CONVERSACIÓN CON PELLICER
En junio de 1976, Alba Rojo me llamó por teléfono con una invitación
alarmante: Carlos Pellicer acababa de publicar su libro Esquemas para una
Oda Tropical y había pedido que yo se lo presentara. ¿Quiénes más estarían
en la mesa? Sólo él y yo. Acepté automáticamente, desde luego, y me quedé
mirando al techo.
Era típico de la
arrogancia y del sentido del humor de Pellicer preferir un novato a los
señorones de la literatura mexicana para la presentación de su libro, ¿pero qué
diablos iba yo a decir? Pellicer hacía gala de su desprecio por la pedagogía y
por la crítica (luego me enteré que había sido pedantísimo como profesor, como
en algún curso universitario sobre Díaz Mirón, al que asistió el joven Jaime
Sabines; y llegué a presenciar conferencias suyas en la Casa del Lago, donde hacía
oralmente crítica literaria densísima, particularmente diestra en cuestiones
métricas y sonoras), de modo que ir a leerle a la cara un ensayo me resultaba
embarazoso.
Además, Pellicer tenía
mucho de un comediante socarrón, sobre todo con discípulos tímidos y embobados
como yo; capaz que se me ponía a bostezar abiertamente mientras yo lo elogiaba;
y si se me ocurría alguna crítica —como ya había pasado en nuestras
conversaciones en su casa, junto a los pequeños Velascos que le robaron—, ¡qué
tremolina de gran guiñol era capaz de armar! ¡cómo se llamaba a la guerra del
fin del mundo!
Había visitado casi
semanalmente durante más de un año a Pellicer para platicar sobre Vasconcelos,
y el trato amable y generoso con que me distinguió en ese tiempo se estaba
convirtiendo en una pequeña camaradería, ahora que mi libro vasconceliano
estaba terminado y en trámites de publicación (lo aprobó y recomendó
generosamente, pero dudo que haya leído todo el manuscrito). Me invitaba con
frecuencia a platicar sobre cualquier cosa y me insistía en que le llevara
poetas y escritores jóvenes. Quería “oír” sus textos. (Le daba flojera leerlos,
pero podía pasarse un buen rato oyéndolos leer en voz alta. Claro que interrumpía
mucho, no con observaciones sobre el texto, sino sobre la forma de leerlo en
voz alta.)
Sí escribí, de cualquier
modo, un comentario sobre Esquemas para una Oda Tropical,
que se publicó en Siempre! y que no le disgustó del todo. Pero urdí para
la presentación una especie de entrevista arreglada. Esbocé un pequeño
cuestionario, que él corrigió y aumentó, y se suponía que después de cada una
de sus respuestas él leería un fragmento oportuno que yo había seleccionado.
Mecanografié y fotocopié un verdadero guión de la entrevista, con los
fragmentos transcritos, y lo ensayamos (a petición suya) en su casa.
Llegamos al auditorio
Gonzalo Robles del Fondo de Cultura Económica (a las 7 de la noche del 25 de
agosto) con sendas copias del guión. Pellicer iba muy echeverrista, con una
chaqueta clara de cuero, partiendo plaza por Avenida Universidad. Se veía
fresco y vigoroso; nadie imaginó que le quedaba apenas medio año de vida.
Y empezó el lío. Cuando le
tocaba hablar, digamos, del sentido cristiano de la muerte —tema en el que él
había insistido muy enfáticamente—, se podía a contar anécdotas chuscas, como
aquella de la sobrina con quien Díaz Mirón quería casarlo... ¡porque, desde
luego, los dos grandes poetas debían emparentar!
Me llamé a paciencia:
había que dejar jugar al viejo. Prendí nerviosamente un cigarro. Pellicer
entonces suspendió la charla, con cómica cara de escándalo, una mueca casi de
cine mudo, y señaló con todo el brazo el letrero rojo de “Prohibido fumar”. Más
tardé en apagar mi cigarro que él en prender en suyo, tosiendo de risa: “¡Pero
señor Blanco, no hay que tomar la vida tan en serio!” Y para desenfadarme se soltó algunos alegres
pronósticos sobre mi futuro literario, que todavía estoy esperando que, desde
el cielo, me haga efectivos.
