VASCONCELOS REVISITADO
POR JOSÉ JOAQUÍN BLANCO
(Prólogo a la edición de Los Imprescindibles, en
Ediciones Cal y Arena)
1
El más importante e influyente de los intelectuales
mexicanos, José Vasconcelos (1882 -1959), dio su primer grito de guerra, de
rebeldía totalizante, con una convocatoria al antintelectualismo. Un
antintelectualismo muy intelectual: el de Nietzsche, Schopenhauer, Wagner,
Bergson, sus inspiraciones de toda la vida. En 1910 pronunció en el Ateneo de
la Juventud la conferencia “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”,
texto en el que se ha querido ver una liquidación del positivismo.
En realidad, salvo
señalamientos menores y laterales, Vasconcelos no enjuicia tanto el positivismo
mexicano en ese ensayo, ni denuncia las supersticiones comtianas de lo
mesurable y comprobable, ese “método” de botica del conocimiento domesticado;
ni las spencerianas de la superioridad racial, ni tantas otras como la
aspiración a la superioridad social o a la rentabilidad económica sobre
cualesquiera otros aspectos sociales, culturales o políticos, que fueron lo más
visible y pernicioso del positivismo mexicano (y que a pesar de Vasconcelos,
sobreviven tan campantes en el siglo XXI). Lo que fustiga ahí realmente es el
conformista aparato del intelectualismo, el racionalismo, las supersticiones de
la conciencia y del conocimiento del siglo XIX, que propiciaban una vida
servil, limitada, ciega, vulgar, resignada, apoltronada (y que también, a pesar
de Vasconcelos, gozan de cabal y renovada salud en nuestros días). El joven
Vasconcelos desbordaba sus lecturas de Schopenhauer, Nietzsche, Bergson.
Lo que ahí propone es una
fuga apocalíptica o una superación wagneriana de la conciencia y la cultura
rumbo a categorías que todavía no llama con todas sus letras El Espíritu Santo,
pero a las que alude como: energía,
vitalidad, espacios sin confín, libertad, ideal, universalidad etérea, poderoso
desinterés, alto desdén, firme indiferencia, fulgor de grandeza serena,
aventura sin cálculo y sin fin; y a las que no
cree exitosas: las ve con “una emoción de catástrofe” que permite al hombre,
así fracase, y el fracaso está garantizado, aspirar al Deseo y a lo Inaprensible.
Prometeo, Zaratustra, Buda, Cristo, Quetzalcóatl, sus númenes de toda la vida.
Lo único importante era,
pues, el instante humano de esa suicida rebeldía prometeica, de esa aspiración
a lo absoluto, al espíritu, a la energía, al cosmos, a Dios o a los dioses, y
luego la gran caída definitiva para reintegrarse en el cosmos panteísta
–todos-somos-Dios-en-todo-desde-y–para-siempre- que fue su verdadera religión.
No se trataba pues de proponer una filosofía practicable, eficiente, rentable y
exitosa, sino una filosofía del sacrificio total a cambio de la experiencia de
la vida como una breve y fatal aspiración a niveles superiores de existencia,
de potencia o de voluntad, incluso a lo sobrehumano.
La finalidad del hombre y de
la humanidad era sólo conocer esos
instantes eternos de reto a su condición, de precipitación en el absoluto. Esos
instantes eran la eternidad, esas catástrofes eran el éxito, esas muertes eran
la vida. Sólo así se había vivido. Sólo así se había existido. No se oponía
Vasconcelos únicamente a la mera visión utilitaria y cortoplacista de las
recetas científicas y mercantiles de sus mayores, sino que a la sociedad y al
individuo les exigía la sed de lo absoluto, de lo azaroso, de lo
inagotablemente intenso, de lo inmortal, casi de lo divino. Se diría un hambre
de autoexterminio a cambio de la experiencia de haberse atrevido a momentos de
una vida alzada a su mayor potencia. Gólgota y Götterdämmerung, ascenso y
derrumbe de Prometeo y de Quetzalcóatl, negación y plenitud del Buda.
El Zaratustra de Nietzsche
ya aleteaba pues al lado de Vasconcelos en 1910, como lo haría hasta su muerte,
un poco disfrazado de San Juan el Apocalíptico. En efecto, en 1957, a los 75
años, recoge en su recopilación de ensayos En
el ocaso de mi vida un artículo curioso, “La B-H”, la bomba de hidrógeno,
donde celebra que la fuerza o la energía nucleares, que al fin y al cabo no son
sino otros nombres de ese viejo espíritu: el fuego, esté a punto de consumir y
purificar el fallido experimento humano, a la sazón corrompido por “el
comunismo, el humanismo y la mezcalina”, y así liberar el alma y el espíritu,
“con un grito de júbilo”, del Anticristo Moderno rumbo a nuevos mundos o
universos depurados, finalmente liberados y entregados a un nuevo ciclo del
cosmos, del espíritu, de la divinidad o de la energía. La bomba de hidrógeno
era la oportunidad de la humanidad fallida de 1957 de convertirse en un nuevo
cosmos redimido por el fuego. En un nuevo avatar de ese
universo-que-es-los-hombres-que-son-el-espíritu-que-es-Dios-que-es-Espíritu-Santo-donde-todo-y-todos-seguiremos-existiendo-eternamente-a-pesar-de-nuestra-insignificancia-y-pequeñez.
Delirios, terrores y esperanzas de la guerra fría. Pero no exagera más que el Apocalipsis
del seudo-san-Juan, que es un libro canónico.
He querido
acentuar uno de los primeros y uno de los últimos textos de Vasconcelos, para
marcar la gran línea melódica invariable de su vida, a pesar de las teorías de
los “varios Vasconcelos” y de sus múltiples sobresaltos ideológicos. El tema
que la rigió; lo demás son variaciones. Desde un principio y hasta el final sus
paisanos, tan sensatos y generalmente tan mediocres, acusaron a tal actitud de
disparatada y de extravagante. Ya sabemos que los sensatos y los mediocres
siempre se llevan las palmas de la sensatez y de la mediocridad. (Y de
cualquier modo, precisamente a lo mismo pretendían aspirar muchas veces Caso y
Reyes.) También la elogiaron como genial, inspirada, sublime, generosa, palabras
que suenan mucho y cuestan poco, y que funcionan como homenaje ready made para todo mundo. Importa
aplicarla al hombre que las enunció como programa de personalidad y de vida, y
que explican en mucho tanto sus arrebatos portentosos de pensador, de educador
y de político, como sus caídas biográficas e ideológicas. Tuvo sus
precipitaciones a lo más alto y sus despeñaderos en catástrofe. Sus malquerientes
suelen carecer de lo uno y de lo otro.
2
Varias veces asentó que su mayor exigencia como autor era
seguir siendo leído durante cincuenta años. Llevamos más de un siglo leyéndolo.
En parte, justo es decirlo, por el aura de su personalidad, por su mitología,
por sus méritos y leyendas como educador y como rebelde político. Vasconcelos
es un autor que siempre ha sido mucho más que sus textos; el personaje los ha
sobrepujado y potenciado a menudo. Y en gran medida, son el asunto y la música
misma de su literatura. Y también en gran medida, queremos a Vasconcelos
precisamente por esos “disparates y extravagancias” sin las cuales no se
explican, pero para nada, sus redentorismos culturales y políticos de los años
veinte. Entreveo cierta inconsistencia en quien admira a Vasconcelos
precisamente por esos entusiasmos delirantes y a la vez se los echa en cara.
