarlos con impunidad. Se solaza en minimizar a
los héroes: “No he presentado colosos, porque no he encontrado más que gente
ordinaria”. Desdeñosamente el historiador mira a sus historiados desde las
alturas de su alta opinión de sí mismo. Pero Arnáiz y Freg, irónico, nos
recuerda que físicamente Alamán era bastante chaparrillo; observación oportuna,
pues Alamán usaba el prejuicio de valorar y definir a los personajes históricos
por su apariencia física (v. gr. un Morelos cruel por feúcho, barrigón y
mulato; Calleja e Iturbide, ellos sí “colosos”, lo demostraban con su linda
figura).
*
No existe pues en Alamán el supuesto historiador imparcial, objetivo,
con mayores información y experiencia viva que sus adversarios, pero sí una
mente práctica, moderna, que reacciona ante la ingobernabilidad y el saqueo del
país por los cientos de nuevos aspirantes a dirigirlo y a enriquecerse
expeditamente con sus cada vez más exiguos recursos.
Acaso la mejor explicación
del conservadurismo de Alamán sea esa: quiso una clase dirigente pequeña,
legítima, tradicional, bien acotada, eficiente, ordenada, protegida con todo tipo
de privilegios (incluso los más autoritarios), y no la inesperada y populosa
clase dirigente improvisada de libérrimos recién llegados a la política y al
ejército, que convertían el congreso, la burocracia y la milicia precisamente
en los mayores obstáculos para la paz, la estabilidad y la actividad económica
de la nación.
Llegado el momento de
definir quiénes habrían de ser considerados, además de mexicanos por fatalidad
o nacimiento, mexicanos de primera, “ciudadanos” con derechos políticos, explicó
que sólo quería a los grandes propietarios. Muchos liberales opinaban lo mismo,
pero añadían: “y personas con ilustración”. Alamán no. Detestaba a los letrados
sin propiedades considerables: dijo que se volvían fatalmente diputados y
militares venales, promotores del desorden y de la corrupción. Sólo los grandes
propietarios, educados en el depurado amor de sus bienes, eran capaces de amar
y defender a su país.
Les regatea ilustración a
todos los escritores conocidos —Lizardi queda reducido al papel de un chusco
inoportuno; los demás, como Talamantes, a cotorras que vocean equívocos
estribillos sansculottes de la Revolución francesa—, pero la exalta
invariablemente en los oscuros prelados y los hombres de fortuna que trataba en
sus negocios particulares. La cultura era cosa de “cuna”.
Alamán se describe como
uno de estos propietarios virtuosos; bueno, no lo fue. Acaso (si hubiera que
creerle) no usó los puestos públicos para enriquecerse a sí mismo, pero sí a
otros, a sus clientes y patrones: es un hecho que el impecable Alamán sobornaba
al presidente Santa Anna para resolver favorablemente los asuntos de sus
clientes particulares, los herederos de Hernán Cortés. Confiesa que simplemente
no se podía de otro modo.
Algo venal fue también
como escritor; de hecho, admite que escribe para favorecer materialmente a un
patrón: encomia a Hernán Cortés en sus Disertaciones
para apoyar los intereses del heredero del conquistador: “La conveniencia de
todo para usted es evidente, pues esto [sus elogios de Cortés] ha hecho
desaparecer la animosidad con que se veía su nombre y sus bienes, asegurando a
usted la posesión de ellos”. Así de claro.
Tampoco la sangre —él, el
más furibundo denostador de las matanzas de la Independencia y de
sus desórdenes posteriores— estuvo lejos de sus manos. Fue acusado formalmente
de planear y financiar el asesinato de Vicente Guerrero. Ciertamente no se le
probó el cargo. (Tampoco se les probaron legalmente infinidad de delitos a
Santa Anna ni a los otros poderosos de su tiempo.) Las bastante fundadas
sospechas sangrientas quedan, sin embargo, como decoración del perfil
autobiográfico que pretendía edificante. Se trató de un crimen de Estado
fabricado por el gobierno de Anastasio Bustamante, del que Alamán era
superministro, al grado de que el doctor Mora calificó ese período como “la
administración Alamán”.
¿Y cómo exigirle a don
Lucas que fuese tan diferente de la vida política de su tiempo, a él, que la
encabezó más que cualquier otro civil? Por supuesto que Alamán también
desempeñó su papel como un conjurador, un amotinado, un golpista o antigolpista
de marca, según los vaivenes de la época de Santa Anna. No existe tal pulcro professeur
Alamán, como quieren vendérnoslo algunos historiadores revisionistas.
