EL ESPECTÁCULO COCTEAU
Por José Joaquín Blanco
A Jean Cocteau (1889-1963) se le consideró en vida lo que ahora
llamaríamos un escritor light:
ligero, frívolo, superficial y charlatán. Es probable que entre sus primeros y
más persistentes enemigos se hayan contado André Gide y André Breton.
Era la época en que Gide
buscaba una nueva seriedad para la literatura y se enfadaba por el travestismo,
el exceso de duquesas y la dedicatoria al director de Le Figaro de Por el camino de
Swann, de Proust. Gide siguió pensando, hasta su muerte, que Cocteau hacía
puros números de Music Hall con el arte y la filosofía, meros espectáculos
epilépticos y delirantes telones decorativos, agobiados por una egomanía y un
narcisismo incontinentes.
Algo semejante pensaba
Breton del Cocteau poeta: el surrealismo puesto en barata, transformado en
pintoresquismo y diletantismo. Todos esos ángeles fatales de gimnasio, esos
insomnes o sonámbulos, esos delirios de opio y cocaína, esas mescolanzas entre
el catolicismo y los burdeles (Jacques Maritain protestó); esas coqueterías de
una supuesta (y efectivamente iletrada: bric-à-brac
de temas y tonos prestigiosos) metafísica hacia el box, el circo, el cine, el
jazz, los oficios religiosos; la vanguardia artística como autopropaganda y sensacionalismo;
esas nupcias verbosas entre el vivo y el muerto, el soñador y el soñado,
etcétera.
Pero Cocteau siempre tuvo
de su lado a una tropa de grandes apoyadores: Catulle Mendès, Proust, Colette,
Satie, Picasso, Chaplin, Stravinsky, Milhaud, Auric, Poulenc, Paul Morand,
Radiguet, Cummings, Villaurrutia, Auden, Genet, Truffaut...
Xavier Villaurrutia leyó
un anticipado nocturno propio en Vocabulaire
(1922) de Jean Cocteau:
Por supuesto, te acuestas como un ángel de nieve,
más pesado que el bronce, más ligero que el corcho,
sobre el amante cuyo espasmo finalmente te regocija;
bajo tu fuego helado la carne se hace estatua,
y a la larga, es preciso que, muerto, me acostumbre
a recibirte en mi lecho.
[Certes, vous vous couchez
comme un ange de neige,/ Plus que le bronze lourd, plus léger que le liège,/
Sur l’amant dont le spasme enfin vous réjouit;/ Sous votre feu glacé le chair
se fait statue,/ Mais, à la longue, il faut, mort, que je m’habitue/ A vous
recevoir dans mon lit.]
Y escribió su famoso:
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura,
después de leer juegos de palabras semejantes en Opéra (1927), sin duda el poemario más surrealista de Cocteau,
explícitamente dedicado a los laberintos del lenguaje y la conciencia
producidos por la “intoxicación” de la droga: “Voit les fenetres sur la mer / Voile et feux naître sur la mer”.
Dicen que tembló en México cuando el futuro autor de Nostalgia de la muerte representaba, como actor, Orfeo.
Cocteau sabía (Le Grand Écart), y por supuesto también
Villaurrutia, que semejantes juegos de palabras no provenían de Dadá ni de la
cocaína, ni de los fumaderos de opio, sino de la minuciosa, deliberada,
artesanía verbal. Víctor Hugo, por ejemplo, villaurrutiaba: “Gall, amant de la reine, alla, tour magnanime / Galament, de l’arène
à la Tour Magne ,
a Nîme”.
Aunque formó parte de los
surrealistas del primer día, suele borrársele, como a Dalí, de ese exclusivista
grupo pendenciero. Su libros de poesía armaban escándalo... antes de quedar
olvidados. La poesía era cosa seria, aun la escritura automática, y no
jugarretas esnobs de exquisitos saltimbanquis.
Mucha popularidad (y finalmene honores: la Academia Francesa ,
el doctorado honorario de Oxford); poco aprecio en medios letrados.
Sin embargo, muchos de sus
libros siguen republicándose, treinta y cinco años después de su muerte, tanto
o más que los de los surrealistas “puros”, seriesotes y ortodoxos. Y ya no se
ven tan claras sus diferencias, en ciertos poemas precisos, con respecto a un
Breton o a un Éluard: naturalmente se adecuan al mismo racimo imaginativo y
lúdico. Parece recobrar su lugar entre los mayores poetas de su generación (Opéra, Plain-Chant). La voz humana es probablemente el
monólogo más representado del siglo (1930; lo filmaron Rosselini en 1947, con
Anna Magnani, y Jacques Demy, en 1957, como Le
Bel Indifferent, con Edith Piaf. Francis Pulenc lo convirtió en ópera en
1959).
