NERVO Y LOS FILISTEOS
De la misma manera que su poesía, la prosa narrativa
de Amado Nervo (1870-1919) representa un afanoso compromiso entre el exigente
arte modernista y las restringidas luces del público al que el autor se dirigía
en los últimos lustros del siglo XIX y los primeros del XX.
Era un público
mayoritariamente femenino, con escasa escolaridad pese a sus pretensiones de
mediana o mayor riqueza, a caballo entre la cultura católica más
tradicionalista (provinciana, pacata, conservadora) y las novedades
escandalosas de la cultura francesa del fin de siglo (positivismo, sensualidad,
diabolismo, espiritismo y teosofía, lujos y leyendas orientales, adulterio y
amor libre: “decadentismo”), introducidas por el periodismo literario y las
novedades editoriales importadas de París.
La obra de Nervo es muy
vasta y variada, a pesar de su muerte temprana, hacia sus cincuenta años (su
angustia ante la
Revolución Mexicana y la Primera Guerra
Mundial, así como algunos desgastes, enfermedades y desgracias personales
parecen envejecerlo desde los cuarenta años: cuesta trabajo aceptar que sus
fastidiosos poemas de acedía y resignación a la Nada , sus “muero porque no muero”, sus despedidas
del mundo -“¡Vida nada te debo, Vida estamos en paz!”- y sus verbosos
desagrados de la carne fueron escritos por un hombre todavía bastante joven), y
ofrece argumentos para todo tipo de tesis.
Su conjunto, sin embargo,
señala a un autor mucho menos “heroico” (en el sentido de combatir la cultura
tradicional) o radical que Darío, Lugones o Tablada, y mucho más preocupado por
agradar a su público. Suele ser menos “raro”, menos exótico, menos esteta que
otros modernistas; se acerca más a las ideas comunes en su época de la
religión, de las buenas costumbres, del patriotismo, de los sentimientos
meramente románticos, incluso de las modas: automovilismo, deportes chic, cine
mudo, subconsciente, trastornos psíquicos, espiritismo. De hecho, abjuró en su
última década incluso de los rasgos estetizantes de su juventud modernista, en
busca de un estilo más simple y de un pensamiento más acorde con el de la clase
media hispánica. Abjuró de las “extravagancias”, diabolismos y “mallarmeísmos”
modernistas (como se ve en muchos de sus ensayos críticos, especialmente en Juana
de Asbaje, 1910), y con ello de casi todo su arte literario, en busca de
una dudosa “elevación” metafísica expresada en los términos más llanos y
fáciles.
Dice bien Manuel Durán en
el prólogo regular a su mala selección de Cuentos y crónicas de Amado Nervo
(UNAM, 1971): “Nervo escribe, pues, no sólo para los iniciados, sino también
para los filisteos”. (“Filisteos” es un anglicismo para “burguesotes”; Nervo
los llamaba “emburguesados”.) No lo hizo por mera inmoralidad o venalidad –a
pesar de sus enormes éxitos literarios, de sus comisiones periodísticas
(financiado por Rafael Reyes Spíndola, de El Imparcial) y educativas
(gracias al ministro Justo Sierra, previo acuerdo con Porfirio Díaz) y de sus
puestos diplomáticos (con Carranza), ganaba poco y vivió casi en la pobreza-,
sino por la ambición de ser un escritor profesional, un escritor con público,
y no un anacoreta estético (aunque como tal guste posar en sus poemas).
Esa ambición exige rendir
grandes concesiones a los prejuicios y modas del público, como lo vemos en casi
cualquier autor “de arrastre” de nuestro siglo. La moralina católica y el
pacato, mustio decentismo pequeñoburgués, pesan más en Nervo que en cualquier
otro gran escritor mexicano, López Velarde incluido. Hasta en el Nervo más osado
hay todo un minucioso reglamento de buenas costumbres, un protocolo del comme
il faut. Es también un efusivo adulador de los poderosos y los potentados.
