RENAN:
EL GRAN ERROR DE CRISTO
Por
José Joaquín Blanco
En
diversas enciclopedias e historias de la literatura se repite la afirmación de
que la Vida de
Jesús no es el mejor libro del ensayista e historiador Ernest Renan
(1823-1892), y se recomiendan “mejores” escritos suyos sobre los apóstoles, el
Anticristo, la antigua historia judía, la vida política, científica y social de
la segunda mitad del siglo XIX en Francia, o sus Recuerdos de infancia y juventud.
Su obra como historiador de la cultura
y las religiones es vasta y en efecto podrán espigarse muchas ideas y páginas
celebrables a cien años distancia, pero su gran batalla fue ésa, la de la Vida de Jesús (1863), que lo convirtió en el
Anticristo intelectual para los católicos y en un aliado incómodo para
protestantes y judíos durante medio siglo. En varios sentidos toda persona
medianamente ilustrada conoce ese libro, aunque jamás lo haya leído: su
enseñanza, como las de Darwin, Freud o Marx, permeó toda la cultura moderna.
A Renan le gustaba definirse como un
cura fallido. Estudió para cura hasta que sufrió una gran crisis de fe, a los
veintidós años, y a partir de entonces dedicó su entusiasmo a la ciencia,
dentro de la atmósfera positivista, pero sin perder un ánimo idealista y
humanitario casi religioso, que duplicó la eficacia de su intento de
secularizar a Cristo, de historiar a un Cristo laico.
Su hermosa biografía de Jesús no se
engolosina en negarle divinidad, misión que cumple parcamente con los
instrumentos de la lógica, de la ciencia y de la historia, sino en narrar y
exaltar a un Cristo humano como el creador del mayor mensaje civilizatorio que
haya conocido el mundo. Sus amigos descreidotes, como George Sand, lo acusaban
de secularizar a Jesús ¡sólo para volverlo a endiosar en cuanto “hombre
sublime”!
Desechada o marginada la explicación
religiosa (la inspiración divina), Renan encuentra la raíz de esa nueva visión
de la humanidad y su destino en la tradición exaltada del pueblo judío de
constante lucha contra la opresión, que lo hizo proliferar en profetas. Rastrea
colaboraciones de antiguas culturas orientales en las visiones apocalípticas y
en la vasta red de ángeles y demonios que constituirán la visión cristiana del
mundo. Señala las aportaciones posteriores de apóstoles y evangelistas, y del
propio pueblo como fabricador de la leyenda que deseaba. La conjuración de
varias naciones sometidas a Roma para inventarse culturas de liberación y trascendencia.
Pero sobre todo el error, el gran error de Cristo, que dio origen al
cristianismo.
Ese error era la creencia del propio
Jesús de que el fin del mundo estaba cerca. No como metáfora, sino
literalmente: buena parte de sus escuchas, dijo, vivirían para presenciarlo. Al
borde del desastre, en la exaltación de quien espera el apocalipsis, idea una
doctrina de negación del mundo, de los bienes materiales, de las vanidades
sociales y políticas. Predica, como en delirio, el desprendimiento de todo ese
mundo material que en unos cuantos años ha de acabarse. Falló. No se acabó el
mundo. Pero la doctrina de vivir contra el mundo, con el alma y el corazón
puestos en cosas de la virtud, el amor y el espíritu (“el reino de Dios”, “la
ciudad de Dios”), permaneció para ser enriquecido por las más generosas ideas
semejantes de otras culturas.
“Es evidente, en efecto, que tal
doctrina, considerada literalmente, no tenía futuro alguno. El mundo, al
obstinarse en durar, la hacía fracasar. Le estaba reservada cuanto más la edad
de un hombre. La fe de la primera generación cristiana se explica, pero la fe
de la segunda no. Después de la muerte de Juan, o del último sobreviviente, el
que fuese, del grupo que había visto al maestro, la palabra de éste quedaría
convicta de mentira. Si la doctrina de Jesús no hubiera sido sino la creencia
en un próximo fin del mundo, dormiría hoy ciertamente en el olvido. ¿Qué es
entonces lo que la ha salvado? El gran alcance de las concepciones evangélicas,
que permite encontrar bajo el mismo símbolo ideas apropiadas a estados
intelectuales sumamente diversos. El mundo no se acabó, como lo había anunciado
Jesús, como creían sus discípulos. Pero ha sido renovado, y en cierto sentido
como Jesús lo quería. Y es porque tenía dos caras que su pensamiento ha sido
fecundo. Su quimera no tuvo la suerte de tantas otras que han cruzado el
espíritu humano, porque en ella brillaba un germen de vida que, introducido en
el seno de la humanidad gracias a una envoltura fabulosa, aportó frutos
eternos.
