viernes, 1 de octubre de 2021

LUCAS ALAMÁN

EL BELICOSO DEVENIR DE LUCAS ALAMÁN


Lucas Alamán (1792-1853) no podía prever, como tampoco lo esperaban ellos mismos, el enorme éxito que tendrían los liberales a partir del Plan de Ayutla, las guerras de Reforma y la Intervención Francesa. Al igual que su rival historiográfico Carlos María de Bustamante (Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana), murió desconsolado por la autodestrucción que en sólo un cuarto de siglo padeció el México Independiente y que alcanzó una perspectiva apocalíptica durante la derrota frente a los Estados Unidos.
         Tuvo la suerte de morir antes de ver que sus mayores terrores de conservador radical se entronizaran con la generación de Juárez. ¡Ese puñado de jacobinos abogados facinerosos (su odiado Melchor Ocampo) y de intemperantes militares improvisados (los “leprosos” o “pintos” de Juan Álvarez que pronto tomarían el poder)! Aunque... ¡quién sabe! En el fondo del discurso de Lucas Alamán se descubre la aspiración a un cierto equivalente de Juárez y a un cierto equivalente de Porfirio Díaz: el imperio del Orden y de las instituciones ante todo; la creación de un Estado fuerte capaz de gobernar y de controlar a la soldadesca, a los caciques, a los diputados y a todo tipo de rufianes políticos.
         Más que defensas a ultranza —que las hay— del pasado colonial, de los grandes propietarios y de los fueros del clero, predomina en sus obras un grito desesperado contra el desorden absoluto en la política y en la vida pública. Hombre pragmático, capaz de contemporizar y de colaborar con su siempre inevitable general Santa Anna, ¿no habría estado dispuesto a aceptar, o a resignarse ante ciertas modificaciones modernas, secularizadoras, en la política, que por lo demás ocurrían en medio planeta, a cambio del Orden, la paz pública, la seguridad y el fomento de la economía que instauraron los liberales? ¿A cambio de un país viable? Los juaristas y porfirianos hicieron realidad muchos sueños y proyectos políticos y económicos de Alamán: un Estado nacional centralizado, autoritario, institucional, organizado, eficiente, por ejemplo. Fueron sus continuadores, más que sus enemigos, salvo perfiles menos prácticos que oratorios en el rubro clerical y en el de las mitologías indigenistas e insurgentes.
         Más discutido, odiado o venerado que leído, Lucas Alamán se enfrenta a varias imposturas de la posteridad. La primera es la de considerarlo un adalid del partido conservador y hasta un nostálgico de la Colonia, cosas que desde luego era, y no tanto un crítico del caos y el desastre del México Independiente. La verdad es que se ubica más cerca del doctor Mora, de Guillermo Prieto y de Juárez de lo que se supone, y al revés.
         Su gran tema es que el país se estaba haciendo añicos, y más por culpa de sus nuevas clases política y militar que por la codicia extranjera. Ese desgarramiento civil, fratricida, caníbal, es lo que se lee en su Historia de México, que en realidad trata sólo de lo ocurrido “desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente” (1849); sus ensoñaciones novohispanas habrá que buscarlas más bien en sus Disertaciones (1844), misceláneo y hasta caótico conjunto de historia universal, reflexiones sobre historia local y documentos diversos.
         De ahí que haya sobrevivido en el favor de la academia, aunque no en el de los políticos y del lector común. Es sobre todo un crítico de la vida mexicana entre 1810 y 1853, tiempos de los que fue testigo y protagonista político, y no tanto un convocador de fantasmas novohispanos, clericales y plutocráticos (aunque de todo abunde en su “nido de urraca”). De hecho, lo que más admira del antiguo régimen, es el orden, la paz y la seguridad públicos, que exagera muchísimo, al grado de afirmar que cada hogar novohispano era un pequeño y riguroso convento: ultradecente, tranquilo, satisfecho. No lo era. (A ratos se contradice, cuando elogia las medidas de castigo extremo que se tomaban contra la proliferación de bandidos, o cuando se escandaliza con la venalidad del virrey Iturrigaray, por ejemplo: lo que algo muestra de las imperfecciones de aquel Orden y de aquella dorada paz pública coloniales.) Ahora sabemos que, medio siglo antes de Hidalgo, los propios monarcas borbónicos sembraron el caos del que la Independencia surgió como desenlace inevitable. Alamán los encuentra, sin embargo, dignos de admiración, a pesar incluso de abusos tales como la expulsión de los jesuitas, y las confiscaciones e impuestos extraordinarios al clero y a los propietarios.