En sus artículos críticos,
representa con frecuencia el papel de un malhumorado prefecto conventual que se
impacienta y regaña ante cualquier inquietud, cualquier travesura: quiere, por
ejemplo, que los gobiernos ¡prohiban oficialmente las zarzuelas, tandas y
sketches del “género chico”, porque corrompen las costumbres y el idioma!
¿Quiénes conformaban los gobiernos hispanoamericanos hacia 1910? Casi puros
tiranos terribles.
De ahí que haya resultado,
especialmente en su poesía, pero también en ciertas narraciones, ensayos y
artículos, uno de los autores más populares de su época en toda Hispanoamérica.
Y expurgando algunos textos temerarios, por lo general poco divulgados, como
los seleccionados por Pacheco en su Antología del modernismo, devino uno
de los poetas más “convenientes”, más aprobados por padres de familia, curas y
maestros de escuela. (En tal sentido, como el poeta que se portaba muy bien y
rezaba con constancia y devoción, salvo deslices perdonables, lo elogia el
padre Alfonso Méndez Plancarte en el prólogo a sus Poemas completos).
Hasta la fecha, según afirma Luis Miguel Aguilar en su Poesía popular mexicana, representa el autor que mayor cantidad de
poemas ha legado a nuestra memoria popular... y a la declamación en ceremonias
y medios de comunicación, al estudio en las escuelas primaria y secundaria
tanto clericales como oficiales. (Por lo demás, Nervo defendía precisamente ese
tipo de poemas como parte esencial de la educación pública, como se ve en los
“informes” sobre los sistemas educativos europeos que rendía al ministro Justo
Sierra: fue pues ejemplarizante, sermoneador, oratorio y didáctico adrede).
Por ello mismo, al menos
desde los años veinte, Nervo empezó a resentir el desprecio de los pequeños
sectores más ilustrados y modernos del público, y por supuesto de los nuevos
escritores. Chocaban su frecuente chabacanería, sus golpes de pecho frente a
unas trenzas de mujer, sus poemas que casi o sin el casi imitaban plegarias u
oraciones religiosas, su simplismo expresivo y mental. Sus bodas “blancas” de
Baudelaire con Ripalda. (Entre indignado y lastimero, dio acuse de recibo a
estos reproches desde 1910, en un párrafo de Juana de Asbaje.)
EL BACHILLER
Siempre se ha sabido, sin embargo, que hay varios
Nervo; que tiene textos difíciles e inteligentes, de notables audacias
culturales y estéticas. Uno de estos “otros Nervo” es el narrador de muchos
cuentos y “novelas”, en realidad relatos largos, como “El bachiller”, “El
donador de almas”, “Pascual Aguilera”, etcétera.
Aunque estos cuentos
también se dirigen principalmente al gran público (con frecuencia se publicaron
en revistas, periódicos y ediciones importantes), y no a minorías muy
avanzadas, muestran a un Nervo más complejo, culto y divertido que el de los
poemas famosos. Trata de ser libertino, espiritista, diabolista, sarcástico,
decadentista y algo “inconveniente”. Todo un mundo sensorial y mental, que se
interesa incluso en la ciencia y en la ciencia ficción (una operación
quirúrgica concede al paciente la posibilidad de ver el futuro, lo que le echa
a perder la vida, en “El sexto sentido”).
“El bachiller”, por
ejemplo, narra la aburrida historia del seminarista que se debate entre la
castidad y el deseo de mujer, sólo que se resuelve con un final desaforado: el
seminarista trata de escapar de su conflicto con el recurso del teólogo
Orígenes: la castración. Pero a diferencia de otros modernistas, que
encontrarían en la mutilación de los genitales una gran oportunidad para muchas
“misas negras” (dirigidas al deleite exclusivo de iniciados, en revistas y
libros marginales), Nervo recuerda que está escribiendo para un amplio público
asustadizo, y narra elípticamente el hecho. Tenemos al seminarista asaltado por
los besos de la mujer deseada:
“Había
caído de sus rodillas, con sus ropas, el cuaderno que leía, y la palabra Orígenes, título del capítulo consabido,
se ofreció a un punto de su mirada. Una idea tremenda surgió entonces en su
mente... Era la única tabla salvadora... Asunción estrechaba más el amoroso
lazo y dejaba su alma en sus besos. El bachiller afirmó, con el puño crispado,
la plegadera, y la agitó algunos momentos, exhalando un gemido. Asunción vio
correr a torrentes la sangre...”, etcétera.