*
El asunto de la nueva “destrucción de las Indias” por su incapacidad de
autogobernarse no aparece tan diverso en Alamán de lo que plantearon el doctor
Mora y los liberales. Tampoco, en su momento, el superior rango político con
que se quería dotar a los grandes propietarios y al clero. El problema estaba
en la explosiva novedad de ciertos grupos, que a falta de denominación mejor
llamaríamos clases medias en la escena política (él los prefiere “aspirantes”,
“ambiciosos” o “codiciosos”, como antónimo de “propietarios”, pero alguna vez
usa el término “clases medias”). Segundones, tercerones y hasta expeones y
macehuales se atrevían a disputarle el control y el poder a la élite
tradicional, a través de recursos escandalosos: el congreso, el ejército, la
prensa, el bajo clero y la “economía informal” de la corrupción, el contrabando
e infinidad de malos oficios recientes.
Esos pocos cientos de
ambiciosos, aunque con frecuencia cambiaran de logia o de partido según las
vicisitudes de la política y la guerra, eran sus mayores enemigos. A todos los
consideraba “liberales” (sólo podían llamarse “conservadores” quienes ya tenían
algo importante que conservar): aspirantes a amos sin ser grandes propietarios;
o aspirantes a mandones de la política y del ejército para convertirse
expeditamente en esos grandes propietarios que pretendían odiar.
Esos cientos de
expobretones ambiciosos convocaban a miles de desarrapados y se alzaban con el
poder y el erario. Ellos lo estaban destruyendo todo con su codicia
incontinente y apresurada, su inmoralidad plebeya, su estupidez nata. ¡Ah, las
cuentas que hace, de cómo una colonia superavitaria, que hasta financiaba las
guerras de España, en tres décadas estaba hundida en exorbitantes deudas
externa e interior, acumuladas por codicia y estupidez inverosímiles! (Desde
luego, exculpa arbitrariamente de tal desastre a los grandes propietarios y
comerciantes, al alto clero y a los militares y políticos que los servían, como
si sólo los insurgentes, los liberales y la “plebe” hubiesen tenido alguna
ingerencia en el poder, la economía y la guerra entre 1810 y 1853).
¡Qué nostalgia de los
españoles, súbitamente redescubiertos como dorada clase dirigente! (Los
novohispanos nunca tuvieron tan buena idea del gobierno español como nuestro
historiador.) Alamán espeta el chiste de que, como castigo por deshacerse de
los españoles, se debió importar otra clase dirigente extranjera: ingleses,
franceses o norteamericanos... pues los nativos no habían logrado sustituir a
los españoles como amos y gobernantes. Bueno: Alamán también colaboró
eficazmente a tan oportuna importación de una élite extranjera.
*
Hay dos aspectos sumamente polémicos en la concepción de Alamán, aquí sí
particularísimos, diversos al pensamiento ilustrado de su tiempo, al menos tal
como lo conocemos en las obras de sus adversarios. El primero es la
desmitificación de la guerra de Independencia, en la que ve puras hordas
criminales, totalmente opuestas a lo que desde fray Servando y Carlos María de
Bustamante —escribe sobre todo contra ellos— hemos considerado como “historia
de bronce” (categoría establecida por Luis González y González).
Seguramente los
apologistas de la insurgencia la
mitificaron y exaltaron con demasía (¿Pero Homero y el autor de El Cid
no hicieron otro tanto? Más que el de historiadores, fray Servando y Bustamante
cumplieron el necesario papel, a ratos, de “cantores de gesta”. ¿Por qué México
no ha de tener su propia “historia de bronce”? ¿Han demolido los franceses,
acaso, Los Inválidos; se han deshecho los españoles de El Escorial; ha
renunciado el Vaticano a su santoral de las cruzadas?). Sin embargo, también
Alamán exagera truculentamente en sus denuestos, y privilegia hasta la
extravagancia al bando realista y conservador.
En el México paupérrimo
descrito por Abad y Queipo, ¿cabría esperar rebeliones populares como bailes de
salón? Lo cual, desde luego, no le quita razón a su escándalo, a su terror ni a
su protesta; ni verosimilitud a sus escenas, que por lo demás habrán de
resurgir con perfiles y episodios semejantes a lo largo del siglo XIX, e
incluso en nuestros días. (Desde luego, Alamán no se aterra frente a los
conquistadores españoles, que en él aparecen más respetables que en los
escritos del propio Cortés y Bernal Díaz. No fue “hombre de verdad”, a la
manera de Clavijero, sino “hombre de partido”, como su época lo exigió a todo
mundo.)
El otro aspecto
particularísimo de Alamán es la crítica a la idea (que me imagino menos
espontánea que producto neto de fray Servando Teresa de Mier, propagandizado
por Bustamante) de que la
Independencia mexicana no era un desorden y una novedad, sino
una restauración y la reparación de una injusticia. No se reformaba la nación
novohispana ni surgía una nación nueva; simplemente, la “antigua nación
mexicana” recobraba la libertad que los españoles le habían “usurpado” desde
los tiempos de Hernán Cortés.