         Los conservadores, los clericales y posteriormente los historiadores revisionistas usaron a Alamán como un antídoto clandestino y un arma de desprestigio contra la versión oficial, porfirista o priísta —“patriotera”, “populachera”, “demagógica”—, de la Independencia y de la nación liberal. Casi todos los perfiles crueles o burlescos que se recuerdan de los héroes insurgentes anidan en la Historia de México: su poderosa venganza personal contra insurgentes y liberales.
         Su lectura atenta, sin embargo, apunta también hacia el otro sentido: subraya la pertinencia del proyecto político de Juárez y de don Porfirio; incluso los exalta y defiende de antemano, a su pesar, cuando muestra con tan grandes argumentos y tintas tan acentuadas el caos que tuvieron que domar. Alamán se desesperaba de que no apareciese un mesías-caudillo (se pasó la vida buscándolo, contra toda esperanza y toda racionalidad, en Santa Anna), capaz de redimir al país sumido en una orgía caníbal de autodestrucción: esos mesías-caudillos capaces de imponer un orden y una ley ya se andaban ajetreando en el partido opuesto.
         Existe otra impostura en el prestigio intelectual y literario de Alamán, urdida involuntariamente por Arturo Arnáiz y Freg en 1939, cuando publicó una antología de sus Semblanzas e ideario en la Biblioteca del Estudiante Universitario de la UNAM. Arnáiz y Freg seleccionó y reacomodó, con fines pedagógicos, algunos de los mejores pasajes de la extensa obra de Alamán con un criterio de claridad y de limpieza prosísticas y conceptuales que no aparecen en ella. Nos proporciona algunos retratos concisos de hombres importantes (fray Servando, Hidalgo, Morelos, Calleja, Iturbide, Santa Anna, Zavala) y muchas ideas breves, a veces de un solo renglón, entresacados de sus libros boscosos y aborrascados: v. gr.: “En la República Mexicana se ha pasado de unas ideas excesivas de riqueza y poder, a un abatimiento igualmente infundado, y porque antes se esperó demasiado, parece que ahora no queda nada que esperar (1852)”; “El imperio de don Agustín de Iturbide, por su corta duración, más bien puede llamarse sueño o representación teatral que imperio”; “México es una nación en que todo está por hacer, por haberse destruido todo lo que existía”, etcétera.
         El lector de esa estupenda antología cree, entonces, que Alamán era un escritor limpio, un estilista, un aforista, un pensador claro y riguroso, un narrador metódico y concentrado. No lo era. ¡Todo lo contrario! Sus libros son el equivalente preciso de los igualmente revueltos, confusos, apelmazados, de sus adversarios fray Servando (Cartas de un americano, Historia de la revolución de la Nueva España), Lizardi, Carlos María de Bustamante, Lorenzo de Zavala (Ensayo histórico sobre las revoluciones de México) o el doctor Mora. Ciertamente Alamán es un escritor más culto y racional que sus oponentes, pero de su obra también podría decirse, como dijo Guillermo Prieto de la de Bustamante, que se trata de “un nido de urraca donde yacen mezclados y confundidos el oro, el cobre, las perlas y la basura, la verdad y la mentira, lo sublime y lo ridículo”.
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Los libros de Alaman conforman también un álbum de prejuicios, invectivas, libelos y apologías acalorados, vociferados. Los saqueos y ejecuciones de Hidalgo fueron terribles pero los de Calleja no. La plebe de indios del Bajío ofrecía un panorama detestable, pero la de los mulatos de Tierra Caliente resultaba vigorosa y guapa (es curiosa la antipatía racial de Alamán contra indios y criollos, y su simpatía por españoles y negros). Se exponen como ridículas las ambiciones de poder de Hidalgo, Allende, Morelos, Guerrero y Guadalupe Victoria, pero hay mucho que disculpar en las de Calleja, Iturbide, Santa Anna y Anastasio Bustamante. Los guerrilleros cundían como diabólica destrucción, excepto si eran españoles y apuestos como Mina. Valentín Gómez Farías igualaba en ruindad a Robespierre, pero Su Alteza Serenísima Santa Anna era un dictador disculpable porque, finalmente, le había hecho caso al propio Lucas Alamán (quien, de paso, confiesa que siempre tuvo buen cuidado en sus escritos publicados de que “en nada pudiese darse por ofendido el general Santa Anna”).
