MEMORIA
DE ENRIQUE GUZMÁN
de
José Joaquín Blanco
De
un tiempo a esta parte se ha revalorado al pintor Enrique Guzmán (Guadalajara,
1952-Aguascalientes, 1986), aunque muchas veces más para regañarlo por “drogo”
y por freak, que para ver objetivamente sus cuadros.
El libro de Carlos Blas Galindo,
Enrique Guzmán. Transformador y víctima de su tiempo (ERA/Conaculta, 1992),
más bien parece escrito por un histérico confesor de monjas, del tipo del
perseguidor de sor Juana, que por un serio crítico de arte. ¿Para qué tanto
sermonearlo por su vida y su “psique”, que además no conoció? ¿No le bastan los
cuadros?
Como botón de muestra de la mentalidad
del criticastro de marras, transcribo unos cuantos “sones de mariachi”:
“Mientras que, por una parte, es
usual que las personas sin información suficiente consideren a todos los
artistas como seres que al menos padecen alguna psicopatía, por la otra resulta
abrumadora la evidencia del paulatino deterioro del estado mental que padeció
Guzmán y que resultó intensificado hacia el final de su existencia. Ahora bien,
ante esta situación es necesario aclarar que si es verídico que han existido
afamados autores que han presentado padecimientos mentales en diversos grados,
la locura no sólo no es garantía de productividad artística eficaz, sino que
quienes llegan a padecer daños en sus funciones intelectuales simultáneamente
ven menguadas sus capacidades expresivas. En el caso presente es preciso
agregar, asimismo, que si bien es cierto que los artistas son propensos a
padecer neurosis en grados mayores a los considerados como normales, también lo
es que existe un número amplísimo de productores visuales que no presentan
trastornos psíquicos manifiestos” (p. 5, apenas el segundo párrafo de las
“Consideraciones preliminares”).
Señor Charlatán: Si usted no es médico,
y si no dispone de la auténtica, completa y certificada historia clínica del
“paciente” sobre el que supuestamente está escribiendo “un libro de arte”,
mejor cierre la boca. Entre pintores, entre obreros, entre banqueros, entre
desempleados, entre “críticos de arte”, entre quienes quiera, hay gente que de
repente enferma, se deprime —eso le pasó a Enrique: una depresión terca, terca;
y honda, honda— y se mata.
Y eso no autoriza a legos sin sintaxis
ni vergüenza a ponerse a inventarles alegremente cuanta idiotez les venga en
gana, como si fueran sabihondos directores de un manicomio. ¿De qué
investigación clínica seria dispone usted? De puros chismes. La enfermedad, la
depresión y el suicidio de un ser humano exigen respeto, carajo; y más si las
padeció un gran artista que, para colmo de males, ahora padece el ser
monografiado precisamente por un tarambana. Qué fácil es enmierdar a un muerto.
Otro són de mariachi:
“Otro de los prejuicios que
entorpecen una aproximación desprejuiciada (¡sic!) a la actividad
productiva de los trabajadores de la cultura —y, en el caso presente, a la de
Enrique Guzmán— es la vinculación que algunas personas insisten en establecer
entre el consumo voluntario de alcohol o de drogas y el trabajo artístico. Ante
esta opinión cabe insistir en que, a pesar de que no es posible contar con
datos estadísticos al respecto, resulta erróneo suponer que todos o la mayoría
de los artistas son usuarios de las sustancias mencionadas y cabe subrayar que,
aunque se sabe que Guzmán fue, durante una etapa de su vida, consumidor de
drogas, es preciso abordar su caso sin las connotaciones negativas e hipócritas
con las que es habitual que sea calificado el empleo de este tipo de
sustancias, connotaciones que, en parte, provienen de la interpretación amañada
y unilateral del término ‘paraísos artificiales’ que Aldous Huxley empleó para
aludir a las experiencias con drogas; interpretación que, empero, tiende a ser
definitivamente anulada, ya que cada vez se extiende más la consideración de
que quienes emplean de manera controlada tales sustancias lo hacen con la
finalidad de enfrentar la realidad tangible, antes que con la de eludirla”.
(pp. 5-6).