“El bachiller” fue uno de
los primeros escritos famosos de Nervo, y acaso el único que atizó el escándalo
público en quien se creería ahora el menos escandaloso de nuestros autores.
AVES DEL PARAÍSO
A caballo pues entre las audacias de la nueva cultura
francesa y del más radical modernismo hispanoamericano, por una parte, y la
cultura social (parroquial y espesa) de su público, por la otra, Nervo publicó
miles de páginas. Es mucho más abundante su prosa que su poesía (de cualquier
modo muy voluminosa, especialmente en la última década, cuando dijo que sólo
deseaba el silencio). E indudablemente mejor, aunque la memoria popular haya
privilegiado durante un siglo una veintena de sus poemas más religiosos,
patrióticos o románticos.
Mucho le ayudaron, en
México, el canto a los héroes; y en el extranjero, la tragedia lírica de su
viudez, como el Orfeo en busca de La amada inmóvil, así como sus
pretensiones de filósofo popular, al mismo tiempo católico y budista: buena
parte de los poemas de su última década son lecciones simplificadas de
filosofía estoica, indostana y cristiana para el lector sencillo que no podía
descifrar tratados.
“Mejor” la prosa, porque en
relatos y crónicas Nervo se siente más libre y encuentra mejores oportunidades
de desarrollar sus preocupaciones e intereses intelectuales y estéticos. No
iban a ser necesariamente memorizados por las señoritas de buena sociedad,
quienes de cualquier manera se asomarían a ellos, por lo que habría que
tenerles cierta consideración, pero limitada. En muchos de sus poemas, en
cambio, jamás se apartaba de su vista, en primer plano, el inmenso coro de
escolares o señoritas de buena sociedad a punto de memorizar “un nuevo poema de
Nervo” para la próxima ceremonia o tertulia. Quizás aspiró también, en su
última etapa, a compartir el prestigio de los devocionarios, de los Ejercicios
espirituales o La imitación de Cristo de Kempis: escribir poesía de
edificación devota. Lo logró durante muchos años.
La verdad es que, a pesar
de todo, siempre resulta un escritor excelente. El don de la lengua literaria
se le dio con esa naturalidad abundante y precisa, casi biológica, que vemos en
Reyes o en Paz. Así como le fluye, límpida y memorable, la versificación, deja
correr la prosa con una musicalidad y una exactitud sorprendentes, incluso o
sobre todo cuando escribe de prisa y sobre casi nada, en crónicas y artículos.
Sencillamente no sabe escribir mal:
“Para escribir un artículo
no se necesita más que un asunto: lo demás... es lo de menos. Hay en esto del
periodismo mucho de maquinal. Lo más importante es saber bordar en el vacío,
esto es, llenar las cuartillas de reglamento con cualquier cosa. El periodista
que es hábil en su métier [oficio], de nada, como Dios, hace un mundo de
artículos... Prometedme un asunto diario, y en nombre de mi conocimiento del
‘oficio’ os prometo un artículo diario; advirtiendo que no se necesita un gran
asunto. Dénmelo ustedes mediano, grande o pequeño, que el artículo saldrá... Desplúmese,
por curiosidad, un ave del paraíso, y véase lo que queda. Así, exactamente, son
muchos artículos de esos que divierten y aun encantan: aves del paraíso
multicolores. Arranquen ustedes las plumas y hallarán... nada entre dos
platos”.
Lo dicho: como si nada, al
correr de la pluma, “aves del paraíso multicolores”. Tal es la prosa de Nervo,
y el placer de su lectura, intenso frente a la página, y luego difícil de
explicar o analizar en un comentario crítico. Su gran tema es su gran lenguaje.