         El periodismo y la oratoria parlamentaria envenenaban la república, excepto el violentísimo que promovían él y su partido; atacaba por su nombre, sin piedad, a los muertos, pero se cuidaba mucho de mencionar y de aludir a los vivos: de ahí lo tardío que resultaron sus libros —hacia los sesenta años de su edad y al borde de la tumba—, y parte de la confusión y la vaguedad sobre los hechos posteriores a la Independencia, de los que todavía quedaban protagonistas capaces de desmentirlo (o sus hijos, como ocurrió con José García Conde).
         Adoraba a Inglaterra, mucho más en realidad que a la propia España, pero un solo mexicano era lo suficientemente apto y talentoso como para soportar tanta civilización: él mismo; para los demás nativos, nada de derechos civiles, nada de libertad de prensa, nada de parlamento: pura Nueva España feudal eternizada. El protestantismo y la masonería “yorkina” norteamericanos se le antojan odiosos, pero el protestantismo y la masonería “escocesa” ingleses le merecen benevolencia.
         Como ministro, en septiembre de 1830, hizo un brindis oficial en Palacio Nacional en loor de los “varones esclarecidos” que “clamaron” por la Independencia: Hidalgo, Allende, Aldama, a quienes como autor años más tarde llamó “causa de la desolación del país”. Debía temerse la voracidad de los Estados Unidos (Poinsett), pero sólo esperar buenas intenciones y auxilio desinteresado de las monarquías francesa e inglesa. (De haber vivido tres lustros más, ¿habría terminado sus días como ministro del “liberal” emperador Maximiliano?)
         Se arroga el derecho de refundir a su gusto las historia escritas antes que la suya: fray Servando, Bustamante, Zavala. Niega rotundamente, por ejemplo, la existencia de El Pípila que atribuye exclusivamente a las deliberadas fantasías propagandísticas de Bustamante, sólo porque él no lo vio en Guanajuato. Ciertamente el joven Alamán residía en esa ciudad cuando la tomó Hidalgo, ¡pero estaba bien escondido en su cuarto, debajo de su colchón!, de modo que difícilmente podía atestiguar con el rigor debido lo que ocurría en la batalla. Sólo fue testigo de su propio terror debajo de su colchón, y no de la toma de la Alhóndiga de Granaditas.
         Aun en sus páginas más celebradas, estas de Hidalgo en Guanajuato, hay que considerarlo menos un narrador de su propia experiencia de las batallas, que fue nula, que de la tradición oral de su clase y su partido sobre ellas, desde luego opuesta a lo que recordaban o imaginaban otras clases y otros partidos. Y un conmocionado memorioso de ese terror debajo de su colchón.
         Incluso si fuese puramente legendario, no es probable que El Pípila naciese con tan afortunado perfil mítico de una deliberada ocurrencia individual ulterior, tan exitosa, de Bustamante (a quien define como poco menos que tarado); algo en todo caso debió rumorarse entre el pueblo, que Alamán no supo escuchar. No se destrozan los mitos con un simple: —No existió porque yo no lo vi desde debajo de mi colchón.
         Fuera de su colchón en la toma de Guanajuato, Alamán no presenció episodios insurgentes. La campaña de Morelos le fue tan remota como si hubiese ocurrido en otro país: apenas los rumores que llegaban al Colegio de Minería. Y de 1814 a 1823 (salvo algunos meses de 1820) Alamán vivió en Europa. Regresó a México, con un raro “acento parisién” (Beruete), hasta después de la caída de Iturbide.  Escribe entonces una crónica de oídas, a diferencia de la Bustamante, a quien la mala fama de “fabulador” no le puede quitar, sin embargo, la menos reconocida de protagonista real de todo el movimiento independentista, quien trató cotidianamente a los insurgentes todo el tiempo. (“Bustamante no era capaz de nada”, fanfarronea Alamán, suponiéndose descollante en todo.)