Algo semejante ocurre con
sus novelas y sus obras de teatro. Como muchos narradores y sobre todo
dramaturgos de su época (Gide, Claudel, Valéry, Giraudoux, Anouihl, Sartre,
Camus), tomó mitos clásicos y culteranos —Edipo, Antígona, Orfeo, Ruy Blas, el
Rey Arturo, Baco, la Bella
y la Bestia —
para aplicarlos al mundo moderno, o al menos para verlos desde una supuesta
perspectiva contemporánea (lo onírico freudiano, las artes de vanguardia). Cf. Romans, Poésies, Oevures diverses, Ed.
B. Benech, La Pochothèque ,
Le Livre de Poche, París, 1995. (Las obras de Cocteau están dispersas en las
editoriales Gallimard, Du Rocher, Grasset, Stock, etcétera; hay múltiples
traducciones castellanas, incluso un Teatro completo en Madrid,
Aguilar).
“¡Pero eso no es Orfeo ni
Edipo: no hay conocimiento ni mensaje clásicos, sino frases y anécdotas
tortuosas y esnobs!”, se clamaba. “¡Puro oportunismo cultural, diletantismo
morboso y publicitario!” “¿Tragedia en Cocteau? ¡Pero si Cocteau no sufre!
¡Simplemente se ofrece como espectáculo!”, exclamaba Gide. “¡Qué ángeles ni qué
angeles, son puros mayates o chulos de lupanar!”, se escandalizaría el puritano
pontífice Breton. Otro surrealista puritano, Paul Éluard, explotó ante La voz humana, el delirante monólogo
telefónico de una mujer abandonada: “¡Es obsceno! ¡Basta, basta! ¡Es a
Desbordes [un amante de Cocteau] a quien estás telefoneando!”.
Efectivamente, suenan más
a fábulas extravagantes que a metafísica o mitología serias, pero fábulas que
siguen gustando, especialmente en sus versiones cinematográficas, y también en
libro y en la escena. Proliferan estudios y monografías recientes sobre su obra
y su exhibicionista biografía. Sus dibujos “de aficionado” son ya una marca
esencial de la cultura francesa de entreguerras.
El mallarmeano Gide lo
había llamado al orden desde un principio. Tenía excesivo talento, le dijo,
para demasiadas cosas al mismo tiempo. Pintura, música, poesía, teatro,
novelas, ensayos, periodismo y exhibicionismo. Pero era preciso elegir,
depurar, profundizar. De otro modo desperdiciaba toda su pólvora en
gesticulaciones, golpes teatrales, adaptación precipitada de obras y corrientes
artísticas de moda... Cocteau no hizo caso: no eligió, no depuró, no
profundizó.
Quiso serlo todo a la vez,
a todo color y a todo volumen. Superficialmente, sobre las aguas (tiene por ahí
un poema a nuestro vals “Sobre las olas”), en farsas que aspiraban a ser
tragedias, tedéums o epopeyas. ¿Y esa mescolanza oportunista de exquisiteces
dispares, esa Belle Époque en contubernio con el surrealismo, esos evangelios
con pasos de cancán? ¿Tantos ángeles para una desvelada fiesta de locas?
Escandalizaba a muchos lectores y espectadores de su tiempo. (Cf. Mauriac, Claude: Jean Cocteau
ou la Vérite
du Mesonge, París, Odette Lieutier, 1945; Fraigneu, André: Cocteau par lui-même, París, Seuil,
1963; Brown, Frederick: An impersonation
of Angels. A Biography of Jean Cocteau, Nueva York, The Viking Press, 1968;
Steegmuller, Francis: Cocteau. A
Biography, Boston, Little, Brown & Co., 1970; Crowson, Lydia: The Esthetic of Jean Cocteau, Honover,
N. H., The University Press of New England, 1978; Peters, Arthur King: Jean Cocteau and his world, Nueva York,
Vendome Press, 1987; Touzot, Jean: Jean
Cocteau, La
Manufacture , 1989).
