INDITO DE OJOS AZULES
Por José Joaquín Blanco
Mi madre era exigente en
cuestión de sirvientas. Las iba a buscar ella misma a los ranchos, a los
pueblos. Las prefería muy indígenas, lo más posible, porque le parecían más
respetuosas y honradas; y madres solteras o viudas que tuvieran hijos de
nuestra edad. Las citadinas no merecían su confianza: maleadas, altaneras,
alebrestadas, que cualquier día se largaban con el lechero sin decir adiós ni
gracias.
Las indias se ponían felices de dejar sus pueblos, sus
familias tiránicas, y venirse a la capital con techo y trabajo seguros, y con
la oportunidad de cuidar mejor a sus hijos. Así mi hermano y yo nos criamos
entre inditos en nuestro departamento de Polanco, no precisamente como
hermanos, pero si como, digamos, primos políticos.
Comíamos todos casi lo mismo y no se notaba demasiado la
diferencia en la ropa ni en los juguetes. Mi madre se preciaba de no ser
racista y de practicar el cristianismo con el prójimo. Pero sobre todo estaba
tranquila y contenta, porque sabía que esas nanas-sirvientas eran muy
agradecidas, y devolvían en favor de nuestra crianza cuanto mamá hiciera para
beneficiar la de sus hijos.
Los huevitos, la lechita y la ropita que les daba
resultaban, pues, baratísimos, en comparación con los cuidados y atenciones que
ellas nos prodigaban a mi hermano y a mí. En realidad nos criaron esas mujeres,
más que nuestra propia madre, y las recordamos con un cariño enorme, profundo.
De veras las necesitábamos: mamá había enviudado y casi nunca estaba en casa,
dedicada todo el día a los negocios. Aquellos niños nos consideran todavía de
la familia y hace poco nos invitaron a bautizar a sus primogénitos, que llevan
nuestros nombres: José, Rubén.
Tuvimos dos nanas: Carmen y Socorro. Carmen no llegó a
aclimatarse en la capital, de modo que se regresó a los tres años, ya con sus
niños muy crecidos y gordos, capaces de declamar todo el alfabeto. Todavía nos
visita una o dos veces al año y nos trae canastas de verdura y guajolotes.
A Socorro tuvimos que traspasársela a mi tía Lulú, después
de seis o siete años de servir en nuestra casa. Por entonces mi hermano y yo
estábamos en la secundaria, y mamá cambió de opinión en cuestión de sirvientas.
No podía seguir vistiendo y alimentando a tanta gente, y ni modo de educar a
los hijos de Socorro para intelectuales: todavía estaban a tiempo de recobrar
su estado natural de campesinos.
Por lo demás, ya no necesitábamos de tantos cuidados. Y no
se veía bien que dos varones adolescentes estuvieran solos todo el día en casa
con una criada joven. Decidió que ahora convenía una señora de edad, que nada
más se encargara de lavar y planchar la ropa, y de darle una buena limpiada al
departamento una vez por semana. ¿Pero dónde encontrar a esa respetable señora
de edad?
Socorro nos ofreció a su mamá, doña Dominga. Ya trabajaba de
sirvienta en México, pero por horas. Era ambiciosa y tenía sus ideas, dijo
Socorro. Quería su independencia y ganar el mayor dinero posible.
Mi madre quedó complacida. Recobrábamos nuestra libertad.
Así llegó doña Dominga como un ciclón. Se aparecía dos veces por semana muy
temprano, y con una furia y un ruideral inusitados hacía en poco tiempo todo el
trabajo. Se iba feliz con su dinero, hacia el medio día, a servir en otras
casas.
Qué eficiencia. Qué diligencia. “¿Pero no estará exagerando
un poco?”, se preguntaba mi madre. “Ya tiene sesenta años y tanto trabajo puede
hacerle daño”. No lo parecía. Era una mujer pequeñita y delgada pero fuerte,
correosa. Nada de maquillaje ni perfumes. Medias de hilo. Zapatos simples sin
tacón. Vestidos baratos y sencillos. Un solo suéter, azul marino. Aretes
pequeños. La imagen más edificante posible de la mujer indígena: limpia,
austera, sin otra vanidad que su larga trenza entrecana siempre perfecta.
Mi hermano y yo nos quedamos un poco huérfanos en la casa
súbitamente silenciosa. Resentimos el aire huraño de doña Dominga, quien no
admitía nuestras travesuras ni nuestra conversación, y protestaba porque le
quitábamos el tiempo. Sólo quería hacer su trabajo tan rápido con fuera posible
e irse a la otra casa que le tocara ese día, a ganar su segundo salario.