         Escribe para corregir punto por punto a Bustamante, pero sólo hasta que éste muere (1848), y ya no puede defenderse. ¿Por qué no se atrevió a decirle en vida: —Señor Bustamante, usted es un embustero y su Pípila nunca existió? Tuvo un redondo cuarto de siglo para hacerlo en los periódicos. No lo hizo.
         Aunque aprovecha las historias escritas previamente y muchos documentos de archivo, que estudia con detenimiento —es insuperable sobre todo en el manejo de cifras—, don Lucas suele privilegiar las fuentes indirectas, sobre todo de conversaciones ulteriores, con personajes distinguidos de la aristocracia (“las personas respetables” rara vez participaron en los hechos) y del bando realista y conservador, y descalificar por principio, sistemáticamente, como mera fábula y propaganda, las fuentes directas de los insurgentes y testigos verdaderos, sencillamente porque sus escritos, dichos y tradiciones no le merecen confianza, ya que provienen de la “plebe” (¿pero no es la “plebe” la protagonista de las rebeliones populares?) ni abonan en su propio interés de partido.
         Sigue invariablemente Alamán un principio esnobista de autoridad social: los dichos de la élite (“la gente de juicio”, “la gente sensata de México”), obviamente parciales contra los insurgentes y liberales, valen más por provenir de “personas notables” y deben prevalecer; los populares (“vulgo”, plebe”, “chusma”), así como los de los frailes, los letrados y los soldados involucrados (“aspirantes”, “codiciosos, “ambiciosos”), han de descalificarse siempre que sea posible, pues provienen de gente “inferior” y parcial a esa causa.
         Usa asimismo confesiones obtenidas bajo tortura como pruebas irrecusables en contra de los jefes insurgentes, como si sólo ante el verdugo y la muerte Hidalgo y Morelos hubiesen dicho toda la verdad. Los testimonios de un Calleja o de un Iturbide son citados con respeto y hasta con un tonillo adulón (adulaba en sus fantasmas a su partido, y a los mitos que pretendía erigir a partir de ellos); los de sus oponentes, se omiten o bien se enuncian con recelo y sarcasmo.
         No elude la difamación póstuma, aunque haya que esperar largos años para que esos enemigos aborrecidos se vayan muriendo, y poder infamarlos con impunidad. Se solaza en minimizar a los héroes: “No he presentado colosos, porque no he encontrado más que gente ordinaria”. Desdeñosamente el historiador mira a sus historiados desde las alturas de su alta opinión de sí mismo. Pero Arnáiz y Freg, irónico, nos recuerda que físicamente Alamán era bastante chaparrillo; observación oportuna, pues Alamán usaba el prejuicio de valorar y definir a los personajes históricos por su apariencia física (v. gr. un Morelos cruel por feúcho, barrigón y mulato; Calleja e Iturbide, ellos sí “colosos”, lo demostraban con su linda figura).

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No existe pues en Alamán el supuesto historiador imparcial, objetivo, con mayores información y experiencia viva que sus adversarios, pero sí una mente práctica, moderna, que reacciona ante la ingobernabilidad y el saqueo del país por los cientos de nuevos aspirantes a dirigirlo y a enriquecerse expeditamente con sus cada vez más exiguos recursos.
         Acaso la mejor explicación del conservadurismo de Alamán sea esa: quiso una clase dirigente pequeña, legítima, tradicional, bien acotada, eficiente, ordenada, protegida con todo tipo de privilegios (incluso los más autoritarios), y no la inesperada y populosa clase dirigente improvisada de libérrimos recién llegados a la política y al ejército, que convertían el congreso, la burocracia y la milicia precisamente en los mayores obstáculos para la paz, la estabilidad y la actividad económica de la nación.