Algo, sin embargo, quedó
de la entrevista que tan concienzudamente habíamos planeado y ensayado. Nunca
lamentaré bastante no haber llevado un diario en esos años —sí lo llevaba, pero
lo rompía a cada rato, cuando se me ocurría leerlo: sólo se puede escribir un
diario cuando uno se garantiza no leerlo jamás—, para recordar esa
conversación. Por fortuna asistió una reportera del El Día, Cheli
Zárate*, armada de grabadora, que reprodujo textualmente algunos momentos de la
entrevista.
JJB: Maestro, en la nota
que encabeza el libro, dice usted: “La publicación de estos dos poemas es el
testimonio de una frustración: no pude escribir la Oda Tropical
de acuerdo con el proyecto de hace muchos años”, ¿nos podría contar algo de ese
proyecto, de las experiencias de las que surgió y del hecho extraordinario que
un poeta persiga durante casi cuarenta años un poema que le es fundamental?
PELLICER: Hace cerca de
cuarenta años concebí la construcción de un poema que se llamaría Oda
tropical y que se realizaría a base de coros. Coros de los dos sexos.
Entonces yo pondría los cuatro elementos en la zona tropical y de acuerdo con
esos cuatro elementos habría cuatro solistas. Una soprano coloratura para el
Aire. Una soprano dramática para la Tierra. Una soprano menor para el Agua. Un
barítono para el Fuego. Dentro de ellos había un pequeño coro de diez personas,
cinco de cada sexo, que tendrían las voces adecuadas para cada una de las
partes del poema, lo que sería el color de cada uno de los elementos. Esto
estaría, en principio, dirigido por mí. Había calculado el número de versos
para cada elemento y los coros mezclándose a veces en una operación
audiovisual... Pero me sentí frustrado. Pensé luego en un poema sobre el Valle
de México, para equilibrar mi vida de escritor, entregándome a la vivencia
humana en el Valle de México...
JJB: Al final de la Primera Intención
del poema, las Cuatro Voces Fundamentales se confunden con la del poeta.
Maestro, ¿podrían considerarse ambas intenciones como un camino hacia la
identificación de la voz humana con las naturales, de la vida personal con la
vida de la naturaleza?
PELLICER: Creo que aun
cuando parezca vanidoso ante ustedes, mi convivencia con la naturaleza se dio
cuando yo tenía seis años y vi el mar por primera vez. La impresión que me dio
tiene un motivo de fuerza, después el bosque no alcanzó a darme la salud
primera que me dio el mar. Cuando conocí el bosque mi vida espiritualmente
cambió. El recinto vegetal y el agua han conformado la parte espiritual y la
física de mi ser. Llegué a ser un montañista, aunque de segunda...
Comentó la reportera: “Más
que una presentación fue un diálogo. El joven poeta José Joaquín Blanco se
encargó de hacer las preguntas al autor... El maestro rompió con la seriedad de
las preguntas y habló de los grandes poetas castellanos y latinoamericanos, y
de su convivencia con algunos de ellos, a veces sus maestros, a veces amigos,
como Rubén Darío, Leopoldo Lugones, José Santos Chocano y Díaz Mirón. También
se refirió a Chichén Itzá [y a algún cenote] ‘en cuyas aguas navegaba cuando vi
deslizarse una serpiente llamada nauyaca, considerada como una de las más
terribles del mundo’... El interlocutor
y el autor estuvieron totalmente de acuerdo en la parte final de la conversación:
En una de las últimas estrofas ocurre el momento más dramático del poema: ‘El
drama de la vida se hizo para verse, no para ocultarse’, del que surge un
impulso de gloria y resurrección: el quetzal que retoña del árbol destruido,
dejando el poema abierto a una realidad de esperanza”.
————
* Cheli Zárate: “Charla entre el poeta Carlos Pellicer y José Joaquín
Blanco en torno a Esquemas para una Oda Tropical”, El Día, 27 de agosto
de 1976, Cultura, p. 24; JJB: Crónica de la poesía mexicana,
Guadalajara, Departamento de Bellas Artes de Jalisco, 1977.
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