Esta idea cundió en el
pueblo y aun entre los sectores dirigentes, campea en las historias de fray
Servando y de Bustamante, en el periodismo y la oratoria de la época, y se
establece formalmente en la misma Acta de Independencia. Alamán se burla —era
menos un historiador objetivo y verídico que un chistosillo voltaireano, un
interlocutor de fray Servando y de Carlos María de Bustamante, “sus semejantes,
sus hermanos”—: ¡las personas que firmaron tal despropósito, clama, no
advirtieron que lo estaban escribiendo en castellano, con firmas castellanas, y
no en náhuatl!
Señala que la nación
azteca había desaparecido para no resucitar jamás hacía tres siglos, y que lo
que sí existía era una sociedad producto precisamente de la conquista y de la
colonización españolas. Resultaba una tontería atroz, entonces, decir que
México “recobraba” su libertad y su soberanía; un mero juego de palabras,
porque el México-Tenochtitlán de 1519 ya no era el México de 1810.
¿De veras se trataba de un
despropósito tal, de una tontería tan extravagante? Ciertamente no fueron los
aztecas quienes se independizaron de España, con su tlatoani Iturbide, pero
tampoco una sociedad totalmente producida por la conquista y la Colonia.
Un 80 por ciento de la
población seguía siendo indígena y viviendo como tal, salvo modificaciones de
diversa profundidad (en ocasiones, de escasa profundidad) en su religión y en
algunas costumbres e instituciones. Mucho quedaba, y no sólo el color de la
piel, del mundo indígena ancestral (la “matriz civilizatoria” o “raigal” de que
hablaba fray Guillermo de Bonfil en México
profundo), que la Colonia
no alcanzó a transformar cualitativamente. Algo queda incluso hoy.
Buena parte pues de ese
México prehispánico, de esa “antigua nación mexicana”, salía inevitablemente a
flote con la
Independencia , aunque fuese como mera identidad simbólica de
los propios criollos y mestizos, quienes desde el siglo XVII se habían
inventado el “despropósito”, la “tontería”, de una añoranza prehispánica, y
cierta descendencia de la
Tonantzin (Guadalupe), Quetzalcóatl (santo Tomás) e incluso
Huitzilopochtli (el propio Cristo, para sor Juana). No me sorprende esta
exageración indigenista en la
Independencia ; todo lo contrario, me asombra que una nación
todavía tan indígena en 1810 no hubiese logrado sino sólo ese mínimo
reconocimiento verbal, simbólico, en su Acta de Independencia.
La invención criolla de
una simbólica identidad precortesiana, que tanto trasegó fray Servando, era
mucho más que un despropósito o una tontería antigachupinos. Era el deseo de no
empezar una nación desde la nada, ni desde la conquista y el orden coloniales,
sino desde los orígenes más remotos de los pueblos indígenas que seguían habitando
el territorio, y predominando en su sociedad hasta en un 80 por ciento. Aunque
no firmaran el Acta de Independencia en sus idiomas nativos, que seguían
hablando, los indios continuaban ahí. Se debía reconocer su presencia, así
fuera en el mero orden simbólico.
¿Por qué empezar sólo
desde la conquista? ¿Acaso la propia España no reivindicaba sus orígenes de
oronda provincia romana, mucho más lejanos en la historia que Moctezuma y
Cuauhtémoc? ¡Cada nación sus mitos! Los mitos no son tonterías ni
despropósitos, sino símbolos beligerantes. Por eso sigue en pie, pese a los
pedantescos revisionistas, la historia insurgente que cantaron con harto brío
fray Servando y Bustamante, y no la rencorosa sátira de Alamán. Aplique don
Lucas su lógica superficial a los fundamentos de sus propios dogmas (los
derechos absolutos de la propiedad, los fueros eclesiásticos), y no le quedará
idea en pie. ¿Por qué alguien sí puede ser heredero de Hernán Cortés y otros no
de Moctezuma? También los derechos del
rey y del papa ostentan orígenes míticos sobre los cuales hacer muchos chistes,
si de jugar al Voltaire o al Antivoltaire local se tratara.
Había tanta extravagancia
(y profundidad simbólica) en fray Servando al soñarse neo-azteca como en Alamán
al considerarse neo-cortesiano. (El primero no cobraba por ello, y nuestro
historiador se burla de sus miserias.) A final de cuentas, el Cortés de unos y
el Moctezuma de otros fueron contemporáneos. Ellos los creían antagónicos, en
esa época agria de discordia intelectual; más sonrientes, los criollos del
siglo XVII, como ese Sigüenza y Góngora que por igual amaba a los tlatoanis que
a Hernán Cortés, en cambio, los soñaban complementarios, aunque en un barroco
retablo siempre alegórico.
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