Pero también se le ha leído
por su escritura, y especialmente por uno de los libros más felices de nuestro
siglo XX y de toda la bibliografía de memorias en castellano: el Ulises criollo (1935). Leemos en ese
libro una representación apasionada de su infancia, de su familia, de los
amigos, la escuela, los primeros amores; de la capital y la provincia, la
frontera norte y las orillas del mar; del México porfiriano en que creció y se
formó, de los paisajes, costumbres, ideas y emociones que lo conformaron hasta
la muerte de Madero, cuando cruzaba la linde de sus treinta años de edad. No
caben en ese libro sus escenas de bravura de educador y político protagónico,
reservadas a los otros tomos de su autobiografía, pero ya está en él, más
completa y vigorosa que en cualquier otra parte, su voluntad de reinventarse,
de crear imaginativamente su memoria y su personalidad, su voz y su lenguaje.
Un poco para embromarlo,
para atacarlo o para celebrarlo, se ha calificado como “novela” este tomo
autobiográfico, como también se ha llamado “novela” a su Breve historia de México (de la que también se dijo –dizque un tal
Octavio Guzmán, agazapado en el seudónimo Mateo Podán- que ni era breve, ni era
historia, ni era de México; y en cierto sentido…) Un mínimo pudor de justicia
debe reconocer que Vasconcelos, sean cuales fueren sus juicios y comentarios,
no miente en los hechos. Sus memorias son auténticas y fieles memorias. Pero
los tomos autobiográficos, como también sus títulos históricos y filosóficos,
tienen mucho de novela en cuanto a la “voluntad” intelectual y estética que “representa”
una realidad acatada. (“Voluntad”, “Representación”: Schopenhauer).
Podríamos decir que sí tiene
mucho de novela de aventuras esta saga frenética, hiperestésica, radical, de un
hombre en busca de sus hazañas-inmolaciones a lo ideal, a lo generoso, a lo
intransigente, incluso a lo sobrehumano. Nos cuenta Vasconcelos quién fue y
también la gran parábola de quién y de qué modo quiso ser; narra su vida real
como si fuese imaginaria y se entrega a su personaje como a un avatar de
Ulises, o de los seres imaginarios de Balzac, Dickens, Tolstoi, Dostoievski…
Escrita en un estilo rápido,
casi periodístico –pero de un periodista que se sabía su Platón y su Nietzsche
al dedillo, y que había sido formado por oradores célebres, lo que significa
mucha música y contundencia en la prosa… y mucha manipulación, je, del
auditorio--; desdeñoso de la mera literatura pero no de ciertos vuelos
declamatorios, Vasconcelos escribe no como estaba codificado que debía escribirse
la “buena” literatura, sino como quiso escribir; es decir, sin renunciar ni a
su realidad ni a su alterego imaginario o mitológico. No hay un narrador
especial (archiliterario o estetizante) para el Ulises criollo, a la manera de la prosa ultraliteraria de sus
amigos Reyes, Guzmán, Torri: es el mismo narrador de los discursos de educador
y de político, y del curioso filósofo que siempre trata de reducir todas las
novedades del pensamiento y del conocimiento modernísimos a las pautas clásicas
de Platón, de Plotino, del evangelio, de Buda, de Nietzsche y de la literatura
budista o neobudista por entonces muy de moda por la concesión del Premio Nobel
a Rabindranath Tagore.
¿Unas-memorias-que-parecen-ensayo-que-parece-artículos-filosóficos-o-políticos-que-parecen-novela?
Todo eso y mucho más explican su éxito tan inmediato, tan vasto y tan perdurable. Estas “impurezas” de tono y de
género, estos mestizajes, esta voz miscelánea, que a ratos fueron consideradas
como imperfecciones, en realidad son su perfección: son la voz precisa del
hombre real y del alterego imaginario y mitológico que las escribió.
Suena chistoso que al otro
gran libro de memorias de la literatura mexicana, las Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto, se le hayan hecho
reparos semejantes. Pero un libro de memorias no es sólo la representación o
escenificación verista de los recuerdos, sino sobre todo la voluntad, la
creación voluntarista del autor sobre ellos, la conversión del relato en su
propia voz, su propia mitología, su propia parábola. Prieto supo que su destino
literario era trabajar como la voz y la imaginación y la mitología de Guillermo
Prieto, y no a partir de otros códigos; lo supo asimismo Vasconcelos, quien no
suele apreciar a Prieto. Hay una tercera gran autobiografía de la literatura
mexicana, semejante en cuanto mezcla de géneros, recreación del yo real por el
alterego imaginario-mitológico y la composición de un lenguaje único y
misceláneo –ensayo, memoria, diatriba, defensa, lamentación, relato-, inventado
expresamente para ese libro: la Respuesta
a sor Filotea de la Cruz, de sor Juana.
3
Aunque ha conocido épocas y episodios de cierto desprecio
y marginamiento político, académico, literario, mediático, en realidad
Vasconcelos nunca ha sido ni desvalorizado ni revalorizado. Empezó desde lo
alto, con sus amigos del Ateneo, en una de las pandillas más brillantes de toda
nuestra historia cultural: Caso, Henríquez Ureña, Reyes, Martín Luis Guzmán, Torri,
González Martínez, un parnaso como de veinte próceres, todos de mármol. Durante
las épocas de persecución o menosprecio (especialmente durante el “pelelismo”
callista, cuando se le insultó en un divertido mural de Rivera y se borró su
retrato de un mural meramente decorativo de Montenegro), no escasearon ni las
voces autorizadas ni las voces populares entre sus groupies… Pienso en Mariano
Azuela, en Carlos Pellicer y otros Contemporáneos, en Alejandro Gómez Arias, en
Manuel Moreno Sánchez, en Mauricio Magdaleno, en Andrés Henestrosa, en Luis
Cardoza y Aragón…
Mi maestro Juan José Arreola
recitaba de memoria, prácticamente levitando, con una dicción devota y en
trance, los “Himnos breves”, como si se tratara de un salmo bíblico. Mi maestro
Arturo Sotomayor nos decía, en pleno movimiento estudiantil de 1968, que no
importaba tanto estar o no de acuerdo con sus extravagantes “vasconceladas”,
que lo esencial era que “él sí había sido todo un hombre”, y que en su tiempo
no había habido dos como él ni en la cultura ni en la política mexicanas. En mi
casa siempre hubo libros de Vasconcelos que solían armar buenos debates en las
sobremesas, y ése quizá marque el recuerdo cultural más remoto de mi infancia:
discusiones acaloradas de los adultos, con intervalos de risas, sobre si
Vasconcelos esto o Vasconcelos lo otro. Años después, por carta, mi padre
cubano me comentaba sus recuerdos de la lectura de Ulises criollo durante su estancia en México. Una bibliografía de encomios (y claro, de
vituperios) sobre Vasconcelos se postularía infinita.
