La Biblioteca del soldado
Bernal Díaz del Castillo
(Leído en la Dirección de Estudios Históricos del INAH, 30 noviembre de 2017).
(Leído en la Dirección de Estudios Históricos del INAH, 30 noviembre de 2017).
Por José Joaquín Blanco
En varios de sus estudios,
especialmente en Los soldados de la
conquista: herencias culturales, Guillermo Turner se ha esforzado en trazar
una historia, una arqueología e incluso, ahora, La Biblioteca del soldado Bernal Díaz del Castillo (INAH/El Tucán
de Virgina, 2017).
Una
historia, una arqueología y una biblioteca de un autor no sólo famoso como
historiador sino incluso como ignorante, analfabeta, impostor y hasta como
inexistente. Si los autores contemporáneos y muy documentados se prestan a todo
tipo de polémicas, mucho más aquellos antiguos y poco documentados, a quienes
muy tardíamente se les ha reconocido, y en el caso de Bernal, además, con un
éxito literario y de gusto y hasta de cariño formidables por parte de sus
lectores actuales.
La escritura, la lectura, el conocimiento e incluso la
memoria, nos dice Turner, disponen de muchas capas, incluso la involuntaria e
inconsciente. Mucha gente habla o escribe de la Biblia, de Hegel, de Marx o de
Freud, por ejemplo, sin haberlos leído, o al menos sin haberlos leído
suficientemente. Su discurso e incluso algunos de sus detalles permean a toda
la sociedad. La difusión de las ideas, del discurso y hasta de algunos datos y
nombres se opera a través de muchos recursos indirectos.
En el
caso de un historiador soldado, que se declara expresamente poco letrado, quien
desde un principio asombró por su atrevimiento de escribir su propia historia
testimonial desde el punto de vista de la tropa, se presentan todo tipo de
dudas y problemas, sobre todo en las últimas décadas, cuando su obra alcanzó
una verdadera primacía entre todas las crónicas de la conquista española. ¿Cómo
se logró tal proeza histórico-literaria?
La
respuesta final es imposible, como lo sería tratar de explicar las proezas de otras obras maestras. O mejor dicho: la respuesta es muy concreta e
inmediata: el propio texto. Un texto que vive con tal plenitud. Sin embargo,
ante el asombro y las suspicacias frente a un humilde iletrado que logra un
libro tan estupendo, se hacen necesarias algunas inquisiciones parciales sobre
la historia o la biografía de su escritura. Y sobre su arqueología. Y sobre su
biblioteca.
Turner
ya nos ha contado anteriormente la posibilidad de los “prebernales”, o de
relaciones parciales anteriores al libro. También nos ha mostrado ejercicios
paralelos de otros soldados. Los hay asimismo de muchos frailes y de algunos
letrados laicos. Sabemos que a final de cuentas el milagro de la escritura
empieza en la conversación; que a final de cuentas la escritura no es sino una
capa más, y no siempre la más afortunada, del habla. Mucha gente platica mejor
de lo que escribe.
El
propio Bernal registra el gusto de los soldados por conversar, por referirse
oralmente sus experiencias, sus memorias, y luego, su interés en consignarlas
por escrito, para que duren y se difundan. Pero esa relación escrita que se
pretendía meramente testimonial, y ese era su valor principal: que quienes
narraran las batallas fueran quienes las habían vivido, le fue creciendo hasta
que el soldado se volvió la suma de muchos soldados y su memoria, la suma de
los recuerdos de muchos.
Sabemos
que Bernal escribió su libro en busca de reconocimiento material por parte del
rey y que también quiso desmentir a otros autores. Eso lo confiesa él mismo.
También afirma, como Turner señala, que quiso “legar a su descendencia una historia
con la que él pueda ser recordado, heredándole al mismo tiempo, parte de su
fama o prestigio”. La fama era un gran ideal en la Edad Media. Y sigue siendo
un gran acicate para los creadores de cultura. Aunque nomás se apelliden Díaz,
o Hernández, o García, o Pérez. El minuto perecible aspira a algún tipo de
perdurabilidad. Pero sobre todo escribió su libro porque disfrutaba
escribiéndolo. No sólo pasión por la memoria, sino gusto por el lenguaje. Todo
el tiempo evidencia que goza al conversar sus recuerdos. El gusto que se daba
al platicar por escrito es el que compartimos al leerlo. No creo que haya otro
secreto en la gran literatura.
La
sensibilidad, le empatía por la tropa e incluso a ratos por los vencidos (y no
sólo por los paladines), el don del habla (que es a final de cuentas el
principio del don de la escritura), el humor, la vitalidad, la diversidad, la
pasión por el detalle y el momento concretos, en fin, todas las virtudes que
distinguen al libro de Bernal Díaz del Castillo de muchos otros libros de
historia pedregosos o irrelevantes, ya le han dado oportunidad a Guillermo
Turner de expresarse justa y eruditamente en otras ocasiones. Ahora se propone
algo más arriesgado y conjetural: de dónde sacó Bernal los conocimientos
específicos, letrados. Existe una pequeña tradición del género de las
“bibliotecas”: se ha intentado reconstruir, por ejemplo, las fuentes de las
obras y de la escritura de Cervantes, de Shakespeare, de sor Juana a partir de
citas, de pasajes, de alusiones…
Como
lo ha señalado Turner en otras ocasiones, el buen Bernal no era tan iletrado.
Pero ahora nos demuestra que el milagro de su prosa no sólo se debía a sus
lecturas y a sus audiciones del propio Cortés, de Las Casas, de Gómara, de
Illescas, del Amadís y otras novelas de caballería y prosas populares
semiletradas, del romancero, de sermones y comedias, sino también, muy
probablemente, a la Estoria de España
ordenada por el rey Alfonso X y su hijo, y a originales, versiones populares o
fragmentos de historias clásicas (Julio César, Suetonio, Salustio, Flavio
Josefo) y modernas (Illescas, Jovio).
Me
impresiona especialmente que el tipo de prosa semicoloquial, semiletrada, tan
eficaz, de Bernal Díaz del Castillo encuentre su parentela en sus antecedentes
medievales españoles. El misterio del libro escrito por un semiletrado es que
no hay tal misterio: Hubo anteriormente historias españolas, o versiones de
divulgación de esas historias, que le ayudaron a andar el camino. Eso no le
quita el portentoso aliento coloquial, pero reafirma dos apotegmas antiquísimos
que Alfonso Reyes gustaba recordar: el primero: el origen de un libro es casi
siempre otro u otros libros; el segundo: todo lo sabemos entre todos.
¿Cómo fue que el ignorante Bernal de repente supo o creyó saber quién había sido
Yugurta? Porque otros lo supieron o creyeron saber antes, y todo lo sabemos
entre todos. ¿Cómo fue que el iletrado o semiletrado Bernal se despachó su
maravilloso librote? Porque alguna vez
leyó o escuchó la prosa historiográfica, así fuera en versión divulgadora, de las obras ordenadas
por los reyes medievales españoles, y quizás hasta un poquito de otras
grecolatinas y bíblicas. El origen de un texto casi siempre es otro texto.
La
erudición, la minuciosa paciencia, la imaginación de arqueólogo, la empatía
filológica de Turner siguen enriqueciendo el milagro del libro de Bernal, que
casi no se sospechaba antes de 1940, cuando sólo se le concedía valor
testimonial: casi se le citaba como un expediente. Y todo ello enriquece
finalmente la contundencia de la obra, que además de historia es arte. Porque a
algunos escritores o conversadores de historia les ocurre hacer arte de la
historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario