LAS
BANDERAS DE LORD BYRON
Por José Joaquín Blanco
Pocos poetas han sido tan biografiados como lord George Gordon Byron
(1788-1824). Que si provenía de una rama aristocrática de asesinos, locos y
suicidas, émula de los Borgia o de las tragedias históricas de Shakespeare. Que
si su cojera, como gran llaga o lacra en su efigie de dandy, lo impulsó a
delirios de superhombre. Que si era más o menos guapo que su igualmente
“diabólico” amigo Shelley. Que si cometió incesto con su mediohermana Augusta,
en su explosiva rebelión moral contra el puritanismo británico; o si se
interesó demasiado en ciertos pastorcillos y pajes griegos (como el Loukas a
quien tan dramáticamente abrazó en sus últimos meses). Que si sedujo a más
burguesas casadas remilgosas que a campesinas vivarachas. Que si se creyó todo
un Napoleón de la poesía y fue leído multitudinariamente como tal.
Que si se erigió en pintoresco liberador de
los oprimidos (pudo costear sus aventuras y expediciones gracias al
estrambótico valor de cambio de la libra británica, que en países pobres lo
convertía automáticamente en el multimillonario que no era en
Inglaterra: capaz de pagarse en Grecia e Italia palacios, barcos, carrozas, un
zoológico doméstico y contingentes de criados y soldados, cuando en Londres solía
endeudarse); y fue a morir “por la libertad” de unos pastores griegos
totalmente silvestres, a quienes imaginó teseos, edipos y apolos redivivos,
sometidos al imperio turco, a la manera de una inmolación heroica (falleció en
Missolonghi a consecuencia del paludismo).
Que si admiró, por extravagancias de dandy, más la
cultura feudal de los sultanes turcos que la monarquía constitucional inglesa.
Que si acaudilló a la nueva tribu de los poetas modernos como demonios
voluntaristas, agrupados bajo el signo de Caín o de Saturno, deseosos de retar
a un Dios absurdo, injusto, ineficiente y... demasiado británico. Que si fundó
el delirio romántico del poeta como guía del pueblo o víctima propiciatoria del
destino... y luego se burló de él: “Es risible lo que quiso ser romántico”.
Bajo el pretexto de descalificaciones
puristas sus detractores suelen esconder una mera condena moral de tías
fastidiosas (v. gr. Silvina Ocampo: “Byron no fue un artista: le
faltaron los escrúpulos de la meditación, la delicadeza del sentimiento y de la
medida... Se advierte frecuentemente el alarde de sus culpas y no el
arrepentimiento”; prólogo a Poetas líricos ingleses, Clásicos Jackson,
México, 1963). Otros (John Wilson) lo acusan de profesar una concepción
demasiado augusta del hombre ideal y una opinión demasiado degradada de los
hombres reales.
Los estudios biográficos de Byron no siempre
iluminan el misterio esencialmente verbal, métrico, musical, de su poesía
–además de dramático o ideológico-, lleno de resonancias italianas y hasta
españolas, que logra precozmente un éxito inesperado con la búsqueda de
sensaciones e ideales nuevos –empezando por la vida popular española, con
batallas y corridas de toros: un Hemingway en verso; así como una visita a los
sitios emblemáticos de Grecia- de La peregrinación de Childe Harold
(1812-1818); y a lo largo de unos doce años (Byron muere a los treinta y seis)
consuma su contradicción y autocrítica en el breve jolgorio de Beppo y
en el enorme poema Don Juan, que dejó inconcluso, y que corona su feroz
vejamen del amor y del erotismo, que sigue escandalizando (y regocijando) en
nuestros días. Pero destacan algunas de las banderas de su mitología, y la
desmesura –que ha contagiado a innumerables generaciones de poetas (y desde
luego, a no escasos novelistas y compositores de rock)- de obligarse a imitar
en su vida sus invenciones y sueños algo heroicos o antiheroicos, incluso
megalomaniacos.
EL BAILE DE DISFRACES
Lord Byron compitió siempre con los excesivos personajes de su poesía
teatral o novelesca –casi siempre autobiografía magnificada –: aventureros,
bandidos, corsarios, condotieros, cosacos, brujos, sardanápalos, prometeos,
caínes, enfermos, deformes, libertinos, criminales, locos, arrebatados por
pasiones extremas o equívocas- y experimentó en sí mismo sus doctrinas más
audaces o delirantes.
