Wells: La soledad de los optimistas
Por José Joaquín Blanco
En cierto sentido, nada hay tan prehistórico como la ciencia-ficción.
Toda mitología habla de viajes a otros mundos y a otros tiempos; de héroes y
vehículos voladores; de la cruza de dioses, bestias y hombres y su variedad de
vástagos híbridos; de superhombres y máquinas desaforadas en combates
descomunales; de predicciones y adivinaciones logradas a través de técnicas
difíciles y precisas; de elíxires y alimentos mágicos; de transformaciones y metamorfosis,
de seres de las estrellas o de otros planetas, del fin y del origen del mundo.
Y al revés: no pocos creyentes en ovnis y
extraterrestres postulan, con la cara bien dura y desde hace casi un siglo, que
a los viajeros-del-espacio debemos las más
antiguas civilizaciones; que las pirámides preservan sus elaborados secretos y
que retrataron sus rostros de astronauta, con todo y casco, en las cabezas
monumentales de La
Venta. Muchas literaturas registran tales episodios (incluso
como juguetes barrocos o ilustrados en el México virreinal: el Santo Oficio
procesó al anciano yucateco fray Manuel Antonio de Rivas, franciscano, por
escribir, para entretenerse durante sus acedías del claustro, sobre excursiones
a la luna). Ariosto y Voltaire jugaron con extraterrestres y viajes por el
universo. Pero fue la explosión científica y positivista de mediados del siglo
XIX la que permitió el sistema o la obsesión de una inspiración científica y
tecnológica para la literatura.
Cierto criterio cronológico y pintoresco
entroniza a Julio Verne como el patriarca del “nuevo” género, aunque sus amenas
invenciones resulten con frecuencia meras magnificaciones del asombro de su
siglo ante los globos aerostáticos, los ferrocarriles y las máquinas de vapor,
sin mayores preocupaciones o consecuencias morales, filosóficas ni políticas,
como en La vuelta al mundo en ochenta días (1873). ¿Por qué no a Mary
Shelley, la esposa del poeta de Prometeo liberado, intempestiva autora
de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818)? Pero quien en realidad
dota a la ciencia-ficción de toda su fuerza mítica, de su beligerancia cultural
y de su vigencia contemporánea es Herbert George Wells (1866-1946).
Desde 1870, el hebraísta e historiador del cristianismo Ernest Renán,
imaginó en ciertos Diálogos filosóficos y suntuosos ensayos (El
porvenir de la ciencia), que se siguen reeditando, un futuro humano
cabalmente modificado y mejorado, mediante una ardua y noble planificación, por
una aristocracia de científicos que gobernarían una unificada y reconciliada
República del Mundo. Pero tocó a H. G. Wells convertir la ciencia-ficción en
filosofía política -en mística, en sociología, en ética social, incluso en
programa revolucionario rumbo a un utópico Estado Mundial, encargado de
resguardar para el bien y la justicia el nuevo fuego científico-, con una
docena de obras narrativas (además de múltiples ensayos), algunos de cuyos
títulos no pueden sernos extraños y cuya imaginería y estremecimientos
proféticos no han dejado de influir a muchas artes y formas de entretenimiento
-especialmente los relatos, los cómics, el cine y la televisión-, a lo largo
del siglo XX: La máquina del tiempo, El hombre invisible, La guerra de los
mundos, Los primeros hombres en la luna, La isla del doctor Moreau.
Como Cristo o san Francisco de Asís, como
Voltaire, Marx o Freud, H. G. Wells es muy conocido por los que no lo han
leído, incluso por quienes ni siquiera reconocen su nombre. Su obra permeó no
sólo la cultura sino la atmósfera de todo un siglo: sus invasiones de marcianos
con armas letales de gases y calor (prácticamente láser); sus hombres en la luna o en Venus, sus viajes
al futuro de casi un millón de años, sus hombres modificados mediante alimentos
científicamente elaborados para trocarlos en gigantes; sus animales modificados
mediante el genio quirúrgico de doctor Moreau para que salten etapas evolutivas
y alcancen casi de inmediato las habilidades racionales del hombre; sus sirenas
disecadas, sus bestias fantásticas, sus orquídeas draculescas, sus modernísimos
dínamos transformados en carniceros dioses prehistóricos, sus aprovechamientos
funerarios de la taxidermia, etcétera, han sido el obvio modelo de miles de
variaciones, lo mismo en Lovecraft (El color que cayó del cielo),
Heinlein (Planeta rojo) y Van Vogt (Slan, El libro de Ptah) que
en Orwell (1984), Bradbury (Crónicas marcianas) y Vidal (Kalki)...
para no hablar de Supermán o de El Hombre Araña.
Pero
semejante éxito descomunal implicó una catástrofe igualmente monstruosa: H.