Pedantísimo Señor Analfabeta: Un siglo
antes de Huxley, fue precisamente Baudelaire —y no le cito aquí a De Quincey, por
pura compasión hacia la ostensible miseria intelectual de Vuestra Merced— quien
habló de “paraísos artificiales”, de modo que a nadie impresiona usted con sus
novatones pies de página. Pero jamás, en la historia de la idiotez de los
críticos de arte, que Dios sabe que es vasta, me había yo encontrado con la
siguiente perla: No contento con inventarse como médico y con pergeñarle todo
un imaginario diagnóstico siquiátrico a Guzmán, ahora se improvisa usted como
policía y recurre ¡a “una aproximación criminológica”! (sic) de los
tragos, los toques o las pastas de los que le han chismeado que frecuentaba
Enrique “durante una etapa de su vida”.
Fue usted a dar, no se cómo, pero
seguramente en un basurero, con La drogadicción de la juventud de México,
de un tal Luis Rodríguez Manzanera, México, Editorial Botas, 1974, ¡con prólogo
de Alfonso Quiroz Cuarón! ¡Para hablar de la pintura de Enrique Guzmán! ¿Quiere comparar los cuadros sobre los que
usted está, más que escribiendo, evacuando boberas, con los crímenes del Goyo
Cárdenas? ¿Por qué entonces no recurre usted a Pro-vida para hablar de los
amores y acostones de Guzmán?
Usted no tiene pruebas médicas ni
“criminológicas” de la vida íntima de su “asunto”. Sólo chismes —y de tercera
mano— y sus personales e ilegibles rollos carentes no sólo de apoyo científico,
sino de cualquier rastro de lógica y buen sentido. ¡Y este es el texto oficial
y a todo lujo que el Estado mexicano, a través de Conaculta, ha dedicado a la
obra y a la memoria del pintor Enrique Guzmán! Es como para que se volviera a
ahorcar. Entiendo también que Enrique haya intentado tasajear algunos de sus
cuadros, para que ciertos “eruditos” no se los fueran a “estudiar”. Me cae que
tenía razón.
Quienes sí conocimos a Enrique Guzmán,
sí fuimos sus amigos, sí nos reventamos con él más de una vez y sí comprábamos
sus cuadros, sabemos que no era ni más ni menos “drogo” o freak de lo
que solía el resto de su generación (mucho más inocente en esos renglones que
la actual). Enrique era un muchacho sano, muy fuerte (un tanto bravucón, a
ratos), tímido, bien trabajador, que tenía sus vicios y sus amores tan bien o
mal controlados como la mayoría de sus contemporáneos... hasta que le sobrevino
la depresión.
Algún día cualquier barbudo encontrará
algún expediente clínico —seguro Guzmán fue a consultar a varios médicos; es un
mito el que estuviera tantos años tan sometido a cierto sicólogo “maldito”— que
nos explique científicamente su fin tan dramático, que no tiene por qué definir
necesariamente toda su vida ni su obra anterior.
Pensé mucho en Enrique (y en mí, y en
varios) cuando leí el best-seller de William Styron sobre la depresión: Darkness
Visible: “La oscuridad visible”. Porque algo sí supe, de primera mano, de
Guzmán: su tratamiento formal de fármacos contra el insomnio, y contra estados
de nerviosismo y angustia durante el día, que le impedían concentrarse y rendir
todo lo que se exigía —y siempre, como pintor, veinticuatro horas diarias, se
lo exigía todo—; en fin, lo mismo que cuenta Styron, y que mucha gente
—me incluyo— sufrió en esa década en que se desconocía el efecto “rebote” de
tales tratamientos sistemáticos, metódicos, perfectamente clínicos, durante
años.
En todo caso, Enrique recurrió a ese
tratamiento para poder trabajar mejor, no para ser más freak ni para
aventarse hartos “viajes”. Odiaba la demagogia estetizante, odiaba a los ultras
y a los improvisados del arte. Era un perfeccionista. (Pero esto es apenas una
sombra de sospecha, una sombra de teoría; Guzmán siempre hablaba poco, y menos
de sí mismo. Fue mi amigo más silencioso, y vaya que he tenido grandes amigos
“mudos”.)
Conocí su afecto, su ambición, su
soledad tan arrogante como lastimada, sus iras contra el Establishment Cultural
que lo había lanzado como sputnik en un principio sólo para después
ningunearlo metódicamente; no le supe de accesos de misticismo, ni de
drogadicción desaforada (muchos ejemplares santones de
A mediados de los años setenta, cuando
pasamos algunas tardes consumiendo “las sustancias mencionadas” (unos tequilas,
unas bachitas; alguna benzedrina, algún valium), en su cuarto de los altos de
la galería Pintura Joven (Río Marne, a una cuadra de Reforma), en su
departamento de la calle Antonio Caso (a dos o tres cuadras de Insurgentes)
—desde cuya ventana pintaba hartas azoteas con tuberías y tinacos—, en mi
departamento de la horrísona calle Lombardo Toledano (nunca supe si era oficialmente
Florida, San Ángel o Chimalistac), yo le auguraba larga vida y muchos éxitos.