Y cuando hay que “fusilarse” parcialmente otra obra, lo hace con toda
tranquilidad, sin correr el trámite de mencionar la fuente: que el lector
enterado disfrute el juego; así, por ejemplo, retoma el fusilamiento trucado de
Tosca, y con título y todo “La novia de Corintio” de Goethe. Hay muchos
préstamos de Verne y Wells en sus incursiones de ciencia ficción aplicadas a la
conciencia humana, a los viajes en el tiempo, a la inmortalidad, a existencias
o personalidades múltiples o paralelas.
Resulta uno de los prosistas
de su tiempo que menos ha envejecido, acaso por esa inestable distancia hacia
el lenguaje preciosista del modernismo, por esa relativa fidelidad al habla
común del público (como publicaba mucho en España, su prosa se llenó de
españolismos, como los “magüer” o los “la habló, la dijo”); por su deseo de
claridad y de amenidad: por su compromiso parcial con el público “filisteo”,
que le impidió las extravagancias estetizantes del modernismo que muy pronto
pasaron de moda. No suena hoy tan fechado como el Azul de Rubén Darío o La
guerra gaucha de Lugones.
Como estos autores, sin
embargo, influyó más en el verso que en la prosa por su extraordinario oído
para el metro y su empeño y su facilidad para reciclar y combinar todos los
metros conocidos en la versificación española y algunos de otras lenguas
romances; tanto más si se considera que fue el modernismo hispanoamericano el
último momento en que la poesía castellana otorgó prioridad a la música: al
metro, al ritmo y a la rima, disciplinas en que Nervo resultó un artífice
prodigioso. Después de él, el culto de la-metáfora-por-la-metáfora-misma
tiranizó la poesía, como se observa ya en sus sucesores inmediatos: Ramón López
Velarde y Alfonso Reyes. Lo mejor de
Nervo era la suntuosidad sonora; de ahí la pobreza de los poemas últimos
en que se despojó de la artesanía del metro.
Su periodismo –“aves del
paraíso, fuegos fatuos”- es aun mejor, a ratos, que la prosa de los cuentos, y
revela al hombre cultísimo (Zola, Mallarmé, Wagner, Nietzsche, William James,
Bergson, D’Annunzio, Maeterlinck, Francis Jammes, H. G. Wells, incluso Picasso
y Eldgar) que intenta esconder en la mayor parte de su poesía “simple”.
El prosista formidable, hoy
en día sólo para iniciados, es uno de los “otros Nervo” que el lector puede
encontrar en las Obras completas, Ed. de Francisco González Guerrero y
Alfonso Méndez Plancarte, con sendos ensayos preliminares (Editorial
Aguilar). (Entre los estudios de su obra está el clásico de Alfonso Reyes: Tránsito
de Amado Nervo, en sus Obras completas, Fondo de Cultura Económica;
y la revisión académica de Manuel Durán: Genio y figura de Amado Nervo,
Buenos Aires, Eudeba, 1968).
EL DONADOR DE ALMAS
“El donador de almas” figura como uno de sus relatos
más risueños. Entreveo en esta broma astrológica y hasta cabalística la sonrisa
“zumbona” de Anatole France (que se delata aún más claramente en “El ángel
caído”). Es uno de los varios relatos espiritistas, que incluso podríamos
llamar fantásticos, erigiendo así a Nervo en un caso raro dentro de una literatura,
como la mexicana, tan sometida al realismo.
Un hombre, médico de
profesión, se enamora del alma de una mujer. La mujer está físicamente recluida
en un convento, pero cae dormida y su alma escapa y va a enamorarlo. El hombre
la entretiene un día demasiado, de modo que el cuerpo de la recluida muere en
el convento, y queda el alma flotando en el espacio, urgida de otro cuerpo en
qué sustentarse, o se desvanecerá sin remedio. No hay cuerpo a la vista donde
alojar al alma amada y desesperada. El hombre le ofrece entonces la mitad de su
cerebro.
