BRECHT, EL MÁS MODERNO DE LOS CLÁSICOS
Por José Joaquín Blanco
Al parecer, Bertolt Brecht (1898-1956) ha prevalecido sobre el infierno
que “el final de la Historia ”,
o la caída mundial del comunismo, quiso arrojar sobre su figura y su obra.
Es curioso que,
especialmente a la caída del Muro de Berlín, las academias, las instituciones y
los medios de comunicación hayan perdonado tan fácilmente la “culpa comunista”
a los escritores y artistas rojos que no lo parecían demasiado (Picasso), que
no se tomaban tan en serio esa ideología en su obra; e intentado condenar
metódicamente, sin excepciones, a los comunistas que la asumieron
beligerantemente en sus creaciones (Diego Rivera, Brecht, Neruda, Sholojov).
Se llegó a decir que
Brecht era simplemente un propagandista, un dramaturgo didáctico del comunismo;
y que sus obras de teatro ni siquiera resultaban propiamente “obras”, sino
pastiches o parodias de textos anteriores (La
ópera de tres centavos como “hurto” a John Gay y a Christopher Marlowe);
parodias o pastiches ¡de mano ajena!,
escritas a trasmano por sus cultísimas y geniales amantes o sus inspirados
discípulos (como afirmaron algunos detractores universitarios, con el peregrino
argumento de que Brecht no sabía tanto inglés o chino como para manejar por sí
mismo el material original en sus “collages”.)
Sin embargo, cualquier
verdadero amante del teatro en el mundo, de los espectadores y estudiantes a
los propios dramaturgos y artistas, siguió sintiendo que nadie como Bertolt
Brecht ha sido tan natural y atrevidamente un hombre de teatro, un “animal
teatral”, un creador incesante de juegos y episodios escénicos. Nadie ha tenido
tan profunda y exuberantemente el teatro dentro de sí como el autor de La ópera de tres centavos (1928), El ascenso y caída de la ciudad de
Mahagonny (1930), Madre Coraje
(1941), Vida de Galileo (1943), La
buena mujer de Ze-Chuan (1943), El círculo de tiza caucasiano (1948), El evitable ascenso de Arturo Ui (1957), etcétera.
Las obras de Brecht siguen
editándose, traduciéndose, representándose, grabándose en compact disks (música
de Kurt Weil). No se reducen a la mera ideología, del mismo modo que las obras
de Calderón rebasan su espacio y mensajes teológicos. Son teatro, y el mejor
del siglo. Por lo demás, la denuncia civil de la injusticia y de la opresión
existe desde los poemas antiguos de Egipto. Que nadie diga que sólo en tiempos
modernos la poesía se cargó de misiones ideológicas “espurias”: nunca ha estado
desprovista de ellas.
Aun en sus poemas más
políticos, la realidad pesa más que la ideología: sus contemporáneos leyeron en
ellos una concentrada y ardiente historia de sus “tiempos sombríos”, más que
una versificación de la doctrina.
Escribió en 1956 Peter
Suhrkamp: “Como poeta, en verso y en su teatro, Brecht escribe la historia de
nuestro pueblo desde 1918... quien ha vivido con intensidad esas épocas lo
advierte con vehemente claridad en una lectura coherente de poemas y obras de
teatro. Sus poemas y canciones no sólo conservan la atmósfera de la época;
están impregnados de la lengua y los gestos de determinadas figuras y
acontencimientos de esos años. Incluso lo lírico lo expresa Brecht no sólo en
su persona y lengua, hasta cuando escribe en primera persona. En los poemas y
canciones de Brecht se emplean muchas actitudes de muchas personas de múltiples
maneras, eso las hace en todo momento y cada vez más actuales”.
Canta Brecht en “A los que
vendrán” (traducción de Pura López Colomé, edición de la UNAM ):
Llegué a las ciudades en tiempos de desorden
Cuando el hambre reinaba en ellas.
Llegué con los hombres, en tiempos agitados,
Y me rebelé junto con ellos.
Así pasó el tiempo
Que me fue concedido sobre la tierra.
Comí entre batallas,
A la hora de dormir me acosté entre asesinos,
Hice el amor sin gran cuidado,
Y contemplé a la naturaleza sin paciencia.
Así pasó el tiempo
Que me fue concedido sobre la tierra.