         Llegado el momento de definir quiénes habrían de ser considerados, además de mexicanos por fatalidad o nacimiento, mexicanos de primera, “ciudadanos” con derechos políticos, explicó que sólo quería a los grandes propietarios. Muchos liberales opinaban lo mismo, pero añadían: “y personas con ilustración”. Alamán no. Detestaba a los letrados sin propiedades considerables: dijo que se volvían fatalmente diputados y militares venales, promotores del desorden y de la corrupción. Sólo los grandes propietarios, educados en el depurado amor de sus bienes, eran capaces de amar y defender a su país.
         Les regatea ilustración a todos los escritores conocidos —Lizardi queda reducido al papel de un chusco inoportuno; los demás, como Talamantes, a cotorras que vocean equívocos estribillos sansculottes de la Revolución francesa—, pero la exalta invariablemente en los oscuros prelados y los hombres de fortuna que trataba en sus negocios particulares. La cultura era cosa de “cuna”.
         Alamán se describe como uno de estos propietarios virtuosos; bueno, no lo fue. Acaso (si hubiera que creerle) no usó los puestos públicos para enriquecerse a sí mismo, pero sí a otros, a sus clientes y patrones: es un hecho que el impecable Alamán sobornaba al presidente Santa Anna para resolver favorablemente los asuntos de sus clientes particulares, los herederos de Hernán Cortés. Confiesa que simplemente no se podía de otro modo.
         Algo venal fue también como escritor; de hecho, admite que escribe para favorecer materialmente a un patrón: encomia a Hernán Cortés en sus Disertaciones para apoyar los intereses del heredero del conquistador: “La conveniencia de todo para usted es evidente, pues esto [sus elogios de Cortés] ha hecho desaparecer la animosidad con que se veía su nombre y sus bienes, asegurando a usted la posesión de ellos”. Así de claro.
         Tampoco la sangre —él, el más furibundo denostador de las matanzas de la Independencia y de sus desórdenes posteriores— estuvo lejos de sus manos. Fue acusado formalmente de planear y financiar el asesinato de Vicente Guerrero. Ciertamente no se le probó el cargo. (Tampoco se les probaron legalmente infinidad de delitos a Santa Anna ni a los otros poderosos de su tiempo.) Las bastante fundadas sospechas sangrientas quedan, sin embargo, como decoración del perfil autobiográfico que pretendía edificante. Se trató de un crimen de Estado fabricado por el gobierno de Anastasio Bustamante, del que Alamán era superministro, al grado de que el doctor Mora calificó ese período como “la administración Alamán”.
         ¿Y cómo exigirle a don Lucas que fuese tan diferente de la vida política de su tiempo, a él, que la encabezó más que cualquier otro civil? Por supuesto que Alamán también desempeñó su papel como un conjurador, un amotinado, un golpista o antigolpista de marca, según los vaivenes de la época de Santa Anna. No existe tal pulcro professeur Alamán, como quieren vendérnoslo algunos historiadores revisionistas.

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El asunto de la nueva “destrucción de las Indias” por su incapacidad de autogobernarse no aparece tan diverso en Alamán de lo que plantearon el doctor Mora y los liberales. Tampoco, en su momento, el superior rango político con que se quería dotar a los grandes propietarios y al clero. El problema estaba en la explosiva novedad de ciertos grupos, que a falta de denominación mejor llamaríamos clases medias en la escena política (él los prefiere “aspirantes”, “ambiciosos” o “codiciosos”, como antónimo de “propietarios”, pero alguna vez usa el término “clases medias”). Segundones, tercerones y hasta expeones y macehuales se atrevían a disputarle el control y el poder a la élite tradicional, a través de recursos escandalosos: el congreso, el ejército, la prensa, el bajo clero y la “economía informal” de la corrupción, el contrabando e infinidad de malos oficios recientes.
         Esos pocos cientos de ambiciosos, aunque con frecuencia cambiaran de logia o de partido según las vicisitudes de la política y la guerra, eran sus mayores enemigos. A todos los consideraba “liberales” (sólo podían llamarse “conservadores” quienes ya tenían algo importante que conservar): aspirantes a amos sin ser grandes propietarios; o aspirantes a mandones de la política y del ejército para convertirse expeditamente en esos grandes propietarios que pretendían odiar.