Por entonces se nos perdió de vista Socorro. Acostumbrada al
trato familiar y cariñoso de nuestra casa no se adecuó al más expedito de la
tía Lulú.
—Esa ingrata se largó de la noche a la mañana, sin darme
tiempo de buscar otra criada —protestó mi tía—. ¡Lo hizo adrede, nomás para
ponerme a fregar platos!
doña Dominga no sabía o no quiso decirnos qué había sido de
Socorro. Hasta nos dio la impresión de que la desaprobaba y se avergonzaba un
poco de su ingratitud.
Entonces ocurrió el prodigio. Un día se apareció doña
Dominga con un indito de ojos azules, más rubio que un vendedor de biblias.
Pero todo su trato era de rancherito y hablaba en náhuatl con ella. Como de
quince años.
—Es mi hijo Antonio —anunció sin más.
Lo sentaba en la cocina a leer monitos o le prendía la
televisión, mientras ella revolvía y sacaba lustre a toda la casa. Se trataba
de un mocetón como jugador de futbol, dos o tres años más grande que nosotros.
Nos restregábamos los ojos para convencernos de que era indito, el hijo de doña
Dominga, y no un gringo.
—¿No se lo habrá robado, tú? —le comentó mi tía Lulú a
mamá—. ¿De dónde Dominga iba a parir un hijo rubio y de ojos azules como Niño
Jesús? Ya ves que
Pero el niñote le era tan devoto a doña Dominga y hablaba en
su idioma; además, andaba de lo más cuidado y consentido, traía reloj y ropa
tan buena o mejor que la nuestra. Ella lo complacía en todo. Lo llevaba al
futbol los domingos, al cine, a fondas de antojitos.
Nos explicó entre dientes que era hijo de su difunto marido;
no el padre de Socorro, sino un güero. Y ya. Su marido le había dejado un
hijastro güero de ojos azules, Antonio, y lo iba a poner a estudiar en alguna
escuela de la capital. ¿En dónde? Misterio, y gestos ya de plano iracundos de
doña Dominga. “Ladinos metiches, ¿qué les importa?”, murmuraría.
Con los meses vimos el impacto de la capital en el carácter
de Antonio. Perdió timidez, mejoró rápidamente su castellano, se volvió
insolente. Se nos empezaron a desaparecer las cosas.
El día que se le esfumó a mi madre, de su propia bolsa, una
fajilla de billetes que acababa de cobrar en el banco, estuvo a punto de acudir
a la policía y denunciar el extraño caso del indito de ojos azules. Se desistió
por no causarle una pena a Socorro.
Ni siquiera fue necesario despedir a doña Dominga, porque
ella misma anunció que no iba a seguir trabajando donde se desconfiara de ella
y de su hijo. Y que más valía que mi madre pusiera orden en sus cosas porque
siempre lo andaba perdiendo todo. ¿Cuántos aretes y anillos no había encontrado
doña Dominga, tirados por ahí entre la ropa sucia o debajo del tocador? En
efecto: y cualquiera de esas joyas recuperadas valía más de los cinco mil pesos
de la mentada fajilla.
Doña Dominga siguió trabajando en edificios próximos. Y la
veíamos ir y venir con su hijote perezoso, catrín, reluciente, doradísimo. Se
había vuelto famosa por su ambición de dinero y por su indito de ojos azules.
De pronto, el escándalo: Antonio la había abandonado, con
dos buenas cachetadas, por el maricón de la farmacia. Lo vimos junto al
boticario patilludo detrás del mostrador varios meses, leyendo monitos, cada
vez mejor vestido, cada vez más guapo. Doña Dominga desapareció de
Nos olvidamos varios años de doña Dominga. Pero una tarde se
la encontró mi mamá en una casa de San José Insurgentes. Mi madre organiza
ventas de productos domésticos en hogares particulares: convence a una señora
de que preste su casa para una demostración, que invite a sus amigas; entre
ambas les venden a crédito los productos y comparten las utilidades. Así ha
recorrido todas las colonias de la ciudad.
—¡Pero qué milagro, Dominga!, ¿qué es de tu vida?
Doña Dominga refunfuñó y siguió limpiando alfombras como
máquina supersónica.
—¿Se conocen? Ah, es un primor esta Dominga, ¡y si viera
usted la devoción que le tiene a su hijo!
Doña Dominga empalideció. Pero siguió sacando vapor y polvo
de todas partes. Mi madre acompañó a la cocina a la dueña de la casa para
preparar los bocadillos, ¿y qué se encuentra? ¡A otro indito de ojos azules,
más güero que un vendedor de biblias!