Sobre estas supuestas
devaluaciones o revaloraciones deben señalarse, sin embargo, dos hechos duros:
1) Precisamente durante el cardenismo se publicaron y circularon exitosamente
en México no menos de una docena de sus nuevos libros más aguerridos,
incluyendo los cuatro tomos autobiográficos clásicos (el quinto, La flama, es muy posterior y casi
postizo) y las primeras versiones de la Breve
historia de México, y todos los antiguos. Fue con el presidente Cárdenas
cuando regresó de su exilio. Se le atacó mucho en esa época, en la prensa y en
medios oficiales, pues evidentemente la metralla de sus libros no iba a quedar
sin respuesta, pero se le otorgaron enteras la libertad de expresión y de
regresar al país. Fue el mayor bestseller de la época cardenista: docenas y
docenas de miles de ejemplares. ¿Qué mejor homenaje pudo hacerle el presidente
Cárdenas, a quien sin embargo Vasconcelos continuó atacando toda la vida? A
partir del régimen de Cárdenas no se puede sostener que Vasconcelos fuese
perseguido ni censurado. Sólo fue proscrito durante el “pelelismo” de los
“títeres” de Calles (Portes Gil, Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez), 1929-1934, y
simbólicamente –no se le desterró: se trató de un autoexilio, y no se
prohibieron sus escritos ni se le abrió expediente penal por sus desacato y
rebeldía frente al resultado electoral; aunque, claro, el riesgo existió- y
sólo por su radical actitud de erigirse en el presidente “legítimo” en el
exilio y reclamar enterita la presidencia. En el extranjero, desde sus
embajadas, los diplomáticos mexicanos del “pelelismo”, como su viejo amigo el
embajador Alfonso Reyes (Argentina y Brasil) y su no tan amigo pero de
cualquier modo viejo colega el embajador Enrique González Martínez (España), combatían
oficial y oficiosamente los “embustes” y “delirios” del “disparatado, chiflado”
Vasconcelos.
En cambio, 2) La
revaloración mediática y académica de Vasconcelos, por parte de la reciente
derecha política, como enemigo de la revolución mexicana y del PRI, y su
invención como improbable barón del Partido Acción Nacional, que se difundió a
partir del régimen del presidente Miguel de la Madrid, fue un mero oportunismo
político del nuevo rejuego de partidos y falsificó el perfil de Vasconcelos
como el de un tecnócrata-demócrata a la manera del nuevo PAN o del PRI de la
decadencia, cosa totalmente irreal. Lo usaron los panistas para prestigiar su
considerable codicia no sólo política, también codicia de muchos millones.
Siempre he visto en
Vasconcelos al deturpador de don Porfirio, al seguidor de Madero, al
político-guerrillero de la Convención; al pasajero socio de Villa (y de muchos
villistas y zapatistas, y hasta de más de un carranclán, como su querido
adversario Luis Cabrera); al seguidor, admirador y compadrísimo de Álvaro
Obregón, al compañero de gabinete de Calles. Estuvo pues más que integrado en
la familia revolucionaria, y sobran los documentos, las fotos y hasta los
filmes que lo demuestran.
Si bien luego, en el “pelelismo”,
denunció ejemplar y a ratos heroicamente, la dictadura y las matanzas de los
caudillos y caciques en el poder -sus compadres y socios de apenas ayer-, y los
enfrentó en unas elecciones que se resolvieron como un fraude escandaloso
(suficiente acaso para anular los comicios, pero no tanto para como declararse
súbitamente vencedor, ni con mucho), no se integró entonces a la derecha
anti-PNR, ni apoyó a los cristeros, ni al clero, ni a los militares rebeldes de
1929. Tampoco formó parte de los fundadores del PAN.
Fue simplemente un renegado
y desertor de la revolución, que se mandaba y bastaba solo, con sus muchachos y
sus humildes campesinos, algunas decenas de miles, pero no cientos de miles.
Sus seguidores no fueron los derechistas, los ricos ni los mochos, sino los
estudiantes, los campesinos y las clases medias que simplemente querían una
vida sin matanzas ni autoritarismo político, y veían en él a un civil honrado,
generoso y culto.
A su regresó al país ocupó
un buen lugar dentro del banquete oficial de Ávila Camacho y de tres
presidentes del PRI (Alemán, Ruiz Cortines y su amado discípulo López Mateos),
quienes no le escatimaron los más altos y generosos honores, puestos y favores
oficiales. Por lo demás, la arcaica derecha mexicana, mientras Vasconcelos
vivió, sólo utilizó lateral y casi vergonzantemente algunas de sus estruendosas
andanadas contrarrevolucionarias, fascistas y antizquierdistas, pero nunca
quiso ni pudo incorporarlo abierta y formalmente a sus filas. Se trataba una
arcaica derecha modosita, acomodaticia y negociadora, en sordina, que hacía
mucho dinero a la sombra y con la colaboración de su dizque deturpado PRI: Vasconcelos le resultaba extremadamente
incómodo y peligroso por su escandaloso pasado-presente de conflictivo,
estridente, adúltero público (exhibicionista) y nietzscheano. Cuando a través
de la católica Editorial Jus, la Iglesia quiso aprovechar su literatura como mera
propaganda ideológica, e imponer algunos de sus libros como textos escolares en
instituciones religiosas, le exigió “expurgarlas” de expresiones sensuales como
“senos turgentes” para no escandalizar a la mochería. Por lo demás, buena parte
de sus inspiraciones “indostanas”, nietzscheanas y germanófilas resultaban
flagrantemente heréticas y paganizantes para el clero, quien ha llenado su Index de libros prohibidos con
inspiraciones muy parecidas a las suyas, y se castigaba su lectura con la
excomunión.
Vasconcelos pues en vida
resultó extremadamente incómodo también y sobre todo para la derecha, el clero
y la figura pública de los grandes empresarios que no dejaban de hacer abundantes
negocios con el régimen; de modo que se refugió a sus anchas en las
administraciones culturales priístas donde, también algo incómodamente, se le
brindaba un ceremonioso respeto como a exprócer genial, aunque ya algo chocho o
chiflado. Y por lo demás, desde su pedestal de sabio oficialmente consagrado,
despotricaba cuanto quería y contra quien quería no sólo en libros de gran
venta sino en la prensa nacional de mayor tiraje, y también en la radio e
incluso en la televisión (subsiste algún video).
Resulta pues totalmente
ilegítima y hasta cómica, entonces, la expropiación de Vasconcelos por parte
del PAN (como se trató en tiempos de los presidentes Fox y Calderón y de sus
fallidos secretarios de Educación, como Reyes Tamez, Josefina Vázquez Mota,
Lujambio). Lo que hay es un seguro, demostrable, evidente, Vasconcelos antiporfirista,
maderista, villista, obregonista, avilacamachista y finalmente torresbodetista,
bien asentado, con vendettas y escándalos, tanto en la familia revolucionaria
como en la postrevolucionaria, hasta su muerte a la que no le fue ahorrada
ninguna celebración oficial.
La panificación de
Vasconcelos sólo añade una escena de color tartufesco a la farsa del
oportunismo político de los años recientes. Fue destempladamente, en sus
últimos tiempos, un fascista, un clerical y un reaccionario escandaloso, jamás
un derechista políticamente correcto. Su fantasma tampoco cupo en los
oportunistas nichos prefabricados de la reciente derecha política. Nunca supo
ni quiso ser hombre de nichos, ni de altares, ni de edificantes panegíricos de
estampita. Bravo por él. Escribió en una carta de 1935 sobre la iglesia: “Me
interesa que el país sepa mi distanciamiento absoluto del elemento clerical, no
obstante mi convicción de que debe darse a los católicos todo el derecho que
tienen como mexicanos y como católicos”. Luego diría otras cosas.
Cuando los neovasconcelistas
me hablan con demasiado entusiasmo de Vasconcelos como de un “apóstol de la
democracia”, pienso que sí, claro: la campaña de 1929. Habló entonces mucho de
la civilidad y de la paz y de la reconciliación nacional y del voto y de
sustituir a Huichilobos (los demás) por Quetzalcóatl (sólo él mismo), y de
muchas cosas así, qué lindo (tan lindo que muchos estudiantes e incluso
campesinos se abalanzaron, presas del gran entusiasmo, del “fuego sagrado” del
absoluto, contra las bayonetas y la metralla), aunque de sobra sabía él –y lo
reconoce expresamente en El proconsulado-
que todo el aparato y la estructura electorales en que accedió a participar estaban
abrumadoramente controlados y hasta físicamente manipulados por el gobierno
enemigo (caciques y presidentes municipales que de propia mano cruzaban todos
los votos de su distrito), y que las fuerzas fácticas (militares, empresarios,
caciques, curas, obreros sindicalizados) le eran también abrumadoramente
adversos. Lo sabía. No contuvo a sus muchachos ni a sus campesinos. Los azuzó
más y más, y luego miró a otro lado. Como con Antonieta Rivas Mercado.