         Esos cientos de expobretones ambiciosos convocaban a miles de desarrapados y se alzaban con el poder y el erario. Ellos lo estaban destruyendo todo con su codicia incontinente y apresurada, su inmoralidad plebeya, su estupidez nata. ¡Ah, las cuentas que hace, de cómo una colonia superavitaria, que hasta financiaba las guerras de España, en tres décadas estaba hundida en exorbitantes deudas externa e interior, acumuladas por codicia y estupidez inverosímiles! (Desde luego, exculpa arbitrariamente de tal desastre a los grandes propietarios y comerciantes, al alto clero y a los militares y políticos que los servían, como si sólo los insurgentes, los liberales y la “plebe” hubiesen tenido alguna ingerencia en el poder, la economía y la guerra entre 1810 y 1853).
         ¡Qué nostalgia de los españoles, súbitamente redescubiertos como dorada clase dirigente! (Los novohispanos nunca tuvieron tan buena idea del gobierno español como nuestro historiador.) Alamán espeta el chiste de que, como castigo por deshacerse de los españoles, se debió importar otra clase dirigente extranjera: ingleses, franceses o norteamericanos... pues los nativos no habían logrado sustituir a los españoles como amos y gobernantes. Bueno: Alamán también colaboró eficazmente a tan oportuna importación de una élite extranjera.

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Hay dos aspectos sumamente polémicos en la concepción de Alamán, aquí sí particularísimos, diversos al pensamiento ilustrado de su tiempo, al menos tal como lo conocemos en las obras de sus adversarios. El primero es la desmitificación de la guerra de Independencia, en la que ve puras hordas criminales, totalmente opuestas a lo que desde fray Servando y Carlos María de Bustamante —escribe sobre todo contra ellos— hemos considerado como “historia de bronce” (categoría establecida por Luis González y González).
         Seguramente los apologistas de la insurgencia la  mitificaron y exaltaron con demasía (¿Pero Homero y el autor de El Cid no hicieron otro tanto? Más que el de historiadores, fray Servando y Bustamante cumplieron el necesario papel, a ratos, de “cantores de gesta”. ¿Por qué México no ha de tener su propia “historia de bronce”? ¿Han demolido los franceses, acaso, Los Inválidos; se han deshecho los españoles de El Escorial; ha renunciado el Vaticano a su santoral de las cruzadas?). Sin embargo, también Alamán exagera truculentamente en sus denuestos, y privilegia hasta la extravagancia al bando realista y conservador.
         En el México paupérrimo descrito por Abad y Queipo, ¿cabría esperar rebeliones populares como bailes de salón? Lo cual, desde luego, no le quita razón a su escándalo, a su terror ni a su protesta; ni verosimilitud a sus escenas, que por lo demás habrán de resurgir con perfiles y episodios semejantes a lo largo del siglo XIX, e incluso en nuestros días. (Desde luego, Alamán no se aterra frente a los conquistadores españoles, que en él aparecen más respetables que en los escritos del propio Cortés y Bernal Díaz. No fue “hombre de verdad”, a la manera de Clavijero, sino “hombre de partido”, como su época lo exigió a todo mundo.)
         El otro aspecto particularísimo de Alamán es la crítica a la idea (que me imagino menos espontánea que producto neto de fray Servando Teresa de Mier, propagandizado por Bustamante) de que la Independencia mexicana no era un desorden y una novedad, sino una restauración y la reparación de una injusticia. No se reformaba la nación novohispana ni surgía una nación nueva; simplemente, la “antigua nación mexicana” recobraba la libertad que los españoles le habían “usurpado” desde los tiempos de Hernán Cortés.
         Esta idea cundió en el pueblo y aun entre los sectores dirigentes, campea en las historias de fray Servando y de Bustamante, en el periodismo y la oratoria de la época, y se establece formalmente en la misma Acta de Independencia. Alamán se burla —era menos un historiador objetivo y verídico que un chistosillo voltaireano, un interlocutor de fray Servando y de Carlos María de Bustamante, “sus semejantes, sus hermanos”—: ¡las personas que firmaron tal despropósito, clama, no advirtieron que lo estaban escribiendo en castellano, con firmas castellanas, y no en náhuatl! 
         Señala que la nación azteca había desaparecido para no resucitar jamás hacía tres siglos, y que lo que sí existía era una sociedad producto precisamente de la conquista y de la colonización españolas. Resultaba una tontería atroz, entonces, decir que México “recobraba” su libertad y su soberanía; un mero juego de palabras, porque el México-Tenochtitlán de 1519 ya no era el México de 1810.