¡Por fin se consuma el
Arquetipo! El Andrógino platónico, el Hermafrodita original, el hombre-mujer,
la pareja en una sola entidad, la unión perfecta. Pero empiezan a aparecer
ciertos inconvenientes: por ejemplo, la tentación de realizar físicamente ese
amor, pero en un solo cuerpo. El “místico” Amado Nervo se encuentra en el brete
de narrar estas “dos almas en un solo cuerpo”, que se regodean en la vulgar e
innombrable masturbación. Habrá que contarlo todo con prudencia y elipsis. A Nervo nunca le falta ingenio:
“No hay
manera de expresar el contentamiento y deleite de los dos hemisferios del
cerebro del doctor. ¡Se amaban! ¡Y de qué suerte! ¡Como a nadie que no sea Dios
le ha sido dado amarse en toda la extensión de los tiempos y en toda la
infinidad del Universo mundo! ¡El doctor era, en efecto, como un dios! ¡Se
amaba de amor a sí mismo! [...] Cierto, algunas veces, tales y cuales miserias
fisiológicas ruborizaban al doctor por ministerio de su semicerebro”.
NARRACIONES Y POEMAS EN PROSA
El Nervo narrador gravita en torno a Maupassant (v. gr. el adulterio como surtidor de
diversiones, en “Una mentira”), a Anatole France, y hasta, por desgracia, a
Paul Bourget (la manía de “psicologizar” a sus personajes, mediante meros
juegos de palabras, algo pedantescos).
Pero es un conversador
fascinante y humorístico. No se adivina tal vocación por la travesura, los
juegos impropios, las ironías libertinas en sus “tan sentidos” poemas. Por ello
gana en los relatos largos. Cuenta incluso con relatos históricos: “Mencía”, en
ciertas ediciones titulado “El sueño”, que es al mismo tiempo un juego
calderoniano sobre el trueque de sueño y realidad, un viaje al pasado o desde
el Toledo del Greco y Felipe II al siglo XX, y un alarde de erudición y
virtuosismo en filología y cultura hispánicas; con curiosas invenciones de
algún Mefistófeles dedicado al bien como “acto gratuito” (“El diablo
desinteresado”); con apologías del peligro como “El diamante de la inquietud”,
donde se postula que toda la dicha humana reside en su precariedad: el goce
seguro y durable no constituye felicidad alguna, sino ennui, spleen; y
extrañas incursiones en los terrenos de la personalidad o conciencia doble o
múltiple (“Amnesia”).
En los relatos largos, que
llama novelas pero que son cuentos que el lector alcanza cómodamente a
disfrutar de una sola sentada, puede permitirse todo tipo de ires y venires
verbales; y se desvanece un tanto en los cortos (Cuentos misteriosos,
así como “poemas en prosa” dispersos en varios títulos misceláneos), más
restringidos a la viñeta simbólica o fabulesca, más próximos a sus poemas, o
las parábolas de un Nietzsche, de un Tagore, de un Gibrán Jalil Gibrán, de
Pierre Louys, o del Gide de Los alimentos terrestres, con sus aires de
profundidad a ratos dudosa mediante enigmas preciosistas.
“Prosas poemáticas”, dirían
los académicos cursis. Son las que Manuel Durán, pasándose de listo, privilegia
en su fastidiosa “antología” de Cuentos y crónicas de Nervo, que parece
compuesta adrede para ahuyentar a los lectores. Error: Nervo es mejor narrador
cuando poetiza menos: cuando construye anécdotas y crea personajes enteros, y
trama, describe y bromea sobre material menos lírico o simbólico. Como en
tantos simbolistas y surrealistas, también en él la “prosa poética” se antoja a
ratos una forma pretenciosa de la charlatanería espiritualoide. Also sprach Nervo. (“Metafisiqueos”
la llamaba él mismo.) Y por lo demás, no la necesita en cuanto narrador: sabe
contar muy bien una historia propiamente dicha, y tiene una decena de relatos
largos excelentes. Queden las parábolas y viñetas simbólicas para su poesía
“espiritual y profunda”.
De cualquier modo, en todos
sus textos narrativos, como en sus artículos y crónicas, fluye numeroso y feliz
el genio de la lengua, como no se había visto antes en la literatura mexicana,
salvo Gutiérrez Nájera.