Los “exhaustivos” críticos y estudiosos
de Guzmán (como Olivier Debroise) han omitido en sus curiosas bibliografías un
texto mío, breve y modesto, que se publicó en vida del pintor (“Primeras letras
para Guzmán”, Siempre!, suplemento 836, 1 de marzo de 1978, p. VI). Les
paso el dato, para que no se molesten en ir a la hemeroteca. Es al menos
anterior a tanta estupidez calumniosa que ha llovido sobre él.
Enrique lo leyó, no comentó mayor cosa,
pero me llevó misteriosamente a una discreta cena sorpresa para tres, preparada
con algún lujo (vinos, quesos) por un cierto escondido padrino suyo, francés,
dibujante “surrealista” (se me escapa el nombre, que Debroise conoce: hemos
platicado de él: dibujos a tinta de andróginos con atavíos enloquecidos), quien
vivía cerca de Villalongín, y que luego me enteré que murió en las peores
condiciones en
Escribí ese texto a petición del propio
Enrique dos o tres años antes, para acompañar la invitación de una de sus
exposiciones en la galería Pintura Joven. Pero no se lo entregué. Creo recordar
que enfrentó problemas con la galería y esa exposición se aplazó, o no se llevó
a cabo. Además, tuvimos por entonces ciertas desavenencias y malentendidos
—algo altisonantes, pero nada “criminológicos”— que se disiparon hasta
principios de 1978, cuando nos topamos de pronto en Paseo de
Lo reproduzco ahora como una manera de
recordar a ese hombre valiente e innovador, a quien sus amigos no veíamos como freak
ni como “drogo” ni como “víctima” de nada —salvo de los burócratas del INBA, de
ciertos dealers de arte y de algunos “críticos de arte”—, sino con
profunda admiración, hace veinte años.
Sus espléndidos cuadros, desde luego,
se defienden solos, tanto de los sones del mariachi, como de la nostalgia de
los amigos.
El cuadro que le compré —no a él, quien
era una especie de peón acasillado, que siempre le debía a su dealer o
galería más cuadros que los que podía pintar en muchos meses— sino a su
galería, me ha acompañado veintidós años. Siempre quise que fuera la portada de
mi mejor libro: me lancé finalmente al albur, ya viejo al lado suyo —él murió a
los 34 años; pintó sus obras antológicas desde los 18—, con Crónica
literaria (Cal y Arena)... un libro que él no habría soportado leer:
“¡Cuánto pinche rollo, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué decir?” ¡Cuántos
pinches colores, cuántas pinches figuras, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué
pintar! (Y otros tequilas, y alguna broca, y lo demás.)
Enrique vivía como monje: cabello
corto, bigotito del Bajío, pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y siempre la
misma chamarra; su cuarto —lo mismo su departamento—: un colchón, un
restirador, el montón de botes de pintura seca, el caballete, y las telas
vírgenes o “medio vírgenes” (evoco aquí su risa, casi de medio hipo) de las que
ya no era dueño; de las que siempre, de algún modo, alguien se había apropiado
antes. Antes de que las hubiera imaginado. Siempre había que pagar, pagar con
cuadros (Enrique de plano no conocía el dinero). Siempre había un “listo” para
el que había que pintar. Los cabrones se quedaban siempre con los cuadros. Ah,
pero ¡
PRIMERAS
LETRAS PARA GUZMÁN
1) En muchos cuadros de Enrique Guzmán
la limpieza juega un papel básico: los excusados siempre son blanquísimos, las
vísceras están pulcras y pulidas como si fueran de plástico: material didáctico
para una clase de anatomía. Las navajas de afeitar hieren limpiamente las
manos, como si cortaran manzanas; los cielos son mediterráneos.
2) Los rostros de niños, jóvenes, el
Sagrado Corazón, quieren ser vistos en momentos de equilibrio clásico. La
serenidad de los cuadros parece ocultar señales furtivas de desequilibrio: unos
ojos dementes, por ejemplo, en una niña feliz que felizmente se columpia en un
feliz paisaje.