Anota su editor, Siegrid
Unseld: “Brecht sometió estos poemas a un ‘lavado de lengua’; son objetivos,
secos, como escritos casuales; se muestran, sin embargo, con extraordinarios
significados múltiples y llenos de realidad. Obligan a sus lectores a
confrontarlos con la propia realidad y a verificar su ‘verdad’. Así se crea un
tipo completamente nuevo de lírica: desafiante y de un laconismo brutal. Son más
abismales que los poemas de autores a los que Brecht acusaba en los años veinte
de haber cedido a la magia y ebriedad de la palabra”.
Brecht consiguió un buen
maridaje de arte y pensamiento, vanguardias y tradición artística en sus obras.
Y un teatro dentro del teatro (“distanciamiento brechtiano”), un teatro que
acentúa sus características de representación para que no se le confunda con la
vida ni con la realidad. Farsa, cabaret, fábula, guiñol, crónica, visión,
parábola. Nada más opuesto al arte soviético que el kafkiano, dadaísta,
expresionista o cirquero de Brecht.
En él florece la tradición
europea de los juglares y de los trovadores antiguos, como su amado François
Villon. Añádase a esto que en Brecht apareció un poeta caudaloso (dos mil
trescientos poemas) especialmente dotado para el lenguaje como pocos en
cualquier cultura moderna. Mientras otros se hundían en la poesía en blanco, en
el mero proliferar de imágenes sonámbulas, en la dificultad de la expresión, él
podía inventar canciones emocionales o burlescas con una frescura traviesa de
niño. Tres frases llanas con algún contrapunto y ahí estaba, prodigiosa, la
canción memorable.
Hay siempre un poeta en el
teatro de Brecht, y un hombre de teatro en sus poemas, que invariablemente le
resultan tanto poesía personal como canciones, monólogos, fábulas, escenas
esperpénticas o laberínticas. El comunismo se va reduciendo a una (inevitable)
peripecia biográfica y a una perspectiva de su crítica social, no a un lastre,
mucho menos a un pecado capital en su obra. Y no lo arrastró consigo la caída
del Muro de Berlín, como tampoco la ruina de Atenas derrumbó a Esquilo ni a
Aristófanes. Persevera su juego, su farsa, su condena (y exaltación) del mundo
en obras de teatro y poemas.
Han aparecido recientemente
en castellano Más de cien poemas (varios
traductores, Madrid, Hiperión, 1999), edición que se suma a las que no han
dejado de circular en Madrid (Alianza Editorial), Buenos Aires, México (Alberto
Blanco y Pura López Colomé han traducido Las
visiones y los tiempos oscuros, UNAM, 1989), La Habana , desde los años
treinta.
Como sucedería con López
Velarde o García Lorca en otras lenguas, se pierde mucho en las traducciones
castellanas de Brecht (la música, los juegos de palabras, la inspirada
concisión epigramática), pero resisten el dibujo, la fábula teatral y buena
parte de su mensaje. Podemos leerlo como magnífica prosa, pero sin olvidar —y
hay muchas grabaciones de sus canciones— que esa prosa traducida siempre canta,
recita y se contorsiona sobre un escenario.
Como en los años veinte,
cuando pasmó y arrebató a W. H. Auden y a Walter Benjamin, y abrió en Thomas
Mann la sorda llaga de los celos literarios y la ira personal, Bertolt Brecht
asombra por su vasta y siempre exacta capacidad de hacer poesía sobre cualquier
cosa, lo que sea: todas las estaciones del amor y del paisaje, pero también la
guerra, los “tiempos sombríos”, el pánico ante la propia nación como una fatal
“madre pálida”; la enfermedad, la nota roja, el dinero, la mezquindad y la explotación,
la vulgaridad, un aborto, un parto sobre una taza de WC, una niña ahogada, los
soldados muertos, las andanzas de mendigos y criados, los episodios duros de la
vida diaria, arisca y banal.
Tal vez sólo Pablo Neruda
se acerque en ello a Brecht, aunque con la diferencia de que éste recurre menos
a las metáforas y casi nunca a las metáforas complicadas. Sabe cantar
magníficamente sobre lo que sea sin extrapolar la imaginación ni el lenguaje.
Casi siempre es llano, legible, racional.