PASCUAL AGUILERA
“Pascual Aguilera” me parece el relato más logrado.
Sus escenas rancheras asombran por su facilidad. Retratos al natural precisos y
rápidos. Se acercan al ideal, tan buscado en el siglo XIX, de narrar como
idilio la vida de un rancho o de una hacienda. Aquí se permite Nervo dos
momentos escabrosos.
Ha muerto el hacendado,
dejando como herederos a un muchacho de incontrolable lujuria y a la viuda
devota, aún joven, su madrastra. Como un anticipo de Allá en el Rancho Grande, el chamaco hacendado trata de arrancarle
la primicia a una preciosa ranchera que está a punto de casarse con un
trabajador de la hacienda. La muchacha se defiende y salva su honor, pero
luego, recordando los forcejeos furiosos del fallido violador, conoce a solas
su primer orgasmo, en plenas vísperas de su boda:
“Refugio
volvió a la cama y se echó en ella sollozando. Diría todo a Santiago [su
novio]... Pero no se lo dijo. ¿La hubiera él creído ilesa? Ya libre de todo
riesgo, sola ya, su carne se rebeló empero de un modo extraño, y el recuerdo de
la brutal audacia que estuvo a punto de hacerla víctima, fue un excitante
poderoso. Si en aquellos momentos hubiera vuelto Pascual, habríala poseído. Sus
deseos indefinidos de virgen tumultuaban por el brusco sacudimiento
despertados... Las repugnancias que Pascual le inspiraba desaparecían.
Continuaría odiándole mañana, mas ahora le deseaba; revolcábase en el húmedo
lecho, dolorida y anhelosa, paseando por su cuerpo las manos temblorosas con
suaves e inconscientes caricias. Y aquella noche Refugio tuvo la primera
revelación del amor...”
El novio
de la chica era un ranchero fornido, guapote, casi Tito Guízar. No había modo
de enfrentarlo físicamente. La viuda virtuosa, además, se interponía como la
fiel protectora de Refugio. Pascual Aguilera debió asistir, impotente y pálido,
a toda la boda ranchera, minuciosa y magníficamente narrada, con platillos
regionales, jaripeos y jineteadas, jarabes y zapateados.
Pero en la noche, desde su
ventana, Pascual divisó la cabaña semialumbrada donde se consumaba la boda; y
fuera de sí, rabioso de lujuria y despecho, loco y ciego, asaltó a la única
mujer a la mano: la viuda virtuosa, su madrastra. No le quedó a Nervo otro
recurso, después de este arrebato, que matar
al lujurioso, quien sucumbió en cuanto consumó sus furias nada menos que
por toda “una hemorragia cerebral con inundación ventricular, ocasionada por
alguna intensa conmoción fisiológica debida a la histeria mental”, y dejar a la
viuda llorando a mares en el confesionario.
Probablemente
Amado Nervo jamás escapará de los emblemas, tan simplotes y tan queridos, de la
veintena de poemas popularísimos que toda Hispanoamérica ha memorizado y declamado
durante un siglo. Pero en sus gruesas Obras
completas nos aguardan los “otros Nervo”, sorpresivos y estimulantes. Menos
devotos y sermoneadores. Menos recitadores de Kempis. Con menor turismo
teosófico. Menos cerradores de ojos ante la vida por “miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas que suelen sangrar”. Menos llorón o azucarado y más capaz
de sonrisas y hasta de carcajadas mefistofélicas. Mucho más complejo y
terrenal. En su prosa no aparece tanto ese “melancólico caballero del Greco”,
como pretendía definirlo Tablada, sino un jocundo aventurero de muchas vidas.
Se alza, sin duda, como uno
de los autores más dotados de toda nuestra historia literaria. Acaso ya sea
tiempo de que la opinión culta le levante el castigo o el ninguneo con que se
le ha cobrado su desmesurado, ciertamente abusivo, éxito popular. Pocas veces
la lengua castellana se ha visto más rica y feliz en México que en los variados
escritos, desde luego siempre sujetos a polémicas parciales, de Amado Nervo.
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