“Moneda falsa, tics intelectualoides,
esteticismo de boutique, espectacularidad de sexo y droga travestidos en
ángeles, aleluyas y misereres”, se decía. Todo ello parece, ahora, perdonable.
Produce una obra ciertamente extravagante pero también dotada de brillo, de
energía, de imaginación instantánea, de perfiles únicos: juguetes artísticos,
si se quiere, pero que siguen jugando a la ruleta (la cual, nos recuerda de
paso Cocteau, fue inventada por el supremo filósofo Pascal.)
Todas estas
contradicciones se concentran en su obra maestra: Los muchachos terribles (1929). Esta extraña novela arranca con una
excelencia narrativa impresionante, que parece impulsarla a las alturas de
Proust, de Gide, de Martin du Gard, de Mauriac: la soledad sentimental en la
adolescencia. Los chicos de catorce años en el liceo, antes de descubrir su
identidad sexual y de entrever sus destinos y personalidades. Sus pasiones
bullentes e inmaduras se manifiestan de un modo arisco, y aun violento: las
guerras de bolas de nieve a la salida de la escuela (bolas de nieve que suelen
esconder una piedra). Y la apoteosis del valentón del grupo: Dargelos (quien
devendrá uno de los ángeles tutelares de la obra de Cocteau: el valentón de
barriada como un erótico “ángel de la muerte”).
Esta historia tan
prometedora, sin embargo, pronto se vuelve teatro artificioso: un cuarteto de
personajes más simbólicos que reales, en escenarios extravagantes como un gran
palacio de millonarios, donde se extravían en una danza de reflejos, a partir
de la maldición del incesto, revelada a última hora.
El lector deja de creer
que eso sea una novela hacia la página 70. Aparece un Music Hall de yo y el
otro, el cuerpo y el fantasma, el rostro y la máscara, la vida y la muerte, tan
inverosímiles como artificiales, entre biombos y traspapeladas cartas en
“neumático” dirigidas a uno mismo. El narrador se olvida de la novela y extrae
sin continencia todo tipo de conejitos artístico-metafísicos del sombrero.
Fracasa la novela, pero triunfa un “espectáculo Cocteau”. En cierto sentido,
Cocteau siempre hace Parade, su
desfile carnavalesco.
Acaso más que exigirle
géneros, límites, congruencias, profundidad intelectual, pureza artística, haya
que aceptar la extravagante obra de este creador multiforme como un
“espectáculo Cocteau”. Los poemas siempre de la mano con los dibujos; las
novelas con los ballets, los ensayos con la locuacidad de un declamatorio,
oportunista, narcisista orador de radio; todo ello, siempre sumergido en su
densa atmósfera teatral y cinematográfica.
Arte impuro,
indudablemente; pero cada vez menos. El público parece aceptar el “espectáculo
Cocteau”, y pedirle eso siempre: su brillantez, su humor, su colorido, sus
grandes recursos operáticos, su metafísica de utilería y salón de belleza. Sus
ángeles son menos bíblicos que Top Models, quienes se hacen los interesantes
con cierto vestuario mitológico o gangsteril, como para anunciar calzoncillos
Calvin Klein. Y algo en el premeditado caos de sus dramas, películas y poemas
avizora de los recientes videos de MTV. Caleidoscopios veloces de imágenes,
sensaciones e ideas poco rigurosas, pero siempre espectaculares. El espectáculo
por el espectáculo mismo. Los videos de Madonna o Michael Jackson como
consecuencia lógica de El testamento de
Orfeo.
Sigue en el favor del
público, que parece respetarlo más ahora que durante su clamorosa vida. ¿De qué
asombrarse? Acaso algunas veces ocurra
que la pureza del arte sea mera invención ulterior de los profesores y los
críticos: que en su origen y en su momento muchas obras hayan sido impuras,
gesticulatorias, Music Hall, prestidigitación para mantener boquiabierto y
babeando al público: acumulación histérica de detalles prestigiosos, frases
declamadas, perfiles eróticos, bricolage
clásico en cabarets, yates y pistas de patinaje.
Tal vez el nimbo de pureza
y trascendencia sea posterior a la creación de las obras, fruto del tiempo, que
algunas llegan a conquistar gracias a la devoción y el respeto de generaciones
ulteriores. Un don que el lector o el público les confieren. Algunas películas (La sangre del poeta, La
Bella y la
Bestia ), poemas, crónicas (Portraits-Souvenir, El libro blanco), relatos, obras de teatro (Orfeo) de Cocteau lo están conquistando.
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