G. Wells ha sido imitado, suplantado,
precisamente por quienes menos lo han comprendido, y sobre todo por quienes lo
han interpretado al revés; ha dado lugar muchas veces a una comodina
ciencia-ficción anecdótica, catastrofista, truculenta (cuando no embrutecedora),
totalmente opuesta a su optimista evangelio o a su aleccionador apocalipsis
científico, que mediante fábulas o parábolas de ciencia-ficción aspiraban a
perfeccionar el mundo, gracias a la teoría de la evolución y a los instrumentos
tecnológicos del hombre moderno.
Para Wells
las fantasías científicas no eran simples pesadillas ni entretenimientos de
terror, sino esperanzas de “cambiar al hombre, transformar el mundo” sin
violencia ni anarquía. (Frecuentó el socialismo fabiano; abanderó causas en su
momento escandalosas como el feminismo, el amor libre, la libertad sexual, el
sindicalismo, el antinacionalismo.) Profetizaba el asalto al paraíso, a su
modo. Pero en su utopía del progreso
mediante la ciencia, Wells partía de un humanismo y de una ética amplios, que
incluían a toda la especie, a diferencia de ciertos pensadores pragmáticos,
como Herbert Spencer, quienes también intentaron aplicar el darwinismo a las
llamadas “ciencias sociales” con algunas implicaciones racistas. Le resultaba
casi increíble que la humanidad hubiera logrado tan afanosa revolución
científica y tecnológica sólo para precipitar y magnificar sus propias
desgracias y hasta su autodestrucción.
Y aunque Wells previó, con extraordinaria
precisión, algunas catástrofes de la civilización tecnológica (las guerras con
gases, aviones y tanques; el uso del bacilo del cólera como arma biológica), lo
hacía un poco para advertir de los riesgos del mal uso de la ciencia. La
guerra de los mundos quiso sacudir el conformismo triunfal de la Europa industrial de su
tiempo: “Es posible, en los amplios designios del universo, que no deje al fin
de beneficiarnos la invasión marciana; se nos ha arrancando esa confianza
tranquila en el porvenir, que es la fuente más segura de decadencia”, y la
arrogancia del imperial Hombre Blanco: así como un pueblo podía atormentar a
otros más débiles, o como todo hombre lo hacía con los animales, podía aparecer
de repente una civilización o una especie más poderosas, reducir Londres a
escombros y calcinar en instantes a los mejores ejércitos del mundo como a
enjambres de insectos. (No es aventurado especular que se inspiró en el Poema
sobre el desastre de Lisboa, de Voltaire)
La teoría darwiniana de la evolución hablaba
del mejoramiento continuo... o de la extinción de las especies incapaces de
mejorar. Él soñaba con una humanidad capaz progresar, incluso mediante una
evolución social minuciosamente planificada, confiada a una “aristocracia del
talento” (científicos, técnicos, médicos, educadores, inventores, investigadores).
En eso coincidía con Renán. La ciencia y
los científicos redimirían al mundo moderno. Se juzgó ridícula la pretensión de
ambos de configurar un senado mesiánico, con puros apacibles y paternales
revolucionarios científicos. Una especie de filantrópico despotismo ilustrado
en manos de comités de benéficos supersabios. Pero, ¿no es más ridícula la
misma pretensión “democrática” por parte de las clases políticas, que ni
siquiera tienen las credenciales de conocimiento y vocación espiritual de
aquéllos? ¿Y qué decir de las milenarias pretensiones similares de sacerdotes y
guerreros?
Lo que diferencia a Wells de todos sus
sucesores y suplantadores de ciencia-ficción es precisamente su tenaz
temperamento optimista. Y eso asombra en sus obras precursoras: son algo más
que juguetes terroríficos, aspiran a ser juguetes de la esperanza. A este
profeta intrépido le parecía tan posible cambiar el mundo y solucionar las
injusticias: la ciencia más un poco de sentido común, de buena voluntad, de
razonable modestia y de buena fe... precisamente lo más difícil de cultivar en
las sociedades. Diría: “Tenemos ya suficientes elementos científicos y técnicos
para mejorar muchísimo el mundo, basta con usarlos bien”. Las planificaciones,
sin embargo, rara vez funcionan en este planeta, siempre gobernado por las
rigurosas leyes del caos: una brizna de hierba puede alterarlo todo. No hay
manera de prever todas las contingencias y sus combinaciones. Ya Quevedo
recordaba, con los estoicos, que rara vez se cumplen tanto nuestros mayores
temores como nuestras mayores esperanzas. Basta una arenilla para desquiciar
los más laboriosos y fundados proyectos. Todo resulta casi siempre de otro
modo. Uno casi siempre llega a otra parte. De hecho, la manera en que la
humanidad se salvó (así fuera provisoriamente) de los marcianos de Wells, menos
recordada desde luego que la invasión, fue tan imprevista como natural, casi
obvia: una aportación gratuita de la caótica naturaleza terrestre.