Pienso en todo eso. Y no lo
olvidé cuando escribí en mi librito de 1977,
Se llamaba Vasconcelos, ciertas
críticas a la poca consideración que el candidato arrebatado, pero consciente
de que su hazaña electoral era meramente testimonial y simbólica, y que no
habría elecciones efectivas ni podría rebelarse, tuvo ante la sangre de los
otros: sobre todo los campesinos iletrados y los estudiantes casi adolescentes
que no se ahorraron caer asesinados por policías, soldados y sicarios.
Me lo han reprochado, para
mi asombro, porque no hice sino repetir la crítica de sus más dilectos y leales
seguidores, como Carlos Pellicer, quien escribió entre otras cosas en 1960, en
su “Elegía apasionada”, al año de su muerte:
Último
día de junio en que hace un año,
la
muerte arrancó un corazón lleno de fama,
de
quien nació para encender hogueras
muchas
veces buenas, pocas veces malas.
Dios
mío, perdónalo.
Te
pido también por los que murieron por su causa.
Te
pido también por la hermosa mujer
que
se suicidó por él una catedralicia mañana.
¡Dios
mío! Ten piedad de aquel hombre
que
llevaba estrellas en las manos
y
un jardín de lujuria en la cara.
Por
su soledad llena de estrellas,
perdónalo,
Señor.
Por
la noble mujer que lloró tanto a su lado,
perdónalo,
Señor.
Por
su placer en las contradicciones,
perdónalo,
Señor.
Cuando veo o escucho a los
neovasconcelistas oficiales de la neoderecha inventándose no sé qué santón de
cromo y hojalata de Vasconcelos, recuerdo a los diez o doce viejos
vasconcelistas auténticos, de toda la vida, siempre cercanos al corazón del
prócer, con quienes pude conversar largamente gracias a los buenos oficios de
mi maestro Carlos Pellicer. ¡No se parecen en nada, pero en nada! Estos viejos
que hacia 1974 ó 1975 me hablaron horas de su profeta, al que veneraban y
amaban sin ahorro, no eran para nada complacientes con las caídas del prócer en
llamas. Le censuraban su crueldad con sus seres más cercanos, como su primera
esposa, sus amantes Elena Arizmendi y Antonieta Rivas Mercado, entre otras
(Bertha Singerman supo resistirse); le censuraban sobre todo que no hubiese
protegido la sangre de los otros, de los muchachos adolescentes y de los
campesinos de 1929, a los que arengó para que se inmolaran, como si tuviese
modo o intención de defenderlos. Para ellos el apóstol y el mártir se llamaba
Germán de Campo, el joven estudiante vasconcelista asesinado cuando arengaba en
pleno mitin.
A ellos, los vasconcelistas
verdaderos de toda la vida, varios de los cuales lo dejaron claramente escrito
en sus libros y artículos, no era tan fácil hablar de un apóstol y santón de la
democracia en 1929; ni del desplante de erigirse en presidente “legítimo” en
rebeldía y largarse al exilio en una especie de tour de conferencias, en lugar
de quedarse como paladín de la oposición y de defensor de la sangre y del
proyecto político de sus suyos.
Tampoco eran complacientes con
de su nazismo, ni con su estridente y
tardío clericalismo postizo (en realidad, Vasconcelos siempre fue más bien
agnóstico-panteísta, y mucho más platónico o plotiniano, o nietzscheano, o
budista, que mocho: siempre puntualmente hereje por los cuatro costados), ni con
su fascismo hispánico (su propaganda a varios dictadores de España y América,
en nada menos censurables que los revolucionarios y “peleles” mexicanos, como
Franco y Perón), ni de… Que no me hablen del intachable, del recto, del
riguroso, del estricto. También tenía lo suyo de bribón. Y bastante.
Sabían que la veneración y
el amor más acendrados y efusivos no se enemistaban con la verdad de los
hechos, y con la crítica, y con la sangre derramada de otros vasconcelistas. También
pues pienso en eso cuando me hablan de su santón de la neoderecha pergeñado en
lustros recientes. Recuerdo de paso la sardónica ironía de Pellicer cuando
señalaba que el estentóreo homófobo que fue Vasconcelos, se hizo ayudar por
todos los príncipes de la jotería ilustrada mexicana –puro genio- para sus
principales campañas: Pellicer mismo, Novo, Villaurrutia, Torres Bodet,
Montenegro y veinte más. “Los maricones no lo escandalizábamos en absoluto. Nos
quería mucho, uno a uno. Nos protegió, nos defendió, nos estimuló personalmente,
uno a uno. Pero no soportaba la idea digamos platónica de la inversión. La idea
abstracta, general, universal, de la Inversión le resultaba caótica. Nada carnal le escandalizaba, las ideas sí.
Así eran sus contradicciones”. Pienso en el instigador y protector de los
Contemporáneos, clamando en La flama
contra la Sodoma Cultural de sus exefebitos adorados, sus defensores y
discípulos, que tan duro y tan brillantemente trabajaron para él y a quienes
lastimó tan gratuitamente.
Pienso en el frío cálculo
con que, en su momento, trató a los cristeros, a quienes no apoyó sino hasta la
retórica caritativa de La flama
(1959), treinta años después, para asaltar póstumamente el martirologio
cristero. Pienso en los conciliábulos en California, entre el desterrado Calles
y el autoexiliado Vasconcelos, para derrocar a Cárdenas y entronizar en la
silla presidencial a un nuevo “pelele” de facto, legitimado por una farsa
electoral al vapor: ¡Vasconcelos mismo! ¿Apóstol de la democracia? Por favor.
Pienso en eso. Pienso en las
brillantes mujeres, intelectuales y feministas, a las que conoció y sedujo así:
modernas y creadoras, y luego hirió y abandonó porque las hembras se le helaban
cuando pensaban demasiado. Pienso en su vocería del nazismo, que luego ocultó
aviesamente a su biógrafo judío Itzahak Bar Lewaw, quien sólo descubrió años después
de publicar su libro, que su héroe de la libertad y del humanismo había sido todo
un vocero de Hitler en México, y que sólo había suspendido su nazismo por
órdenes tajantes del presidente Ávila Camacho (órdenes un poco de hecho, pues
incluyeron la clausura del local de Timón,
la revista nazi de Vasconcelos), al declararle México la guerra al Eje. ¿Santón
de cromo y hojalata de la neoderecha legalista, electorera, beatona? Pienso en
eso.
Pero sobre todo pienso en
Chapultepec, a propósito de apóstoles de la democracia. Año de 1923 bien
presente tengo yo: El secretario de educación, obregonista de hueso colorado,
asciende en su automóvil oficial la rampa del Castillo rumbo a la residencia
oficial para solicitarle al tremendo caudillo Obregón su favor para lanzarse
como candidato del régimen a la gubernatura de Oaxaca. Debemos agradecerle a
Obregón que tajantemente se lo negara. Convencido de que con los sonorenses no
tenía otro futuro político que el de educador decorativo o promotor cultural,
pero ninguna oportunidad real de poder político efectivo, Vasconcelos renuncia en valeroso desplante a
la secretaría (en El desastre dice
también tuvieron que ver algún crimen político y el ascenso del grupo callista)
y se erige, berrinchudo, en un inesperado y súbito periodista de oposición,
bastante cauto por lo demás durante los primeros tiempos de su revista La antorcha… Si el caudillo Obregón le
hubiese concedido el capricho (¿y qué le costaba? ¿cuántos cargos repartió a
personajes menos calificados y menos queridos?) nos habríamos quedado sin
“apóstol de la democracia”… y tal vez sin Ulises
criollo.