No podía ser el mismo, porque éste no pasaba de quince años
y aquél ya debería andar en los veintitantos. Éste era todavía más guapo. El
vello rubio lo revestía de un resplandor dorado. Estaba todavía mejor vestido
que el anterior, pero también leía monitos, y descansaba y mordisqueaba
indolentemente papas fritas junto a su Coca Cola mientras doña Dominga se
afanaba por su bienestar.
—Esta Dominga es un ángel, quiere ponerlo a estudiar. Qué
abnegadas son las madres mexicanas.
—¿Pero cómo pudo tener Dominga semejante hijo, con su edad y
con su color? —murmuró mi madre, haciéndose la inocente.
—Un marido güero que se le murió, y le dejó la carga.
La trenza de doña Dominga ya estaba completamente
canosa.
Durante toda la demostración de sustancias para perfumar
baños, bruñir platería, desmanchar sofás, limpiar madera fina, mi madre estuvo
pensando si denunciar o no a doña Dominga con la policía. Volvió a optar por no
causarle una pena a Socorro.
Pero he aquí que finalmente Socorro se hizo la aparecida,
con sus dos hijos chiquitos nuevos, perfectamente morenos, a quienes no
conocíamos, y los dos niños blanquitos de su patrona. Sus hijos mayores
(nuestros “primos”) ya andaban de ayudantes de traileros. Había finalmente
conseguido otra casa generosa y cristiana donde cuidar a las crías de una
patrona sin desatender las propias. El oficio de nana le sentaba. Estaba
reluciente en el supermercado, con los dos hijos inditos y los dos niños blanquitos.
—¿Oye, Socorro, y qué ha sido de tus hermanos de ojos
azules?
Socorro empalideció, luego enrojeció, quiso enojarse,
finalmente soltó a llorar:
—¡Ay, señora, ya lo sabe usted! ¡Qué vergüenza! ¡Qué
vergüenza!
No: desde luego no eran hermanos suyos, ni hijos de ningún
güerísimo padrastro difunto. Pero tampoco habían sido robados. No del todo. Las
mujeres de su familia eran indias, pero no gitanas. No robaban niños rubios de
ojos azules.
La desgracia que les había ocurrido era la chifladura de doña
Dominga. Toda una vida tan virtuosa, tan correcta, ¡para envejecer de ese modo!
Hacía quince años le había entrado el furor por los güeros.
Se había vuelto a sentir mujer, ya entrecana, con ellos. Todo se lo gastaba en
ellos. No pensaba en otra cosa. Ya ni siquiera le hablaba a Socorro, quien
alguna vez se había atrevido a criticarla.
—Mi mamá nunca fue enamorada ni descocada, sino hasta ya
vieja, por culpa de los güeros.
—¿Y de dónde los saca, por Dios, mujer?
—De San Andrés Tayocapan, cerca de Chipilo.
Eso queda en el Estado de Puebla. En Chipilo se fundó hace
cien años una colonia italiana. Eran granjeros pobres que llegaron con una mano
adelante y otra atrás, pero güeros y de ojos azules. Se reprodujeron en
abundancia. Algunos prosperaron. Otros emigraron. Otros quedaron relegados en
los pueblos vecinos, como San Andrés Tayocapan, integrados a la vida indígena y
campesina. Inditos de ojos azules.
Ahí andaban por la plaza, el día de mercado, con sus
overoles, sus sombreros y sus huaraches, como puntos güeros o alubias en los
frijoles. Allá los iba a buscar doña Dominga cuando el hijo en turno la
abandonaba. Les platicaba de la capital, de la vida moderna, de qué bonito era
México. Les prometía sacarlos del pueblo, traerlos acá, comprarles cosas.
Siempre caían.
—¡Pero qué desesperación! —dijo mi madre, compadecida,
recordando la aventura del boticario patilludo—. Partirse así el lomo para
mantenerlos, ¡y que luego la boten en un dos por tres!
—Los güeros siempre son ingratos —sentenció Socorro.
Color es destino, y aunque mi madre niega que exista el
racismo en México, tuvo que aceptar que la piel dorada y los ojos azules
siempre encontrarán gran demanda como novios, o de perdida como valet parkings.
—¡Qué desesperación! —continuó diciendo mi madre—. ¡Tanto
trabajar para ellos, a sabiendas de que en unos meses o en unas semanas la van
a abandonar!