El desaforado optimismo de Wells -quien se
autodenominaba “ciudadano del futuro”- lo indujo a alfabetizar personalmente a
toda la humanidad. Y en cierta medida lo logró con una sola obra: Esquema de
la historia (1920), una especie de compacta enciclopedia individual de toda
la historia del mundo, con lo que implica de atroz contradicción de términos:
un breviario del infinito, un océano en consomé, un gigante jibarizado o un
resumen de proporciones titánicas, a la manera del “manual del gigante” que
dijo Borges, acaso pensando en ese sucinto “tratado de todas las cosas” que
vendió millones de ejemplares en todos los idiomas. Con uno de sus hijos y con
su amigo Julián Huxley escribió otros evangelios científicos: La ciencia de
la vida (1929), y El trabajo, la riqueza y la felicidad de la humanidad
(1932). De alguna manera fue cómplice y semejante de sus compadres George
Bernard Shaw y Bertrand Russell -¡vaya trío!-, con quienes se complacía en
estar en sistemático desacuerdo. Alcanzó a vivir la Segunda Guerra
Mundial para ver todas sus esperanzas hechas añicos.
EL REVÉS DE LA FÁBULA
El tiempo y las sociedades rescriben las obras, incluso contra el
sentido explícito de los autores: díganlo Cristo y san Francisco de Asís;
Voltaire, Marx y Freud. Wells se nos ha transformado en su opuesto: el
precursor de morbosas pesadillas pueriles, inocuas y desde luego rockeras; de
aparatosos apocalipsis portátiles con efectos especiales y musculosos y sonsos
mesías de plástico. Un mero antecedente de los cómics y las películas de héroes
interplanetarios.
Sin embargo, subyacente a tan irónica y
catastrófica victoria, queda el voluntarioso profeta extravagante que se
atrevió a ser metódicamente optimista. Y la nobleza de un hombre a quien le
parecía poco –casi nada- soñar con marcianos y selenitas, animales humanizados
y hombres magnificados, invisibles o voladores, tiempos y planetas remotos. Lo
realmente atrevido era soñar con una sociedad que se mejoraba a sí misma paso a
paso, sin violencia, mediante el sentido común, la buena fe, el conocimiento y
los instrumentos de la ciencia. Pertenece al club de los utopistas radicales
que tanto desprecia nuestra desengañada, conformista y rastrera
“postmodernidad”.
Como Renán, Wells fue un niño pobre que
alcanzó una especie de magisterio mundial gracias a su trabajo y a su talento.
El origen y la razón de sus obras se ubican en su íntimo descontento ante el
desorden y el absurdo del mundo. Ambos descreyeron de las soluciones violentas
o formalmente políticas. A final de cuentas un científico, un mecánico, un
médico, un inventor de aparatos, les parecían más nobles que un guerrero, un
clérigo o un demagogo. Descubrir un bacilo implicaba mayor mérito que manipular
unas elecciones. Sin embargo, la locura de ambos fue el optimismo, incluso se
podría decir la arrogancia-de-la-inteligencia, que podría convertir a los
hombres casi en dioses, con que sólo se apartaran de la estupidez y la
mezquindad, de las pasiones bajas, de la vida mediocre y utilizaran el caudal
de conocimientos modernos para mejorar la vida. Toda la obra de Wells apuntaba
precisamente a ese mesianismo. Y llegó a ver como desastre, como la más atroz
de las soledades, que su numerosísimo público desechara tal mensaje optimista
para quedarse con unos cuantos juguetes fantásticos de máquinas para viajar al
futuro, o para preverlo; de invasiones de marcianos y hombres en la luna, de
toros humanizados mediante procedimientos quirúrgicos y hombres
aleccionadoramente veloces (“el Nuevo Acelerador”) o voladores (una especie de
paracaídas), invisibles o agigantados gracias a pócimas y dietas inventadas en
laboratorios. La cáscara de sus fábulas o parábolas de ciencia-ficción.
Una cáscara prodigiosa, desde luego; una
habilidad narrativa pasmosa, rápididísima, casi espontánea, hasta desmañada a
ratos, para convencer de inmediato a todo mundo de lo más fantasioso e
inverosímil como si se tratara de lo más natural y cotidiano, lo ha erigido en
un maestro no sólo de la ciencia-ficción, sino de toda escritura de
imaginación. A diferencia de otros productores de ciencia-ficción que requieren
de especiosos aparatos, elaboradas teorías y cuantiosos datos científicos para
cualquier episodio, él inventa las fábulas más asombrosas con dos o tres
recursos sencillos.