Cocteau decía que Víctor Hugo era un loco que
se creía Víctor Hugo; lord Byron no sólo se creyó lord Byron, sino, con cien
años de anticipación, también Wystan Hugh Auden: el estilo irónico en ottava
rima del Don Juan, lleno de rimas locas, jocundas digresiones (la
digresión libérrima es su mejor asunto: “una digresividad deliberada y
peripatética”: Northrop Frye) y epigramas satíricos (todavía con ciertos polvos
de las pelucas de La Bruyère
y La Rochefoucauld ),
donde se mezclan la burla y la pasión con una elasticidad formal pocas veces
conocida en verso regular rimado; los vívidos episodios de acción, las bromas y
las ideas entreveradas en una especie de carnaval del escepticismo. Una “sátira
épica” o “heroico-cómica”, lo etiqueta Harold Bloom, sin quebrarse mucho la
cabeza (La compañía visionaria. Lord Byron-Shelley, Buenos Aires,
Adriana Hidalgo Editora, 2000). Lope y Quevedo habrían dicho “jocoseria”
Mezcla de Voltaire con el Eclesiastés
y del Satiricón con el Apocalipsis. Dante, Ariosto y Milton;
Marlowe, Hamlet y el Quijote; La Nueva Eloísa , Cándido
y Gulliver. Las mil y una noches y la filosofía de Locke. Los
libertinos ilustrados del siglo XVIII y Los tres mosqueteros. Casanova,
Gibbon y Robin Hood. Hay pues también un insólito artista de la
composición y de la forma, incluso de la métrica, en Byron, aunque se ufanase,
muerto de risa, de que “Nadie con su negligencia ha hecho tanto para corromper
el lenguaje como yo. Escribí Lara mientras me desvestía después de un
baile de disfraces en el año de orgías de 1814...”
Se dice que el romántico Beethoven se escandalizó ante el
clásico Mozart, cuya ironía lo indujo a privilegiar en su mayor ópera a Don
Giovanni, un hidalgo abusivo y corruptor que se complacía en el engaño y la
vejación de la gente más débil (en edad, género, clase social, dinero, poder,
armas, cultura), con los aires musicales más hermosos concebibles, como una
especie de broma diabólica. No le perdonaba la extremada belleza del aria con
que el pérfido Don Giovanni seduce tan conmovedoramente a la ingenua paisana
Zerlina, ni la tan contagiosa y convincente alegría con que él y Leporello
celebran sus infamias y bribonerías.
El romanticismo popular era maniqueo y algo
mojigato, como ciertas tías, y reivindicaba una inocencia más que puritana
contra las elaboradas y cínicas perversiones del Ancien Régime clásico.
Así, también constituyó un escándalo que Byron progresara de la primera
frescura del spleen y del hartazgo de la vieja sociedad aristocrática
momificada y de una nueva, insaciable sed de vitalismo (sobre todo el tercer
canto de Childe Harold), hacia la sabiduría sarcástica de Pope, Swift y
Voltaire, y ofreciera en su Don Juan una totalizadora burla del mundo,
de sí mismo, de las pasiones románticas y hasta de la propia poesía.
Escandalizaban sobre todo sus carcajadas impenitentes (aunque en sus Cartas
abundan los momentos depresivos donde parece arrepentirse de casi cualquier
cosa).
Algunos críticos, como
Chesterton, Maurois y Bloom (“neocalvinismo sentimental”, diagnostica éste con
severidad doctoral, recetario en mano), culpan a Calvino de las obsesiones y
del drama interior de Byron. Se tomaba el Pecado y el Mal demasiado en serio,
como protestante radical. A diferencia de la mayoría de los románticos
católicos o relativamente ateos, acostumbrados a tratarlos más a la ligera,
para él no sólo existen en carne y hueso el Mal y el Demonio, sino que rigen
pavorosamente al mundo: son grandes rebeldes que juegan una partida perdida de antemano.
Se dice que tal pesimismo provenía del
calvinismo escocés, que predicaba la predestinación absoluta. El individuo no
era muy libre de escoger entre el Bien y el Mal, y sus méritos personales
contaban poco: desde antes de pecar, Caín ya estaba marcado con el signo del
Mal y de la Caída. Así
se consideraba el propio Byron: por un capricho del Creador, quien desde la
eternidad había configurado réprobos y salvados, a él le habían correspondido
las trágicas banderas criminales, la
Enseña de Caín, que agitó con fulgor en su poesía, a
diferencia de las salvaciones sentimentales, humanísticas, religiosas o
filantrópicas (mediante la metafísica panteísta y neo-neoplatónica; la vuelta a
la naturaleza o la transfiguración estética), a la manera de Wordsworth,
Shelley y Keats; de Rousseau, Chateaubriand o Lamartine. Byron sabía que el
mundo era esencialmente atroz, y la poesía un oficio siempre irónico: en su
evangelio romántico abogaba no tan subrepticiamente por el negro humor y el
pesimismo clásico de Pope, Swift y Voltaire.