Pero este poeta que
desconoce asuntos antipoéticos (y cuya temeraria y constante mezcla de la
crudeza y el refinamiento, la ternura y la brutalidad, la belleza y la fealdad
del mundo, se atreve a cualquier cosa) casi desprecia las vanguardias y la
novedad en el arte. No hay laboratorios ni laberintos ostensibles en su poesía.
Se atiene a la tradición, tanto en las formas métricas y en las rimas, como en
los versos libres: aprendió de las canciones y baladas europeas y orientales,
de las leyendas, rezos, danzas de todos los tiempos, un sólido oficio de
cantor.
No abreva tanto de fuentes
folklóricas. Por lo demás sabemos que, en poesía, con frecuencia lo que
llamamos folklore no es sino la exitosa difusión entre el pueblo de formas
cultas, como los soneros veracruzanos que, sin saberlo, cantan literalmente a
Lope y a Góngora. Pero aspira para sus poemas a los ritmos, los contrastes, la
apuesta radical por un tono definitivo que gana o pierde el poema sin mayores
discusiones.
Escribió George Steiner:
“Es evidente que Brecht fue un fenómeno muy raro, uno de esos grandes poetas
para quienes la poesía es una visita cotidiana, un modo de respirar. Y como los
mejores poemas de Brecht son, con frecuencia, tan misteriosamente ‘naturales’ y
tan discretos en el uso del ritmo del habla de todos los días, resultan
difíciles de traducir. Pero no hay duda, los dos grandes poetas alemanes de
este siglo son Rilke y Brecht”.
Hable de China o de
Alemania, de la India
o de Nueva York, hay en Brecht un trovador tradicional que canta cosas probablemente
eternas, pero antes pocas veces expresadas con tal franqueza, con tales mezclas
de crudeza y edificación, de entusiasmo y desesperanza, de amor y horror. Con
tal atrevimiento humorístico de juglar en music
hall.
Canta bajo el signo de
Villon, pero también de los salmos o de la Antología Griega , de milenarios sacerdotes
hindúes, de los poetas romanos y los
patriarcas chinos, de los Lieder de
su patria. Quizás fue por ello el primer poeta culto que sonó a blues, a jazz:
El tiburón tiene dientes
y en el hocico los lleva;
Macheath tiene una navaja
pero nadie se da cuenta.
Del tiburón las aletas
enrojecen con la sangre;
Mackie Messer lleva guantes
y del crimen no hay señales.
Al agua verde del Támesis
arrojan de pronto gente:
no hay peste, tampoco cólera,
sólo Mackie está presente.
Un lindo domingo azul
yace un muerto en la ribera
y alguien, tal vez Mackie Messer,
a la esquina da la vuelta...
(Asombrosamente, Rubén
Blades logró canciones que sonaran más a Brecht que cualquier traducción, en su
saga de “Pedro Navaja”).
Toda la tradición y todo
el modernísimo, caótico presente. Pero el escandaloso cantor de la revolución y
de los mendigos y criminales en una pesadilla de music hall, desde muy joven se alarmó y tuvo que admitir con cierto
humor esta paradoja: “Observo que empiezo a ser un clásico”.
Esta actitud clásica le
impidió idealizar a los oprimidos. Los canta tal cual son, sucios y vulgares,
como víctimas de la injusticia y de los crímenes gubernamentales; no hay en su
obra “héroes de abajo”, “hombres nuevos”, estampas ejemplares del comunista
dorado.
Siempre resultó incómodo
sobre todo para sus camaradas comunistas. Se burló de ellos. Les recomendó que
desaparecieran al pueblo, de plano, para evitarse problemas con él en la
aplicación del orden comunista. Denunció injusticias; jamás predicó paraísos
políticos virtuales o demagógicos al gusto de las nomenklaturas soviéticas ni
del Partido Comunista Alemán. Buscó las terribles verdades reales, no los mitos
de la doctrina.
De ahí también su estilo,
tan imitado e inimitable, de absoluta pureza lírica (en el sentido musical: las
frases que siempre suenan a canto, que siempre cantan), pero obsesionado por la
impureza de temas y expresiones. Ni el horror, ni las miserias humanas, ni la
banalidad, ni el asco se hacen a un lado para que surja la belleza o la
emoción. Toda la basura humana y de la realidad han de estar presentes en los
mayores sueños y exaltaciones del hombre.