“El general Obregón, que
acababa de declarar que era genial mi obra educativa, decidió que a Oaxaca la
gobernase un pobre sujeto que antes del año se retiró él mismo abrumado por la
responsabilidad que el azar le echara encima. En privado se dijo que el general
Obregón opinaba que yo era mucho para Oaxaca… Yo era un águila, afirmó, y
Oaxaca me iba a resultar una jaula… Necesitaba yo más espacio para mis
aptitudes. A los pocos días amigos comunes sugirieron que si yo pasaba por
Relaciones a platicar con el ministro seguramente ahí encontraría una buena
comisión en Europa” (El desastre,
“Vidas fósiles”).
Una parábola. En el
principio estaba Obregón. Fue su capricho nombrar a su amigo Vasconcelos
primero rector de la Universidad y luego secretario, para lo que hubo que
modificar la novísima constitución revolucionaria, que expresamente atribuía a los
municipios la educación oficial, e inventar una Secretaría de Educación Pública
federal, al gusto del nuevo ministro;
probablemente Obregón nunca se enteró del calado social de la labor de
Vasconcelos, pero sí de su gran aceptación popular y de su deslumbrante
resonancia internacional. Sobre todo consideraba a Vasconcelos un funcionario
brillante, eficiente, honesto y confiable, que había sabido oponerse a Carranza.
No quiero ni imaginarme a Obregón y a Vasconcelos hablando de Buda y de Platón
en los salones del Castillo de Chapultepec, aunque Obregón, poco letrado, solía
simpatizar con los grandes intelectuales, como Valle-Inclán. Luego, creyendo a
Pepe poco dotado para la rijosa política práctica regional, le negó la
candidatura oficialista a la arisca gubernatura de Oaxaca: que Pepe mejor se
quedara en la capital, en el nuevo palacio neocolonial que se había hecho
construir y decorar a todo vapor tan a su capricho, en su despacho tan bonito,
con su escritorio exquisitamente labrado (elefantes y todo) y el gran letrero
inspirador con el nombre de Rabindranath Tagore y demás orientalismos de
Montenegro: ahí quietecito, el queridísimo Pepe, su catrín intelectual,
editando libritos, encargando muralitos, organizando conciertitos... Así fue
como también Obregón inventó al más célebre opositor y propagandista de la
contrarrevolución mexicana en la primera mitad del siglo XX. Dos veces loado
sea Álvaro Obregón.
4
“Ajústense sus cinturones. Esta va a ser noche de
turbulencias”, dijo inolvidablemente Bette Davis en All about Eve, jugando a imitar a Tallulah Bankhead. Quien quiera
leer a Vasconcelos o sobre Vasconcelos, ajústese su cinturón: va a tener a bumping night. En él no hay
estilizaciones, rutinas ni moralejas ejemplarizantes: todo es contradicción,
arrebato, plena literatura. Lo vemos en lo peor y lo mejor, sin ahorro. Se
entrega cada instante a su delirio, a su absoluto, con absoluta indiferencia de
su carrera de prócer o de alma correcta.
Muchas veces señaló, sobre
Dostoievski por ejemplo, que el mal y el bien, la sensatez y la locura, lo de
arriba y lo de abajo, el vicio y la virtud eran meras ilusiones de nuestra
ingenua representación de la realidad. Vistas en su movimiento continuo tales
categorías no se diferenciaban, se mezclaban y combustían en el mismo fuego de
la voluntad creadora, de l’élan vital
(Bergson). De pronto, claro, trata de manipular el tablero: se acerca de
rodillas a Dios, se entrega a todos los demonios, y nunca consigue trucar el
movimiento perpetuo de su naturaleza. Así es la creación. Así es el espíritu.
Así-es-el-universo-que-creamos-y-nos-crea.
Por
ilusoria que resulte desde la honda perspectiva de un Buda, de un Zaratustra,
de un Prometeo, de un Cristo, de un Quetzalcóatl, no podemos eludir, durante
nuestro falible transcurso terrestre, la realidad concreta y material, carne y
hueso, sangre y sudor, de las personas y del mundo, de uno mismo, y hay que
vivirlas como si fueran toda la realidad. Sabemos que es ilusoria, el Velo de
Maya y esas cosas, pero es toda nuestra realidad. De ahí la extraordinaria
sensibilidad de este espiritualista ante la miseria, la ignorancia, los abusos,
la crueldad y las vicisitudes terrenales, y concretamente mexicanas.
Sus primeras campañas como
educador –sin olvidar la curiosa edición “pacifista” del libro más guerrerista
que la humanidad haya producido, la Ilíada,
dizque para depurar a los nuevos lectores de la experiencia de las matanzas
revolucionarias- fue la educación mediante el jabón, el bolillo, el peinado a
rape y el baño semanal de los niños. Había hambruna, había desnutrición, había
tifo. Estas catástrofes demasiado reales se impusieron de inmediato al
espiritualista, que se puso también a predicar la gimnasia escolar y el amor
maternal de las maestras como la mejor pedagogía improvisada.
Había también desestima,
desprecio, horror y hasta pánico de uno mismo, por ser pobre y/o indio en un
país tan clasista y tan racista. Esta realidad demasiado cruel e inmediata lo
llevó a pedir a los pintores que exaltaran la fisonomía del indio, del campesino
y del pobre en los murales. Poco después Rivera se pasó de la raya y también
los exaltó como guerrilleros. Todos se pasaron de la raya (Orozco, Siqueiros),
salvo acaso el buen Montenegro, pero Vasconcelos tenía una mente amplia y
tolerante. Dio la bienvenida a toda la gente de talento, incluyendo a sus
adversarios antirrevolucionarios, como López Velarde, a quien encargó La suave patria y cuyo funeral organizó
y presidió. La reivindicación de todo lo indígena, de todo lo campesino, de
todo lo popular, de todos los menesterosos, humillados y ofendidos, fue la extraña
conclusión que produjeron las arrebatadas teorías de Nietzsche y Schopenhauer
en su lector mexicano. También acogió a la izquierda: zapatistas, villistas,
sindicalistas, socialistas, que también se pasaron de la raya, e incluso se le
amotinaron, apersonados por ejemplo en Lombardo Toledano y Siqueiros.
¿Que no sabíamos lo
suficiente de las culturas indígenas en 1920? ¡No hay que saber, sino inventar!
Aplicar la voluntad sobre la representación: así, por ejemplo, sus primeras
mitologías oficialistas de Quetzalcóatl recordaban más al Buda y a las
civilizaciones de la India. ¿Qué mejor homenaje a Quetzalcóatl que reinventarlo
como un Buda americano? Y de veras, de veras, ¿es imposible trazar analogías
entre ellos, y entre ambos y Prometeo y Cristo y los héroes wagnerianos?
El “disparatado
y extravagante” Vasconcelos era además un brillante abogado pragmático. Conocía
la realidad desde el punto de vista de los negocios. Buenísimo para los negocios
el idealista disparatado. ¿Para qué la campaña de alfabetización? ¡Claro, para
leer a Goethe, a Tolstoi, a Tagore; a Homero, a Eurípides, a Sófocles! Eso es
el ideal. Pero también y sobre todo para que el indio, el desprotegido, el
pobre, el peón, el obrero, entienda los contratos que firma, y pueda llevar las
cuentas de su salario y de sus gastos. No andaba tan por las nubes entonces el
espiritualista, delirante, extravagante o apocalíptico Vasconcelos.
