El narrador inglés Christopher Isherwood (1904-1986) es conocido
internacionalmente por dos grandes obras que alcanzaron trascendencia mundial: Adiós
a Berlín (1939, traducida al castellano en Seix-Barral por Jaime Gil de
Biedma) y Christopher y los suyos (Christopher and his kind,
1976).
La primera, que dio lugar a la exitosa
película musical Cabaret, narra el mundo de excepción moral del Berlín
inmediatamente anterior al triunfo del nazismo; la segunda, un libro
autobiográfico, expone con una fresca y natural sinceridad, sin mayores
pretensiones sicológicas o filosóficas pero con una respiración libertaria
inimitable, la forma moderna de vida de un puñado de personajes homosexuales
voluntariosos, entrañables, cómicos: ni reprimidos ni idealizados.
Ambas expusieron finalmente al autor como un
héroe, casi un mito, de la contracultura o de la cultura occidental avanzada
para grandes sectores del público mundial. Fue el patriarca de la contracultura
y de los beatniks (la mitología del vagabundo y del azaroso momento presente;
la reflexión y la iluminación orientales), del “camp” (inventado en su novela El
mundo al atardecer, donde lo encontró Susan Sontag), del liberacionismo gay
y de la prosa antimandarinesca pero con insuperable afinación estética.
Isherwood, sin embargo, se
propuso ante todo un destino y una labor de artista, como su íntimo camarada el
poeta W. H. Auden. Fue un revolucionario del arte narrativo, al que despojó de
tramoyas y grandilocuencias artificiosas, en busca de un relato aparentemente
llano y contenido, algo humorístico (“campy”), antiheroico y anticomplaciente.
Para Isherwood el mayor vicio del arte
residía en el fraude moral o estético (lo falsificado, lo hipócrita, lo
prefabricado, lo pretencioso, lo snob). Por ejemplo, define a la Victoria Ocampo de
Sur: What a bullying old cunt! Y opina que “el cristianismo de
izquierda es una de las peores formas de izquierda y de cristianismo”. Casi
todas sus opiniones literarias, políticas o religiosas resultarán escandalosas
para el letrado convencional.
Con tales miras escapó como de la peste del
Establishment literario inglés, de parnasos y academias, y sin miedo alguno al
aislamiento o al ostracismo (que tanto aterran a los carreristas literarios),
ensayó una vida relativamente anónima de aventurero mundial, que finalmente
ancló en California. Novelas como Lo último de Mr. Norris, Violeta del
Prater, Encuentro junto al río, Andanzas, Un hombre solo (Mr. Norris changes
trains, Prater violet, A meeting by the river, Down there on a visit, A single
man) lo sitúan como uno de los mejores narradores del siglo, dueño (en
opinión de Graham Greene) de “una legibilidad inevitable”.
No sólo buscaba un nuevo estilo, sino una nueva vida: en
sus novelas aprovecha la revolución sicoanalítica y el pensamiento asistemático
para construir una nueva moralidad e incluso una nueva sacralidad humanas.
Aprovechó también para ello la tradición hindú del “vedanta” y la meditación
oriental. Y ejerció una tenaz defensa de todos los aspectos lúdicos de la
existencia.
A ratos, siempre campy, desecha y se
burla de los monumentos o dictámenes más solemnes de la cultura occidental, y
confiere una asombrosa seriedad a la conversación de un desconocido en un
restorán o a ciertos aspectos de charlatanería popular, como los rumores de
fantasmas y aparecidos entre los modernísimos suburbios del sur de California.
Un escritor
encarnizadamente anti-mandarín, fascinado con el destino del vagabundo anónimo
y con el desprecio a los prestigios culturales (farsas, imposturas,
falsificaciones), reivindicador de la vida callejera e incluso de la cultura
comercial (pero reelaborada por una ironía “camp”), a quien ahora, a quince
años de su muerte, resulta desde luego curioso ver coronado por una obra tan
vasta y sólida como la de los mayores pontífices europeos: unos veinticinco
volúmenes, algunos bastante gruesos.
Todos ellos (hasta su única novela
relativamente fallida, El mundo al atardecer, The world in the evening)
dotados de una clara vocación moral o antimoral: una nueva moralidad moderna, y
de un nuevo estilo rigurosamente artístico, pero a la vez desconfiado de las
imposturas del arte convencional.
Hace poco apareció el
primer (imponente) volumen de sus Diaries, 1939-1960, que comentamos y
del que tradujimos algunos pasajes en Nexos. Seguramente veremos pronto
varios tomos de su correspondencia. Acaba de publicarse un libro inconcluso,
que el autor abandonó en 1971: The lost years. A memoir, 1945-1951 (Londres, Chatto &
Windus, 2000).
Se trata de un
relato autobiográfico de los años de mayor depresión e improductividad de
Isherwood, quien ante la explosión de la Segunda Guerra
Mundial abandonó sus certezas y esperanzas, incluso su país, y buscó una nueva
vida a la deriva en los Estados Unidos, como un desasido, drop-out o
huérfano social. Anheló la fraternidad de la filantropía hacia los emigrados de
la guerra, las iluminaciones hindúes del “vedanta” y las libertades,
frecuentemente irónicas, de la sociedad y la cultura modernísimas de los
Estados Unidos (sobrevivió en buena medida como maquilador de guiones
cinematográficos para Hollywood).