Como en Browing, su poesía
es generalmente dramática, con un personaje diferenciado del autor, incluso con
una historia. Pero no se limita a monólogos, a personajes que digan su
historia. Deben cantarla, plenamente,
sin ocultar ni olvidar las contradicciones.
La belleza reside en su
totalidad cantante, en su historia sin embellecimientos o censuras
premeditados. De ahí que su forma privilegiada sea la balada (Lied): un canto no del momento esencial
y quintaesenciado, sino del movimiento de una vida, de su historia,
entremezclando la risa y la seriedad, la obscenidad y la limpidez, el horror o
el asco y la contemplación.
Sólo pudo lograr esto un
maestro de la forma del verso. Suenan en él con gran armonía los acordes menos
compatibles. Parecen (no lo son, claro) surgidos espontáneamente, de un sólo
trazo, de un solo movimiento. Y que así deben ser, como una planta o un animal.
Que no se miden contra un canon externo. Que ellos mismos implantan su propio
canon.
Otro tanto ocurre con las
baladas, leyendas, cánticos, oraciones, crónicas o epigramas espigados de la
literatura tradicional, especialmente de la muy antigua, que construyó sus
formas misteriosas a través de siglos o milenios, como las chinas o hindúes que
tanto admiró, la grecorromana, y las europeas de la Edad Media y del
Renacimiento.
Este poeta revolucionario,
acaso el más revolucionario de los poetas de nuestro siglo (en el sentido
ideológico y de la misión que exigía a su poesía, como subversión radical de la
naturaleza humana; pero sobre todo por sus atrevimientos estéticos y verbales),
no es sino el más tradicionalista, el mayor trovador.
De ahí tal vez su fuerza,
su belleza, su capacidad de asombro y de impacto, a pesar de las vicisitudes y
de los cambios tan poderosos de nuestro siglo. El I ching y los brahamanes entonan la balada del pobre (ah, tan
moderno) hombre occidental en sus poemas.
Y escuchamos en ellos la
poesía fundamental, más allá de épocas, de teorías estéticas o políticas, de
países o bandos. En lo más antiguo, lo más moderno.
En una “Visita a los
poetas desterrados”, Brecht acentúa sus semejanzas con grandes poetas del
pasado en cuanto al destino del poeta; también nos narra, subrepticiamente, un
encuentro con la banda de sus cómplices imaginarios:
Cuando en sueños entró en
la cabaña de los poetas
desterrados, que está al
lado de la cabaña
donde viven los maestros
desterrados (escuchó desde allí
discusión y risas), en la
entrada se le acercó
Ovidio y en voz baja la
dijo:
“Mejor que todavía no te
sientes. Aún no has muerto. ¿Quién sabe
si no habrás de volver?”
Pero, con consuelo
en los ojos, se acercó Po
Chu-yi y sonriendo dijo:
“El rigor se lo gana cada
uno sólo con que una vez
nombre la injusticia”. Y su
amigo Tu-Fu dijo tranquilo:
“¿Comprendes?, el destierro
no es el sitio
donde se desaprende el
orgullo”.
Pero más terrenal se les
unió el andrajoso Villon
y preguntó: “¿Cuántas
puertas tiene la casa donde vives?”
Y lo llevó a un lado Dante,
y cogiéndole del brazo
le susurró: “¡Tus versos
están plagados de defectos,
amigo, así que piensa
cuánto hay contra ti!” Y Voltaire
añadió desde el fondo:
“¡Presta atención al céntimo,
si no te matarán de
hambre!” “¡Y métele chistes!”,
gritó Heine. “Eso no ayuda”
rezongó Shakespeare,
“cuando llegó Jacobo ni a
mí me permitieron ya escribir”.
“De llegar a juicio, ¡coge
a un granuja de abogado!”,
recomendó Eurípides, “pues
él se sabrá los agujeros
en la red de la ley”. La
carcajada duraba aún, cuando
del más oscuro rincón llegó
un grito: “Oye tú, ¿se saben
ellos también tus versos de
memoria? Y los que los saben,
escaparán a la
persecución?” “Ésos son los olvidados”,
dijo Dante en voz baja, “a
ellos no sólo les destruyeron
los cuerpos, sino también
las obras”. Las risas
se quebraron. Nadie se
atrevió a mirar hacia allí.
El recién llegado
se había puesto pálido.
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