¿Y cómo hacerlo sin dinero
suficiente, sin maestros, sin escuelas, sin experiencia técnica? Llama a
Prometeo para que auxilie al pragmatismo: crear una mística, revivir la caridad
cristiana originaria (“inspírense en los frailes misioneros”) o la temprana
filantropía masónica. Convoca a los voluntarios (muchos trabajaron gratis o con
remuneración simbólica en los primeros tiempos, aunque el presidente Obregón
fue muy generoso con el presupuesto educativo). Se trataba en principio de
jabón, de baño semanal, de desayuno escolar (bolillo y atole), de ropa limpia,
de restañar el amor propio, la autoestima y la dignidad y las expectativas que
los niños han de crearse para luego auxiliarse a sí mismos.
Sobraban las mujeres viudas
y solteras y casi ninguna mujer tenía un empleo formal en el país desolado que salía de las terribles
batallas: la nueva maestra no necesitaba sino saber unas cuantas letras, un
poco de aritmética y todo su instinto maternal, al menos para empezar. Las
maestras debían de erigirse en las madres del pueblo. Las escuelas se
instituirían como las casas del pueblo. Todo lo demás se iría arreglando sobre
la marcha. E importó a la chilena Gabriela Mistral para ofrecerles, más que
instrucción, un ejemplo vivo, un tótem.
Con tal velocidad y con tal abundancia
de iniciativas que marea, arrebataba inspiraciones pedagógicas donde quiera que
las encontrara: lo mismo entre las comunidades pobres de Nueva Inglaterra, que
también se estaban alfabetizando, que en la burocracia soviética planificada de
Lunatcharski. Pero no duró mucho
Vasconcelos como rector-secretario de educación. Cosa de cuatro años. Después
de su renuncia, todo el proyecto fue reformulado por pedagogos menos
arrebatados, más documentados y pacientes… y más inclinados al socialismo, al
indigenismo y al protestantismo.
Toda su épica como educador
ha sido cantada con grandes palabras por todo mundo, menos por él. Su relato en
el tomo correspondiente de su autobiografía, El desastre, decepciona por completo: entregado a su amargura, a su
vendetta personal contra otros políticos, se olvida de cantar su propia hazaña
y desperdicia demasiadas páginas en enumerar así, como pisando ascuas, sus
afanes y rencillas, y en deturpar a los canallas y traidores que lo relevaron.
Resultan mejor lectura, sobre el mismo asunto, su “Conferencia leída en el
Continental Memorial Hall, de Washington” o el librito de “pedagogía
estructurativa” De Robinson a Odiseo.
De cualquier manera, es
típico de Vasconcelos el resultar un desapegado, casi indiferente trovador de
sus mejores hazañas. No necesitaba esforzarse mucho en cantarlas: ellas eran de
bulto su mejor canto. Lo mismo ocurrirá con ese mero expediente documental de
su campaña electoral, El proconsulado.
Lo mejor de ambos volúmenes no es lo que toca a sus asuntos, sino estampas de
viaje. Tocará a otros cantar sus mayores loores.
Siente desgana y hasta
cierto asco de tomarse en serio en sus grandes logros. Prefiere entregarse al
odio y al vituperio del enemigo, como un improvisado diablo castigador en algún
círculo del infierno dantesco. Pobló sus tomos autobiográficos de los
espantajos que odiaba en una especie de pesadilla infernal. Y más vale que
quienes se acerquen a sus páginas, o a las que otros escriben sobre él, ajusten
sus cinturones en esa lectura
turbulenta. Fasten your seatbelts! It’s going to be a bumping
night!
5
Alguna vez su Breve
historia de México fue de veras breve, pero su éxito descomunal (varios de
sus libros se colocaron como súbitos bestsellers locales, especialmente éste, Ulises criollo y La tormenta) lo indujo a irlo engordando: es una gorda historia de
México. Acaso la más regocijante de todas para los lectores burlones.
Hemos visto que pronto dejó
de ser breve. ¿Pero alguna vez fue historia? Cuando trabajaba en mi librito
vasconceliano, cayó en mis manos alguna entrevista para tesis con la
bibliotecaria de la Universidad de Austin, ante cuyos ojos la redactó en unas
cuantas semanas, jornadas de cinco o seis horas por día. Décadas después, la
buena bibliotecaria norteamericana seguía sin reponerse de su escándalo ante el
gran intelectual mexicano que pergeñaba al vapor cuartillas y cuartillas,
solicitando unos cuantos libros en los que solamente pescaba algún dato, algún
nombre, alguna fecha. ¿Así escriben su historia los mexicanos? Bueno, pues sí, y
las mejores: con la pena…
Para entonces Vasconcelos se
sabía de memoria lo que quería decir y solamente necesitaba refrescar ciertas
referencias constantes a Lucas Alamán, a Bulnes, a su amigo Carlos Pereyra, al
historiador eclesiástico Cuevas. Ya no quiso recordar el México a través de los siglos que en su juventud tanto celebró, ni
a su otrora venerado Justo Sierra. En realidad, se trataba de un juego de
masacre, de desgarrar el relato liberal-revolucionario de la Historia Patria, reivindicando
a todos sus detractores, con la inigualable vena vasconceliana para la farsa,
la parodia, el esperpento y la injuria. Como voltear un guante al revés: el
superpatriota despechado arma un auto de fe de la historia patria.
No inventa un discurso
antinacionalista, antindigenista, antiliberal, antirrevolucionario: ya estaba
hecho. Retoma el pensamiento conservador de Alamán, las rabietas antijuaristas
de Bulnes, el idilio de la hispanización de América de Pereyra, las bucólicas
de la Iglesia caritativa y civilizadora de Cuevas, el variado y populoso salón
de cachivaches del resentimiento de los derrotados conservadores antiguos, el
resentimiento de los porfiristas y huertistas contra los revolucionarios, de
los que él mismo formaba parte apenas antier, y los convierte en nuevas armas
arrojadizas. Pero añade toda una escritura de venganza contra la patria
traidora que, a su juicio, lo había abandonado.
Ese lenguaje, esos juegos de
palabras, esas viñetas asesinas, esos enrevesamientos diabólicos, en su propia
jocosidad ponían en ridículo no sólo el discurso oficial contemporáneo, sino
asimismo el relato liberal, rivapalaciego y justosierresco, que Vasconcelos
había amado de niño y de joven. Y del que quedan restos en sus ensayos
juveniles y en sus propios textos de secretario de educación, cuando atronó varios
discursos en loor de Quetzalcóatl y de Cuauhtémoc, uno de ellos en el Brasil al
inaugurar en Río de Janeiro una réplica de la estatua de Reforma que fue a
entregar de parte del presidente Obregón.
Ahora dice que a los indios
no los liberan Quetzalcóatl ni Cuauhtémoc, ni los guerrilleros morenos, ni los
secretarios de educación nietzscheanos y disparatados: ¡los liberan los burros,
porque el burrito al menos los redimió de su folklórica tradición ancestral de
tamemes! ¿Y quién trajo a los burros liberadores
de indios? Obvio: san Hernán Cortés, más mínimo y dulce que san Francisco de
Asís. Así muchos golpes verbales de satírico formidable. Y la viñeta el burro
como nuevo tlatoani de los indios.
