lunes, 1 de enero de 2018

MAUPASSANT, HORLÁ

MAUPASSANT: LOS ESPASMOS DEL HORLÁ

Por José Joaquín Blanco

En el canon de los relatos de terror, “El horlá” (nombre inventado, al aparecer, a partir de hors-là: El-de-afuera), de Guy de Maupassant, compite con fortuna no sólo con algunos de Edgar Allan Poe, como “La caída de la Casa de Usher” y “El pozo y el péndulo”, con Drácula y Frankenstein, con el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, con La vuelta de tuerca de Henry James, con Lovecraft, sino también —su arquitectura es tan moderna y mental— con los de Borges (Cf. “El sud”) y Cortázar (Cf. ”Casa tomada” y “La noche bocarriba”). Me imagino, por lo demás, que el cuento “Autrui” de Juan José Arreola refleja una lectura cercana del de Maupassant.
         Hay dos “Horlás”. Uno precursor, breve, de 1886 y un relato extenso del año siguiente (sigo la edición de Contes et Nouvelles, ed. Louis Forestier, París, Gallimard, La Pléiade). Todavía le quedaban al autor (1850-1893) varios años de vida y buena parte de su obra por escribir —de hecho, “El horlá” es considerado por muchos su obra maestra, equiparable a Bola de sebo—, pero ya sufría, en un estado agudo, a ratos verdaderamente trágico, los diversos trastornos que lo conducirían al manicomio y a la muerte.
         En un principio la prensa lo recibió como un simple caso literario de extrañeza y misterio, no infrecuente en su obra, pero poco después fue leído biográfica y casi clínicamente: L’Echo de Paris señaló en enero de 1892: “Nuestro desgraciado compañero, Guy de Maupassant, se encuentra internado en un sanatorio, después de haber sido presa por largo tiempo de alucinaciones. Se trataba de alucinaciones de terror, que han dado tema a varios de sus relatos; también de alucinaciones autoscópicas, en las que se veía a sí mismo en doble. Cuando publicó ‘El horlá’, los médicos vieron en tal texto el pronóstico cierto de su futura alienación mental”.
         Desde luego, Maupassant no redactaba meros informes clínicos de sus desventuras en forma de cuentos o novelas, pero no dejaba de colar en ellos, ya como asunto principal, ya como tema lateral, ya como atmósfera incidental, su nueva sensibilidad de enfermo, de hombre asaltado por extrañas experiencias interiores o sensaciones. Aquí se trata del Doppelgänger, del doble, pero de un doble invisible y casi conjetural, y por ello más terrorífico.
         Un hombre hasta entonces razonablemente tranquilo descubre que un “alguien” empieza a andar a su lado, provocándole malestares nerviosos y físicos. Siente su presencia incluso dentro de sí, lo que ha llevado a estudiosos a suponer que el horlá es una personificación de un virus o de una bacteria, como los de la cólera y la sífilis, que tanto revuelo causaban entre los científicos a finales del siglo XIX. Ver desarrollarse, como un doble, el enfermo terminal que empieza a apoderarse de uno: a ser “más uno que uno mismo”, hasta conducirlo a la muerte.
         También se sospechó de un doble fabricado por la intoxicación de la droga. En otro sentido, el doble sería también el germen de la locura o un emisario de la muerte. Ese doble se revela por malestares concretos e indicios vagos que van enfatizándose, hasta apoderarse por completo del personaje y arrojarlo al miedo brutal y al límite del suicidio.
         Se conjeturó también de vampirismo y de esquizofrenia. (No debieran apartarse del todo ciertas sospechas de espiritismo o de creencia en los extraterrestres: ya se sentía cerca a los marcianos, por esa época.) Y de una curiosa extrapolación darwinista: ¡a lo mejor los horlás sí existen en la realidad! Se nos ha dicho que las especies evolucionan. ¿Por qué suponer, engreídamente, que el hombre es la culminación prepotente de tal evolución? ¿Y si hubiera un eslabón más poderoso de esa cadena, que se sirve de los hombres, y a quien éstos no alcanzan a ver, sino sólo a inducirlo y a sospecharlo? La culminación de las especies no sería el Superhombre, sino una Super-Criatura que el hombre no ve directa ni plenamente, pero desde luego advierte, como las hormigas sospechan vagamente al hombre, pero sufren con total violencia sus pisotones.
         El personaje razona que hay innumerables cosas y seres terrenales que el hombre no ve directamente, sino en sus consecuencias, tanto las minúsculas como las bacterias cuanto las enormes como las tormentas o los astros. ¿No habrá ogros invisibles realmente existentes que se sirvan de las limitadas criaturas humanas?