Está escrito en el
conocido estilo llano e irónico de los grandes libros de Isherwood: un autor,
“Yo” (él mismo en el tiempo de escribir, muchos años después), narra
antidramática y antilíricamente la modesta pero voluntariosa y enérgica vida
cotidiana de un puñado de personajes azarosos, seductores, algo vagabundos, que
acompañan a su personaje Christopher (él mismo en el momento de la acción).
En 1971, auxiliado por sus diarios, cartas,
entrevistas y otros documentos, recuerda quién fue y con quiénes vivió entre
1945 y 1951. Narra la angustia de la guerra y de la amenaza nuclear, de los
hombres desasidos, fuera de los roles familiares, profesionales o políticos
impuestos por la sociedad “productiva y correcta”, y las aventuras de todos
ellos para gozar sus días terrenales con hambre de autenticidad y de plenitud.
Abundan, desde luego, las escenas eróticas
homosexuales, descritas con una frescura y un gozo, una recuperada inocencia,
una vocación libérrima de juego, como no se vio en otro autor de su tiempo y
como seguramente no conocerá esta humanidad-de-los-tiempos-del-sida en varias
décadas. No necesitó recurrir a los laberintos y mascaradas de Proust, a los
silencios obligados de Forster, a las arduas construcciones éticas y estéticas
de Gide ni a la epilepsia teatral de los santos “malditos” de Genet: habló con
ironía y naturalidad inusitadas de hombres y muchachos en un mundo a su medida.
Opino que en ningún autor moderno respiran y
se mueven tan a sus anchas los personajes homosexuales como en los libros
narrativos o autobiográficos de Isherwood. Más que un liberador, es un
liberado: su enseñanza es el espectáculo gozoso e irónico (“campy”) de su
libertad, ganada a pulso sobre el terreno, por los caminos más azarosos y
anónimos.
En otro lugar he estudiado
con amplitud la obra de Isherwood (Sentido contrario, Universidad
Autónoma de Puebla, 1993). Ahora celebro este libro perdido sobre sus “años perdidos”.
No contiene mayores revelaciones que las ofrecidas en sus novelas, tomos
autobiográficos y diarios, pero ofrece dones extraños.
El primero: el taller el autobiógrafo. Al
contar su vida minuciosa en aquellos años desarrolló el estilo, la perspectiva,
el tono que daría a Christopher y los suyos. No sorprende que haya
abandonado este volumen: se sintió, de pronto, completamente armado para
intentar de inmediato uno más ambicioso.
El otro don es el de un
libro íntimo de sinceridad abrumadora, ilimitada, mayor tal vez que la del Gide
más libre. Así, recuerda aquellos años particulares día a día, amigo por amigo,
amante por amante, acostón por acostón, borrachera por borrachera, peripecia
por peripecia. No son las meras notas rápidas de su diario, de cualquier modo
espléndidas: sino un relato introspectivo, estructurado, producto de una
reflexión intensa.
Aunque no faltan a la cita Stravinsky, la Garbo ni Chaplin, entre sus
amigos célebres, escasea el name-dropping: Isherwood no vivía en
parnasos, sino en la aventura de su rincón californiano, y concede al más
anónimo de los marineros el mismo estudio artístico y mental que a los Grandes
Nombres, en sus menudos episodios de flirting, kissing, licking,
wrestling, belly-rubbing, sucking, rimming, fucking, being fucked,
etcétera, donde alzan para sí mismos y sus amigos una parca mitología
vitalista. No sorprende encontrar explícitos y frecuentes homenajes a Whitman y
D. H. Lawrence.
La búsqueda de
autenticidad, la conquista de la libertad y la alegría, la reivindicación de
cada minuto terrenal, el trabajo reflexivo (auxiliado tanto por el sicoanálisis
como por la meditación indostana), convierten a este libro “perdido” de
Isherwood en un par de sus admirables títulos conocidos.
Y en él se aquilata, quizás más
detalladamente que en los otros, su lucha de artista por la independencia
personal, tanto en el sentido del pensamiento como en el del estilo; de esa
estética al mismo tiempo concisa y profunda, irónica y emotiva, anticultural
pero rigurosamente encaminada hacia un trabajo creativo sin atavismos ni
falsificaciones, capaz de dotar de un nuevo valor a los más extraños y
minuciosos cristales de la vida tal-cual-corre, siempre fugitiva de los engaños
de la tramoya, los dramatismos o los magisterios prefabricados de la literatura
convencional.
Ciertamente fortalece la mitología
entretejida en toda su vasta obra: la vida como aventura de plenitud y
autoconocimiento de hombres modernos, libres, dueños radicales de cada cristal
de su presente y de su destino en sus mundos específicos, a los que con garras
y dientes defienden de todo tipo de coerciones y mistificaciones.
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