—No se preocupe, señora —dijo Socorro—; en San Andrés
Toyocapan conocen a mi madre. Ahí tiene güeritos de sobra esperándola, como
quien dice: haciendo fila... ¿Y qué me cuenta del niño Pepe, del niño Rubén?
—añadió maternalmente.
—¡Ay Socorro —atronó mi madre—, qué mal me los educaste!
¡Están todo el tiempo echadotes, de huevones! Que dizque van a la universidad,
pero nunca los ves estudiando. Todo el tiempo nomás oyendo música, jugando con
la computadora. Uno se siente director de cine; el otro, redentor social. ¡Y
todavía no aprenden ni a limpiarse los mocos! ¡Ojalá les dure yo mucho tiempo,
para mantenerlos, porque ni un huevo revuelto se saben hacer!
—No hay que perder la fe en Dios, señora.
—No hay que perderla, Socorro.
24 comentarios:
genial, genial, genial, simplemente no podía dejar de leer jajajaja y tenía que estar hace 5 min en otro lado... oooops
buenísimo! ya no hay más??
me encantó, no me esperaba ese cambio en la historia, buenísimo!
la manera de contar la historia te atrapa y no lo puedes dejar de leer es más no quieres que se acabe y no hice caso a nada hasta que lo terminé, verdaderamente tiene un estilo que me dejó apabullada pues es rarísimo que me pase algo así y me considero una muy buena lectora.-FELICIDADES GENIO!!!!!!!!!!!!!!1
esilo que te pilla, no te permite dejar de leerlo hasta que termina y te sabe a poco.-me pareció fantástico no lo conocía pero pienso leer todo lo que pueda de EL
mm esta buenisimo !!!
graciass!!
Simplemente maravilloso, es usted el mejor.
Hola, me encanto la lectura, Zurita tiene la razón (como casi siempre) al decir q eres uno de los mejores escritores de México, ya casi salgo corriendo a la librería a comprar tus libros, gracias por compartirnos tu don.
Lo digo en serio, cual de tus libros me recomiendas como primera lectura
Hola, Luisa. Gracias nuevamente. Hay uno que se llama El Castigador, en editorial ERA... Y además podrás imaginarte a Sergio Zurita como el protagonista, pues lo llevó al teatro como actor hace unos 15 ó 16 años... Un saludo...
Me gustan mucho sus cuentos, gracias por compartirlos en la red
Muy buena historia !!!
ahhh que gûeritos ...
Haaa!! el cuento es muy bonito , sencillo y practicamente lo lei de corrido, cosa que en ocaciones no hago , gracias a Sergio Zurita por recomendar esta pagina ,
Saludos!!!!
Realmente una gran forma de escribir, la lectura te lleva de la mano, sin complicaciones, lo que logra atraparte en ella.
Muchas felicidades, apoyo a Zuri: Uno de los mejores escritores mexicanos!
Ahora buscaré todos sus libros!
Saludos!
Que buena historia.. me transporto a todas esas casas y me imagine a los weros, como a los menonitas de Chihuahua..
Muchos saludos y espero pasar de nuevo por aqui.
Qué fregonería de cuento, me gustó mucho. Me puso de buen humor. Gracias por compartir todo esto con nosotros, señor. Un saludo.
José Joaquín, me alegra volverte a encontrar y digo volverte a encontrar porque no sé en dónde publicas, sólo te he leído en libros. Ahora por lo menos te voy a poder leer aquí. Me encanta tu estilo eres uno de mis escritores favoritos.
Tampoco creas que soy uno de esos fans histéricos, no, todo lo contrario. Lo que pasa es que me causa mucha alegría.
Para que me entiendas, es como tu cuando conociste a Pellicer.
Saludos,
LFS
Un gran saludo Luis y gracias, ahí nos estaremos leyendo en fb...
Gracias, mil gracias por saciar mi sed. Es delicioso leerte en este género -o en cualquier otro, por el mismo motivo. Te sigo leyendo y te refiero donde pueda. Un saludo cordial desde la Ciudad de las Montaña,
Enrique Zenteno
Donde encuentro tu ensayo "Ojos profundos" creo se llama, lo leí cuando fué publicado rn la Jornada..creo
"Ojos que dan pánico soñar" es el ensayo a que hago referencia, tomó un minúto investigar y aclarar el recuerdo. Y no es la jornada es suplemnto uno mas uno. Igual me gustaría leerlo nuevamente.
Está recopilado en el libro Función de medianoche (Editorial ERA)....
Muchas gracias José Joaquín..... tengo el libro, lo reeleré
Sonoro es el aplauso por tan delicioso texto, gracias maestro.
Genial!
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