Una curiosa asimilación de
los hombres de la Reforma con los de la revolución, lo llevó a detestar a los
liberales tanto como a sus exsocios revolucionarios: unos y otros, con los
indios, conforman las bestias negras de su Breve
historia. En realidad, no tenía mucha idea de lo que estaba diciendo. Poco
antes de su muerte recibió el encargo de prologar La navidad en las montañas, de Altamirano, y lo aceptó relamiéndose
los tupidos y canos bigotes ante un nuevo ejercicio de masacre, ¡y resultó que
la novelita le encantaba! No había leído a Altamirano durante toda su vida.
Dudo que tuviese la menor idea de la escritura de Prieto, Payno y Zarco. No hay
constancia de que reconociera de Riva Palacio otra cosa que el México a través de los siglos, el obvio
enemigo a vencer en su proyecto paródico (y que sigue gozando de bastante
salud). Del propio Juárez sólo aceptó, según las diferentes épocas, los lugares
comunes del panegírico o del vejamen. Con tal ignorancia y su temeridad tan
conocida iba ligero de carga para las cabriolas de la diatriba. Me place, pues,
recordar ahora uno de los momentos en que defendía engoladamente la tesis de
que la Reforma había sido una revolución 100% noble traicionada por el
despotismo de un Porfirio Díaz 100% perverso. Pronunció en Lima la conferencia
“El movimiento intelectual contemporáneo de México” en 1916. Tenía 34 años
y ya había desempeñado altos cargos
revolucionarios, entre otros el de secretario de educación en el efímero
gobierno de La Convención:
“La Revolución de la Reforma
es una de aquellas excepciones nobles. Tan pronto como asegura el triunfo,
extiende su generosidad a los vencidos, garantiza a todos la libertad de
pensar, consuma las desamortizaciones indispensables para la vida económica del
pueblo (bis:
consuma-las-desamortizaciones-indispensables-para-la-vida-económica-del-pueblo),
establece otras muchas importantes reformas, y su proceso de adelanto no
continúa porque la usurpación porfirista la detiene. La administración de este
déspota enseña a burlar el funcionamiento de las instituciones, nada prepara,
nada crea, sólo aprovecha una prosperidad material obtenida a costa de un
verdadero remate de las riquezas públicas. En este período, la cultura, como el
capital y el poder, se concentra en reducidos grupos, se convierte en prenda de
lujo; cesa de ejercer influencia sobre las masas. Lo poco que hay de valor en
la época se explica por el impulso del período antecedente”.
Atragantado con semejante
pedazo “de la Minerva” del Vasconcelos revolucionario de 1916 me pregunto: ¿no
se está burlando en la Breve historia de
México sobre todo de sí mismo, de todas las ideas que profesaba o creía
profesar, antes de su berrinche porque no le concedieron cierta gubernatura,
cierta presidencia? ¿En realidad, los únicos crímenes de México no serían el no
haberle satisfecho en bandeja de plata sus personales codicias de poder?
La Breve historia se inscribe sin desperdicio en la mejor literatura
de combate, de diatriba, de parodia, de masacre intelectual de nuestra lengua.
Y ahí sí que dolió. Parecía que derrumbaba al mismo tiempo Teotihuacán, la
Columna de la Independencia y el Hemiciclo a Juárez; y a la revolución, que él
mismo había encabezado con sus muchos compadres de todos los bandos, y a los
pueblos indígenas, a los que tanto había ensalzado como ministro, castigándolos
ahora con el insulto y el desprecio racistas, incluso siglos o milenios antes
de la aparición en cinemascope y con tedeums de la Hispanidad conquistadora y
misionera, que a la sazón, por cierto, nuevamente se enarbolaba en España con
el golpe de estado de Franco.
Como don Quijote
descabezando títeres, me imagino a Vasconcelos descabezando a los héroes de
bronce en su teatro de bolsillo, en un panteón patrio con próceres de cartón y
trapo. Literatura sí es, desde luego, y de la mejor y de la más rara: en la
vena de Quevedo y de Novo. ¿Pero historia? Todos los historiadores serios lo
negaron durante décadas, aunque reconocieran que a la historia oficial se le
había pasado la mano a ratos al celebrar a sus héroes y explicar alegremente
sus emotivas “victorias”, proezas y sacrificios. Pero eso era ideología, y de
la desleal y disparatada; era sátira y combate de pastelazos, decían, no
historia profesional.
Sin embargo, he aquí que en
1998 uno de los mayores historiógrafos mexicanos del siglo XX, Luis González y
González, falla a favor de Vasconcelos y prologa la nueva edición de la Breve historia de Editorial Trillas:
“Vasconcelos: el desenmascarador de la historia oficial”. Bueno, no tanto: los
argumentos ya existían, lo que aportó fue su nombre, su pluma tremenda, su
imaginación esperpéntica y masacradora, y claro: la gran popularidad del libro,
que es uno de los aspectos que más elogia González. Curioso argumento
historiográfico: las ventas. El otro: “sus virtudes terapéuticas”, “una posible
liberación de siglo y medio de golpes, derrotas y tristezas, y de traumas mal
digeridos” y encubiertos por la historia patria oficial del porfirismo y la de
de los gobiernos posrevolucionarios.
Pero el circunspecto
académico, a su vez célebre enemigo de la historia de bronce, se pasa de bronceador:
González compara la autobiografía de Vasconcelos con la historia de Bernal Díaz
del Castillo, ¡y a favor del primero! ¿Quienes predican el derribo de cierta
“historia de bronce” no están tratando en realidad de sustituirla por otra más
a su capricho, y con sobradamente más y más bronce? “La Historia verdadera de conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz
del Castillo, es una enorme relación, un reportaje ingenuo cuya forma y con
mayor lastre cultural repetirá, cuatrocientos años después, José Vasconcelos en
Ulises criollo y en otros tres libros
autobiográficos”. Ni duda cabe que Vasconcelos suscita veneraciones
descomunales, incontinentes.
Sin embargo, el propio
González tiene la honradez de señalar que apenas unos pocos años antes de este
prólogo, en una obra titulada “75 años de investigación histórica en México”, él
mismo simplemente “olvidó mencionar la Breve
historia vasconceliana”… El entusiasmo de don Luis por el Vasconcelos
historiador era, pues, muy reciente y tardío, en su alta ancianidad. No
encuentra ningún otro historiador que tome en serio al libro de Vasconcelos
como historiografía, y sí a una docena que lo deturpan sabrosamente en cuanto
obra profesional de historia, aunque estén de acuerdo con algunas o muchas de
sus desmitificaciones. Y eso que no menciona a Alfonso Reyes, a Cosío Villegas,
a Silvio Zavala ni a O’Gorman. Y de paso me tunde por “izquierdista del 68”, al
encontrarle peros historiográficos al libro de Vasconcelos, que por otro lado
elogié y mucho en cuanto literatura satírica desde 1977: -Bueno, doctor, al
menos yo nunca “olvidé mencionarlo”.
Sea como fuere, Vasconcelos
aportó a miles y miles de lectores durante medio siglo, desde 1937 (libertad de
expresión cardenista, no se puede obviar este detalle: el Vasconcelos
“exiliado” fue estruendoso bestseller local gracias a las libertades
cardenistas), la catarsis desbocada contra la opresión historiográfica de tanto
almidón y de algunas (no tantas como dice González) “mentiras” oficiales. Fue
un hito en la ideología, en el imaginario, en las emociones mismas de la nación
mexicana. Yo lo llamo gran literatura. ¿Historia-historia?, ¿sin investigación,
sin fuentes, sin método, sin discusión analítica, sin más discusión que los
golpes de humor, de oratoria, de analogías y juegos de palabras, sin otro
diseño que el esperpento y las caricaturas jocoso-macabras, en las que gana no
la verdad, sino el furibundo, implacable talento literario? Gran libro en fin,
que es lo que importa. -No hard feelings,
don Luis, a propósito de pochismos.