Hacia 1812-1824 –años de
la explosión byroniana- todavía Dios no estaba muerto. Faltaba casi un siglo
para el relámpago de Nietzsche. Se combatía a un Dios y a un demonio en plenos
poderes. La poesía debía acoger la trágica repartición del mundo en
predestinados al Mal o al Bien, malditos y benditos por descarado favoritismo
de la Gracia Divina ;
y vengarse de tal injusticia exaltando la grandeza, las pasiones, la risa de
los primeros. A los malditos por lo menos les correspondían el fulgor y la
gloria de los supremos rebeldes.
EL CLUB DE LOS VIRTUOSOS
Escribió Byron a un
amigo: “Yo no soy platonista, yo no soy nada: pero prefería cualquier cosa
antes que ser miembro de una de las setenta y dos sectas que pelean entre sí
por el amor del Señor... En cuanto a nuestra inmortalidad, si hemos de
resucitar, ¿por qué morimos? Nuestras osamentas, que según dices tienen que
levantarse un día, ¿valen la pena? Yo espero, en todo caso, que si la mía
resucita, tendré un par de piernas mejor que estas que me han sido dadas en
estos últimos veintidós años, o de otro modo me veré atropellado en la cola que
se formará delante del paraíso...”
Tampoco el mundo había
perdido por entonces su seductora realidad, que negarán los simbolistas.
Existían con todas sus flores abiertas los parajes exóticos (el imperio turco,
América –Byron llamó Bolívar a uno de sus barcos-, Italia, España); los
amores, las andanzas y las batallas de un día –o de una hora, o de un instante-
que valían por siglos; las emociones fuertes, los pecados o los pensamientos
que pondrían a temblar a todos los ángeles del catecismo. Pero había que
lanzarse a todo ello con cierta vocación por la melancolía y el desencanto del
dandy, quien sabe en el fondo que todos esos delirios son ceniza y humo.
Una rebeldía contra la fatalidad, que en
alguna ocasión, hacia el final de Childe Harold (IV, 137), recuerda el
“polvo enamorado” de Quevedo:
“Pero he vivido, ¡y no he vivido en vano!
Mi mente puede perder su fuerza; mi sangre, su fuego;
Mi esqueleto puede perecer en el dolor abrumador;
Pero hay algo en mí que desafiará la tortura y el tiempo,
Y que respirará aun cuando yo haya expirado;
Una cosa que no es de la tierra y no se puede comprender,
Como el evocado sonido de una lira muda,
Penetrará en sus débiles espíritus y removerá
En corazones pétreos, el tardío remordimiento del amor.”
Al genio literario le
atañían la exaltación de la vida, de las sensaciones y pasiones, de la aventura
y la culpa; de la libertad, el individualismo y la rebeldía; pero también la
demolición y el desprestigio sistemáticos de las instituciones, ideas, valores
que triunfaban en la sociedad (la religión, la moral, el matrimonio, el club de
los virtuosos, las costumbres correctas; la aristocracia, las leyes, los
negocios, el dinero; el ejército, el patriotismo, las guerras). En gran medida
el Don Juan de Byron es una sátira desaforada del mundo –España, Grecia,
Turquía, Rusia, Inglaterra- desde la perspectiva de un jocoso melancólico que
disfruta los aspectos chuscos del espectáculo (que no excluyen comilonas
caníbales y batallas brutales, ni avatares de travesti y gigoló).
Escribió Byron a un amigo poco antes de
morir:
“¿Crees que deseo la vida?
Estoy hastiado de ella y bendeciré el día en que la deje. ¿Por qué la echaría de
menos? ¿Qué placer puede proporcionarme?... Pocos hombres han vivido tanto como
yo. Yo soy, efectivamente, un viejo. Apenas era todavía un hombre y ya había
alcanzado la cumbre de la gloria. El placer lo he conocido en todas las formas
en que se puede presentar. He viajado, he satisfecho mi curiosidad, he perdido
todas mis ilusiones... Ahora sólo me atenaza la aprensión de dos cosas. Yo me
represento muriendo en un lecho de tortura o terminando mis días como Swift,
¡un idiota que hace muecas! ¡Quisiera Dios que ya hubiera llegado el día en
que, echándome espada en mano sobre un destacamento turco, encontrara una
muerte fulminante y sin dolor!”