“Y no digáis que ésta es una
interpretación bienintencionada, imaginada para lavar el honor de nuestro gran
maestro a propósito del cruel desmentido que la realidad le infligió a sus
sueños. No, no. Este verdadero reino de Dios, este reino del espíritu, que hace
de cada quien rey y sacerdote; este reino que, como el grano de mostaza, se ha
convertido en un árbol que da sombra al mundo, y bajo cuyas ramas hacen su nido
los pájaros, Jesús lo ha comprendido, lo ha querido, lo ha fundado. Al lado de
la idea falsa, fría, imposible, de un advenimiento de desfile, ha concebido la
real ciudad de Dios, la ‘palingenesia’ verdadera, el Sermón de la Montaña , la apoteosis del
débil, el amor por el pueblo, el gusto por el pobre, la rehabilitación de todo
lo que es verdadero e inocente. Esta rehabilitación la ha logrado como un
artista incomparable en rasgos que durarán eternamente. Cada uno de nosotros le
es deudor de lo que tiene de mejor en sí. Perdonémosle su esperanza en su vano
apocalipsis, en un advenimiento a todo triunfo sobre las nubes. Quizás era un
error de los demás tanto como suyo y, si es cierto que él participaba en la
ilusión colectiva, qué importa, ya que su sueño lo ha vuelto fuerte contra la
muerte y lo ha sostenido en una lucha que, sin tal idea, le habría sido
desigual.” (Ernest Renan: Histoire
et Parole. Oeuvres diverses, París, Robert Laffont, 1984. Hay
varias traducciones castellanas de la Vida de Jesús y de Recuerdos de infancia y juventud, entre las que destacan las de
Aurelio Garzón del Camino para la Compañía General de Ediciones, en los años
cincuenta.)
La generosidad del cristianismo sería
propia de la víspera del fin: una prodigalidad de moribundo, la transfiguración
moral de un condenado a muerte. Un ideal soñado frente al desastre. Una
religión para la muerte, como diría Nietzsche. Claro que conforme el desastre
se pospone y se pospone, el mundo recobra sus prestigios y sus seducciones. Eso
ya no le tocó a Cristo. Toda una serie de santos mitrados y barbudos nos
inventaron una cultura que recordara la corrupción de la carne, la inevitable
muerte personal, el infierno con todos los tormentos de Dante, la resurrección
de todo mundo dentro de algunos miles de años... y levantara toda la pompa de
los obispos y las catedrales. ¡Qué difícil sostener la teoría cristiana sin la
proximidad del apocalipsis! En cambio, a la Iglesia Primitiva ,
que lo esperaba en cinco o diez años más, quizás en quince... Cristo se los
había ofrecido al pie de la letra.
En México el positivismo tiene mala
fama, por el entusiasmo que despertó entre los porfiristas. Para el positivista
Renan se trataba sencillamente de aplicar métodos racionales y científicos...
con suma libertad. Así, por ejemplo, en lugar de descalificar la quimera
apocalíptica de Cristo y sus discípulos, o su larga serie de milagros, aporta
hechos paralelos. Encuentra que en toda civilización precientífica, e incluso
en el Oriente del siglo XIX que visitó, abundan los hacedores de milagros, con
hazañas incluso más vistosas que las narradas en los evangelios. El milagro es
una solución habitual para la mente precientífica, dice. Y recuerda a san
Francisco de Asís y a Joaquín de Fiore para mostrarnos las reservas de
generosidad y de idealismo de que puede echar mano la especie humana cuando
está convencida de que el fin del mundo está, ahora sí, próximo.
Una de las curiosas contradicciones de la Vida de Jesús de Renan es el amor de este
científico por las épocas precientíficas, y la nostalgia por el remoto pasado
de este famoso cantor del progreso. Renan dijo alguna vez que daría cualquier
cosa por siquiera entrever un texto escolar que se publicase diez o veinte años
después de su muerte: ¡de cuántos nuevos, insospechados conocimientos gozaría
la siguiente generación! En realidad, lo entusiasmaban los antiguos pergaminos
en lenguas semíticas.
“Pero, en medio de la barbarie, la idea
del reino de Dios permanece fecunda. Algunos documentos de la primera mitad de la Edad media, que comenzaban
con la fórmula: “Al aproximarse la noche del mundo”, son cartas de liberación
de siervos. A pesar de la iglesia feudal, las sectas, las órdenes religiosas y
algunos personajes santos siguieron protestando, en nombre del Evangelio,
contra la iniquidad del mundo. En nuestros propios días, días atormentados donde
Jesús no cuenta con más continuadores auténticos que aquellos que parecen
repudiarlo, los sueños de organización ideal de la sociedad, que tanta analogía
tienen con las aspiraciones de las sectas cristianas primitivas, no son en
cierto sentido sino la extensión de la misma idea, una de las ramas de este
árbol inmenso donde germina todo pensamiento futuro, y donde “el reino de Dios”
será eternamente el tronco y la raíz. Todas las revoluciones sociales de la
humanidad se injertarán en él. Pero estorbadas por un materialismo grosero,
aspirando a lo imposible, es decir, a fundar la felicidad universal sobre
medidas políticas y económicas, las tentativas ‘socialistas’ de nuestro tiempo
permanecerán infecundas hasta que asuman como regla el verdadero espíritu de
Jesús, quiero decir, el principio de que, para poseer la tierra, es necesario
renunciar a ella...”
¿No suena, más que a seguidor de Comte,
a predicador, casi a evangelista? Un evangelio laico, según san Ernesto, el
enemigo del clero y contertulio de la ilustrada princesa Matilde; el compadre
de Flaubert, Taine, Sainte-Beuve y los Goncourt.
Su Vida
de Jesús, recibida con ira por el clero (que consiguió que su autor fuese
expulsado del Collège de France), fue una de las tres obras más injuriadas de
la época de Napoleón III (las otras dos: Madame
Bovary y Las flores del mal), y
logró el milagro de que un libro de erudición y crítica intelectual se volviera
best-seller.
Además de las pasiones religiosas,
desató las pasiones culturales: Marcel Proust no le perdonó (en Pastiches y mescolanzas) que se hubiera
atrevido a secularizar el tema religioso, que él quería impune e intocado en la
magia de las catedrales medievales, pintadas a la acuarela por un turista a lo
Ruskin.
Ninguna visión secularizada de Cristo
puede ignorar el pensamiento de Renan.
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