Se podría fácilmente argüir
que ninguno de los grandes historiadores liberales (Fray Servando, Lorenzo de Zavala,
Mora, Zarco, Payno, Prieto, Riva
Palacio, Sierra), revolucionarios, izquierdistas, indigenistas y hasta priístas (Molina Enríquez, Gamio,
Cabrera, Sotelo Inclán, Silva Herzog, Reyes Heroles) responde a la caricatura
que Vasconcelos hace de “la historia oficial”. Pero he encontrado un bravísimo
trozo de “historia de bronce” que sí es toda la caricatura que subleva a
Vasconcelos:
“¡Patria mexicana, es
trágico tu signo; en tu historia se combina el monótono pavor con el milagro!
Después de la Colonia cruel, mezquina, dolorosa, sombría, un maravilloso sueño
se hace acción con el esfuerzo de los héroes fundadores: Hidalgo, Morelos,
Mina, Guerrero, ¡aparición fugaz de águilas magníficas!
“Pero ellos no fueron sino
simiente; otros aprovecharon sus sacrificios y desvirtuaron sus empresas:
Iturbide es un presagio de Huerta. Largos años prevalecen la discordia y la
ruina, la opresión y el crimen. Y cuando más irremediable aparecía el
quebranto, nace de las secretas fuerzas del bien, de los inmaculados fondos que
conserva la raza, otra docena heroica que se llamaba Ocampo, Lerdo, Prieto,
Ramírez, Juárez; todos abnegados, firmes, buenos y libres. Algunos de ellos,
vencedores en nobles lides, pudieron repetir con orgullo, la noche del quince,
el grito sagrado de Dolores: ‘¡Mexicanos! ¡Viva la libertad!’”
Este patriotero discurso de
15 de septiembre es del propio José Vasconcelos y se llama “Cuando el águila
destroce a la serpiente”; fue pronunciado apenas una década antes de redactar
la Breve historia de México.
6
Como su compañero, casi siempre en discordia, de toda la
vida, Alfonso Reyes, Vasconcelos hizo virtud de la necesidad y aprendió a
escribir literatura, filosofía e historia en los periódicos. Poca gente leía
libros en México.
Casi siempre esa es la forma
que predomina, la del artículo y la crónica, en sus libros, incluso en los
filosóficos. Supo dominar el género breve e inmediato del artículo apresurado.
Más sabio que Reyes, no se resfriaba por los errores de composición o de
erudición que cunden en tales ejercicios de improvisación a todo vapor. Había
que producir rápido y en caliente, para el consumo inmediato y para el olvido
también inmediato; eso implicaba cierta profesión de modestia: así no se
componían las obras clásicas, las soberanamente ambiciosas. Pero fiel a su
creencia o a su superstición en la esencia del ideal y en la nimiedad de los
accidentes y de las contingencias, esperaba que el acendrado “contenido” y la
energía de la invención y del lenguaje, redimieran la apresurada, a ratos
desganada, mecánica, rutinaria composición formal.
Tal superstición no le
funcionó en sus libros filosóficos, que no recibieron mayor reconocimiento de
los conocedores que por su temeridad y su excentricidad. Los tomotes
filosóficos son infumables, salvo ciertos artículos o crónicas intercalados
sobre el disfrute concreto de tal obra, de tal paisaje. Eso no lo hace menos
filósofo: su pensamiento campea vigoroso en todos sus escritos. Su filosofía
está en todos ellos. Siempre está escribiendo al mismo tiempo y en el mismo
texto filosofía, historia, literatura, ideología, sátira, arrebatos.
Esos textos cortos que
formalmente parecen meros artículos, pero que implican una reflexión y una
evolución más elaboradas, aparecen en todos sus grandes libros, y a ratos
también se recopilaron en volúmenes misceláneos de periodismo. Hay pues un gran
periodista escondido en toda su obra. Y como en el caso de Reyes, tenemos a un
escritor de obras maestras en pequeños artículos.
Decía Pellicer que lo que
más gustaba a Vasconcelos del planeta era el mar y el desierto. Mis recuerdos
de lector son diferentes: pienso también en la vegetación y en escenas de
viaje, viñetas de ciudades, sensualidades cotidianas como la comida; música,
danzas, canciones. Practicó con alguna fortuna el cuento (fue gran admirador de
Kipling), y sin ninguna el teatro y hasta el cine (un guión sobre Bolívar).
Tampoco tuvo gran suerte, el Maestro por antonomasia, en los géneros académicos
y de hecho practicó poco la docencia. De ahí acaso que se ponga tieso y
fastidioso cuando intenta ser catedrático, en Metafísica, Ética, Lógica orgánica, Todología o Filosofía estética, por ejemplo. La Estética fue su libro filosófico más gustado.
Algunos poemas en prosa le
salieron bien. Algunas páginas sobre música y baile: Mozart, Beethoven, Wagner,
la zandunga igualmente capturaron su riqueza expresiva. Intentó algunas
biografías espantositas, pues el gran deturpador no recibió el don del
panegírico, y casi siempre cuando Vasconcelos trata de exaltar a alguien corre
con mucha menor fortuna literaria que cuando lo masacra. Sus biografías
encomiásticas de Hernán Cortés y Bolívar son más símbolos de su mitología personal
que textos afortunados.
Intentó asimismo una especie
de sociología lírica, basada en la intuición y la divagación, cuando las
llamadas Ciencias Sociales todavía no estrenaban sus aparatos “científicos” o
técnicos en América Latina, sobre su constante obsesión de la lucha entre los
Estados Unidos y Latinoamérica (Calibán y Ariel, Monroe y Bolívar), y la
supuesta inminente “hora de Iberoamérica” en el mundo, gracias a sus riquezas
naturales y a su mestizaje de razas: La
raza cósmica, Indología, Bolivarismo
y monroísmo, así como conferencias diversas. Esa especie de sociología
lírica o literaria era muy gustada durante la época de entreguerras en autores
internacionales como el Conde Keyserling y Waldo Frank. Probablemente
Vasconcelos fue su autor más destacado entre los latinoamericanos. En 1935
publicó en España un libro de pedagogía, De
Robinson a Odiseo, que tiene el mérito de apoyarse cercanamente en su
experiencia como secretario de educación.
Queda mucho en sus Obras completas, de las que hace medio
siglo se publicaron cuatro gordísimos tomos en papel biblia, y acaso en las
hemerotecas, de donde, sin embargo, no han aparecido sorpresas en medio siglo.
Seguimos pues admirando al Vasconcelos que tantos lectores celebraban hacia
1940: Ulises criollo, La tormenta, Breve
historia de México, los discursos, las secciones narrativas (viajes,
paisajes) de La raza cósmica y las
memorias, y un puñado de textos dispersos entre sus muchos títulos como Divagaciones literarias, Libros que leo
sentado y libros que leo de pie, Pesimismo alegre, En el ocaso de mi vida,
Temas contemporáneos…
Al año de su muerte, Carlos
Pellicer lo recordaba así en su “Elegía apasionada”:
Cuando
el maestro José Clemente Orozco
pintó
en Guadalajara su Hombre-Fuego,
yo,
agua de las tierras tórridas,
pensé,
todo quemado, en Vasconcelos.
JOSÉ
JOAQUÍN BLANCO
DIRECCIÓN DE ESTUDIOS
HISTÓRICOS, INAH
1 comentario:
Estupendo.
Acotación: Álvaro Obregón fue maestro bilingüe (mayo / español) a los 13 años. Fue el menor y único varón de una familia de 18. Dedicó el 50% del presupuesto municipal a educación como alcalde de Huatabampo.
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