Ningún poeta había
alcanzado semejante éxito popular hasta entonces. Byron vendió catorce mil
ejemplares de alguno de sus poemas en un solo día. Y tal vez nunca habían
atraído a tanta gente los rumores y perfiles de la vida, las costumbres y las
locuras de ningún otro. Después de su muerte, sus cartas y escritos inéditos
alcanzaron altos precios en las subastas (por morbo de sus costumbres y sus
invectivas), a la vez que su esposa y sus amigos trataban de destruir los más
comprometedores. Lograron quemar muchos papeles pero Byron había sido
profusamente indiscreto. Tennyson protestó: “¿Qué derecho tiene el público de conocer
las locuras de Byron? Byron le ha regalado hermosos poemas y con ellos debería
conformarse”. No tenía razón. Byron también –y sobre todo- había ofrecido una
exaltada mitología del poeta moderno.
Es difícil concebir un
personaje y una obra más británicos que los de Byron, al grado de que su genio
verbal resulta prácticamente intraducible –en español, solemos leer meros
resúmenes o glosas de la trama de sus poemas novelescos o dramáticos: El
corsario, Manfredo (un Fausto alpino que es su propio demonio), Beppo
(menage à trois carnavalesco en Venecia), Lara (el secreto de un
terrible pecador feudal castellano), Mazeppa (un muchacho polaco
arrojado a la muerte, atado a un caballo salvaje, en las estepas), La novia
de Abydos (aparente incesto entre mediohermanos turcos)-, en tanto su
perfil de aristócrata ferozmente individualista, algo loco o excesivo, se ha
confundido muchas veces con una especie de tempestad “democrática”, de la que
estuvo siempre muy lejos (odiaba tanto a los tiranos como a la tiranía de la
“chusma”, y más aún a la mochería quisquillosa de los democráticos burgueses
“filisteos”).
Pero gracias a su mitología, y a lo que
restaba de su imaginación y su impulso en las traducciones, dominó la
literatura mundial con una fuerza que desagradó profundamente a los letrados
ingleses. Hasta Matthew Arnold estornudaba, como sigue estornudando (¡unos kleenex,
por favor!) el neoyorkino profesor Bloom.
“Byron y Poe... esas dos supersticiones
francesas”, suelen decir los profesores ingleses y yanquis en las voluminosas tesis que redactan para
demostrar todos sus “errores” de dicción y gramática, historia y filosofía;
toda su “escritura bárbara”, y desmentir la “sobrevaloración” extranjera, así
como los de su discípulo Poe. Sin embargo, Walter Scott, Shelley y Tennyson;
Pushkin y Turgueniev; Goethe y Heine se entregaron por completo a la
fascinación byroniana.
Byron engendró a Leopardi, a Musset y a
Víctor Hugo, como se dice que Poe engendró a Baudelaire. En castellano, leemos
a Byron sobre todo en los poemas de Espronceda, pero también de Díaz Mirón,
Rubén Darío, Valle Inclán, Barba-Jacob, Neruda y Vallejo, y en cualquier
chamaco del siglo XXI que se tome demasiado en serio las banderas proféticas,
mesiánicas o mefistofélicas del arte.
Pensar que la poesía puede realmente ser eso
–profecía, redención, sublevación contra Dios o los demonios, una Vida a mayor
escala que la vida- implica desde luego una superstición... pero dejar completamente
de creer en eso, así sea con un sesgo irónico, como en los mareos digresivos y
los epigramas chuscos del Don Juan (ese contradictorio romanticismo
pasional con humoradas a lo Pope, a lo Voltaire), significaría abandonar del
todo la magia del poema y quedarse con meros juguetes verbales, modelos para
armar y crucigramas.
Ahí reside acaso el enigma fundador de Byron: apostarle a
la poesía como algo que quiere ser “otra cosa”, casi sobrehumana, sabiendo muy
bien que nunca lo consiguirá. Pero sin esa ilusoria presunción perdería toda su
fuerza y su frágil esplendor, su irrenunciable brillo más allá de las palabras:
“Pero habrá poetas
todavía, aunque la fama sea humo
Y sus vapores incienso
para el pensamiento humano,
Los turbados
sentimientos que al principio despertaron
Como en las playas
las olas se rompen finalmente,
Así, hasta el límite
extremo, las pasiones empujaron
A la poesía, que no
es sino pasión,
O al menos lo era,
antes de convertirse en moda. “
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