El desastre es algo tímido: le da pena
presentarse entre tanta limpieza solariega, en un mundo tan sereno. Pero ahí
está, como malos pensamientos en un sonriente cuadro de familia. Los detalles
furtivos contradicen el conjunto abierto. La crítica de la limpieza.
3) Pronto las habitaciones limpísimas,
geometriquísimas, absolutamente vacías, suplantan a los seres vivos. Ya ni poniendo
cara limpia, ni destapándose el cerebro para enseñar un pulcrísimo conjunto de
claros sesos; ni vistiéndose con ropas inocentes, ni empeñándose en un
semblante pacífico, el cuadro tolera su presencia. Para ser absolutamente
limpio, para que haya orden y tranquilidad perfectos, es necesario que los
seres vivos se salgan del cuarto. Y del cuadro.
4) A veces, los cuadros de Guzmán
aparentan un mundo sin riesgos. El mundo “visto por un niño”; es decir, tal
como los adultos convencionales creen que un niño seguro, sobreprotegido,
inocente, debe ver el mundo: reiterar, por ejemplo, las estampas de los
libros infantiles: una realidad solariega, pulcra, sonriente, con caritas
chapeadas, nubecitas, zapatos bien calzados, ropa recién estrenada y bien puesta,
etc. Pero en los cuadros clarísimos priva un terror inhibido. Por ahí está
escondido, en una minuciosa señal apenas insinuada. Como cuando algo duele
mucho y uno se esfuerza para que no se le note.
5) Un barco se hunde. Se ve un pie de
náufrago: el zapato bien boleado, el pie tan bonito y decorativo, que no se
piensa en el naufragio. Se va a ahogar, pero sin gritos, sin hacer el menor
ruido, casi sin menear el agua.
6) Pero aun los cuadros de habitaciones
solitarias no agotan su soledad. No logran la limpidez, ni aun corriendo a los
seres vivos. Pronto quedan desplazados por azoteas y escaleras. Y aparecen
fetos y cuerpos que manchan la limpia, geométrica disposición del orden
inanimado. Pero las manchas también se esfuerzan por estar limpias, presentables:
un feto sin gelatinas, ni coágulos.
7) La imposibilidad de la pureza, la
inexistente infancia. La pérdida de la niñez que nunca estuvo para nadie, pero
que a todos fue prometida: el escenario falso que no representó la alegría de
las estampas de los libros infantiles. La pintura de Guzmán no se consolará de
que el escenario sea falso; lo construye una y otra vez, y deja las señales
furtivas que lo desmienten.
Un rostro que fuera agua: no llega a
ser tan cristalino. Una herida perfecta que fuese rebanadura de manzana: la
carne no llega a ser tan limpia, ni tan sólida. Y esos objetos, como barcos o
aviones, que tanto añoran parecerse a los juguetes baratos de los mercados
populares...
8) Cada cuadro de Guzmán parece estar
antes o después del desastre. Quizás la niña que se columpia felizmente con
ojos dementes se caiga un momento después. Quizá algo terrible ocurrió antes de
que el cuarto quedara vacío. ¿Y por qué ese feo cuerpo mancha la feliz
geometría de una azotea, de unas escaleras?
9) Lo terrible ocurre detrás y no se
atreve a decir su nombre. La limpidez es lo que aterra. Quizás a lo que se tiene miedo es a la
enloquecida claridad de Norma con que la vida se disfraza.
10) Una visita distraída pensaría que
Enrique Guzmán pinta paraísos. Todo lo opuesto. Su pintura es principalmente
crítica. Pero para ser más verdadera, más entrañable, escoge el camino difícil:
la crítica de la limpieza desde la limpieza, de la claridad desde la claridad,
de la pintura desde cuadros espléndidamente compuestos, dibujados y coloreados.
Frente a la plaga surrealista que convirtió en mero elemento decorativo la
reiteración de bajas pasiones, monstruos, alucinaciones, etc., la pintura de
Guzmán representa, entre la joven pintura mexicana, un replanteamiento de la realidad.
Su ironía destaca mejor en escenarios
de inocencia infantil, y la complejidad pasional se revela furtivamente en
cuadros que quisieran ser tan simples y solariegos como estampas de libros
escolares, o infantiles, o tarjetas postales.
1 comentario:
Hola, buenas tardes. ¿Sabes si existe algún heredero o alguien que se encargue de sus derechos de autor?
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