Wells es uno de los principales maestros de
Borges (quien pudo encontrar en el cuento “El huevo de cristal” una
prefiguración muy precisa de “El Aleph”) y de Bioy Casares (quien escribió La
invención de Morel en homenaje a La isla del doctor Moreau). Cuando,
el 30 de octubre de 1938, Orson Welles transmitió por radio una adaptación de La
guerra de los mundos, millones de norteamericanos aterrados creyeron que
efectivamente estaban siendo invadidos en ese momento por los marcianos, como
si la audaz fantasía fuese un noticiero en vivo; salieron despavoridos de sus
casas, atascaron las carreteras en frenética fuga hacia ningún lado, con la
radio a todo volumen. “¡Los marcianos llegaron ya!”
Ningún otro escritor fantástico ha
demostrado tal eficacia. Uno de sus trucos: durante la primera parte de La
guerra de los mundos no se esfuerza por inventar marcianos complicados:
simplemente aterrizan de pronto varios cohetes de los que emerge una especie de
torres metálicas de treinta metros culminadas en bóvedas, a manera arañas
gigantes, por las que lanzan rayos y gases devastadores. El irónico discurso fisiológico
vendrá muy posteriormente, cuando la invasión haya triunfado. Lo elaborado y
detallista es el paisaje de la destrucción y la carnicería, el tumultuoso
terror, la desesperación, el caos, el
hambre, las mezquindades, saqueos y crímenes de los ingleses atacados o
fugitivos, hasta entonces confiados y tranquilos en la cima de su imperio
inexpugnable, y en realidad semejantes a cualquier país invadido por fuerzas
abrumadoramente superiores: v. gr. Francia por los alemanes en 1870. De
hecho, algunos maliciosos vecinos británicos sospecharon que tales marcianos
podrían ser franceses solapados. A más
de cien años de distancia la obra agrega ciertos humor y pintoresquismo
azarosos, pues vemos que los marcianos no sólo son combatidos por modernos pero
ineficientes obuses y ametralladoras, sino por simpáticos jinetes y ¡ciclistas!
(En 1894 la caballería seguía encabezando el arte de la guerra y el ciclismo
constituía una novedad llena de promesas estratégicas). La ulterior descripción
anatómica de los viscosos y chaparrillos bichos ojones que habitan y manipulan
tales torres gigantes dio lugar a toda la iconografía conocida de los
extraterrestres: algo humanos, algo moluscos, algo especie-del-porvenir. Desde
luego, durante su memorable estadía terrestre se nutrieron de sangre humana.
Escribió sobre su libro El alimento de
los dioses: “El libro comenzaba con
una fantasía sobre el cambio de escala producido por la ciencia y concluía con
la lucha heroica de los nuevos seres a gran escala contra la vida de los innumerables
seres a pequeña escala de la tierra. Nadie se percató del sentido profundo del
libro; algunos de mis lectores se sorprendieron, otros encontraron divertidas
mis avispas y ratas gigantes, pero nadie comprendió el fondo de mi libro”. Y en
efecto, hemos visto que la manipulación inescrupulosa de la ciencia, así como
el desigual acceso a ella, ha introducido cambios de poder, “de escala”, casi
mitológicos entre los diversos grupos humanos (milagros genéticos, prosperidad
y bienestar insólitos en unos lados; ecocidios y genocidios en otros). Lo que
se ha incrementado con la revolución informática: asistimos tranquilamente por
la televisión, comiendo palomitas, como frente una fábula de marcianos, a una
“guerra de las galaxias” sobre las tribus silvestres de las cavernas de
Afganistán. Aunque se pudiera argüir que nada es necesariamente novedoso: las
tropas de Cortés cayeron sobre los aztecas como plenaria invasión marciana.
Los ensayos de H. G. Wells, y especialmente
su autobiografía, enriquecidos por su rápido y caudaloso genio verbal y por un
humorismo muy personal, siempre sorpresivo, nos muestran la perspectiva de un
hombre que sabía caricaturizarse a sí mismo. Admite con total travesura que su
obsesión mesiánica de transformar el mundo nació... de un mero resentimiento
social. Su madre trabajó como sirvienta de aristócratas ingleses. Ahí conoció a
un cultivado y ceremonioso mayordomo que se complacía en anotar secretamente
los errores gramaticales o culturales en que incurrían los estirados aristócratas
británicos a quienes servía en la mesa. ¡Tal es la vocación, el sitio y el
destino de los intelectuales críticos, parece sugerirnos Wells con una sonrisa
socarrona! Anotar inútilmente las estupideces de los amos del mundo y tratar,
también en vano, de remediarlas en un cuaderno. Sólo para lograr, en caso de
éxito, una lectura tergiversada, traidora, simplista, al servicio de los
intereses mercenarios o de la fatal inercia de esa sociedad tan estúpidamente
dirigida. Ah, el optimismo de la escritura...
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