         ¿De veras se trataba de un despropósito tal, de una tontería tan extravagante? Ciertamente no fueron los aztecas quienes se independizaron de España, con su tlatoani Iturbide, pero tampoco una sociedad totalmente producida por la conquista y la Colonia.
         Un 80 por ciento de la población seguía siendo indígena y viviendo como tal, salvo modificaciones de diversa profundidad (en ocasiones, de escasa profundidad) en su religión y en algunas costumbres e instituciones. Mucho quedaba, y no sólo el color de la piel, del mundo indígena ancestral (la “matriz civilizatoria” o “raigal” de que hablaba fray Guillermo de Bonfil en México profundo), que la Colonia no alcanzó a transformar cualitativamente. Algo queda incluso hoy.
         Buena parte pues de ese México prehispánico, de esa “antigua nación mexicana”, salía inevitablemente a flote con la Independencia, aunque fuese como mera identidad simbólica de los propios criollos y mestizos, quienes desde el siglo XVII se habían inventado el “despropósito”, la “tontería”, de una añoranza prehispánica, y cierta descendencia de la Tonantzin (Guadalupe), Quetzalcóatl (santo Tomás) e incluso Huitzilopochtli (el propio Cristo, para sor Juana). No me sorprende esta exageración indigenista en la Independencia; todo lo contrario, me asombra que una nación todavía tan indígena en 1810 no hubiese logrado sino sólo ese mínimo reconocimiento verbal, simbólico, en su Acta de Independencia.
         La invención criolla de una simbólica identidad precortesiana, que tanto trasegó fray Servando, era mucho más que un despropósito o una tontería antigachupinos. Era el deseo de no empezar una nación desde la nada, ni desde la conquista y el orden coloniales, sino desde los orígenes más remotos de los pueblos indígenas que seguían habitando el territorio, y predominando en su sociedad hasta en un 80 por ciento. Aunque no firmaran el Acta de Independencia en sus idiomas nativos, que seguían hablando, los indios continuaban ahí. Se debía reconocer su presencia, así fuera en el mero orden simbólico.
         La Colonia no produjo una verdadera nación castellanizada, completamente criolla, sino un desbarajuste (los atildados revisionistas dirían “pluralidad” o “mosaico”) étnico, que debía manifestarse de alguna manera. El mismo derecho que sentía Alamán para fechar su personal origen de la mexicanidad en 1521, tenían otros para ubicarlo en Xólotl o Huitzilopochtli.
         ¿Por qué empezar sólo desde la conquista? ¿Acaso la propia España no reivindicaba sus orígenes de oronda provincia romana, mucho más lejanos en la historia que Moctezuma y Cuauhtémoc? ¡Cada nación sus mitos! Los mitos no son tonterías ni despropósitos, sino símbolos beligerantes. Por eso sigue en pie, pese a los pedantescos revisionistas, la historia insurgente que cantaron con harto brío fray Servando y Bustamante, y no la rencorosa sátira de Alamán. Aplique don Lucas su lógica superficial a los fundamentos de sus propios dogmas (los derechos absolutos de la propiedad, los fueros eclesiásticos), y no le quedará idea en pie. ¿Por qué alguien sí puede ser heredero de Hernán Cortés y otros no de Moctezuma?  También los derechos del rey y del papa ostentan orígenes míticos sobre los cuales hacer muchos chistes, si de jugar al Voltaire o al Antivoltaire local se tratara.
         Había tanta extravagancia (y profundidad simbólica) en fray Servando al soñarse neo-azteca como en Alamán al considerarse neo-cortesiano. (El primero no cobraba por ello, y nuestro historiador se burla de sus miserias.) A final de cuentas, el Cortés de unos y el Moctezuma de otros fueron contemporáneos. Ellos los creían antagónicos, en esa época agria de discordia intelectual; más sonrientes, los criollos del siglo XVII, como ese Sigüenza y Góngora que por igual amaba a los tlatoanis que a Hernán Cortés, en cambio, los soñaban complementarios, aunque en un barroco retablo siempre alegórico.



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