         El caso es que el horlá anda ahí, con el personaje. Éste trata de conocerlo, con una inteligencia enfebrecida: le pone trampas —ciertos alimentos, por ejemplo— que delaten su presencia; lo trata de encerrar en una habitación, finalmente en la propia casa, a la que prende fuego sin conseguir acabar con él.
         Lo terrorífico del cuento es su espléndida, hiperestésica escritura. El alucinado se comporta como un intelectual riguroso y sistemático en la caza de su doble. Se llena de preguntas, de teorías, de experimentos, de vaticinios. La naturaleza humana aparece en su grado más doloroso, más inerme. Una fuerza tan cercana y tan maligna prevalece desde dentro de su propia inteligencia enfebrecida, como un dios que jugara a quemar y a desgarrar a su criatura desde su centro. En este sentido, el horlá podría admitir las tradicionales identidades de un dios o un demonio encarnizadamente personales.
         El primer cuento, más convencional, muestra a un “alienista” y a su paciente alucinado. E informa de unos monstruos invisibles que devoran a los seres visibles. Unos vampiros transparentes provenientes del Brasil. El personaje lee en un periódico: “Una especie de epidemia de locura parece asolar desde hace bastante tiempo la provincia de Sao Paulo. Los habitantes de muchos pueblos se han escapado, abandonando tierras y casas, creyéndose perseguidos y devorados por vampiros invisibles que se alimentan de su aliento durante el sueño, y que por lo demás no toman otra cosa que agua y a veces leche”.
         El segundo relato se complica. Se trata del propio diario del perseguido. Ya había descubierto, en el primero, cómo lo devoraba el horlá: durante unos momentos se vio desaparecer en el espejo, como eclipsado o devorado por la sustancia transparente del horlá. A él también culpaba de diversos malestares físicos y nerviosos. Ahora nos destila, en la desesperada prosa de su diario, su terror ante la presencia del horlá. Porque hay efectivamente algo invisible que devora, roe, destruye, contorsiona, atormenta al hombre visible, y de lo que en vano intenta escapar, a lo que inútilmente enfrenta. De lo que no podrá librarse sino a través del suicidio.
         ¿Qué tanto creía Maupassant en el horlá, fuera de su mundo narrativo? Abundan testimonios de sus progresivas aprensiones y alucinaciones, de su interés descreído —y por ello doblemente angustioso, diría el Padre Brown— por lo invisible: desde los bichos que escapan al microscopio y asolan continentes con epidemias hasta el Ser del Viento, del Huracán, de los planetas y estrellas que no alcanzan los telescopios; y los experimentos espiritistas y las sesiones de hipnotismo.
         Pero todos ellos son dignos de sospecha, ya que fueron expuestos a posteriori: después de la enfermedad, la locura y la muerte del autor, cuando la crítica puritana francesa tomó toda la obra voluminosa de Maupassant como ¡la mera confesión de un disipado, a quien el Buen Dios castigaba con justa ira para edificación del Buen Rebaño!
         Pese a sus neurastenias, jaquecas, insomnios, atroces dolores oculares, desórdenes digestivos y demás episodios de la corrosión final de Maupassant —menos debidos, al parecer, a la beata teoría de que había atrapado la sífilis por malviviente, que a algún mal congénito: un hermano suyo padeció horlás semejantes a temprana edad—, lo evidente en su relato magistral es que el autor todavía está escribiendo: inventando, jugando, creando, al redactar “El horlá”, y no se reduce a confesar un estado terminal de neurosis.
         Como en una buena novela de detectives, Maupassant dispersa la atención del lector hacia las infinitas posibilidades o hipótesis del horlá. Alucinación, neurastenia, gérmenes de enfermedades, teorías espiritistas o evolucionistas, mesmerismo, incluso extraterrestres o super-criaturas darwinianas; hadas, brujas, diablos, duendes y fantasmas tradicionales de ese prodigio de los poderes terrenales de lo invisible: la inverosímil y desierta joya del tamaño de una montaña: la abadía de Mont Saint-Michel. No denuncia al horlá. No lo identifica ni lo señala. Lo vislumbra, lo sufre y lo combate. Sugeriría, por el contrario, que el mundo está más habitado por horlás que por hombres.
         De ahí lo terrorífico del cuento. El verdadero horlá es el miedo. Un hombre saturado por el miedo a un mal esperado: sea el cólera, la sífilis, la locura, la muerte, los avatares metafísicos. El miedo nos hace morir dos veces, decían los estoicos (y Quevedo), y acaso la peor de esas dos muertes sea la del miedo: cuando vivimos por anticipado, con todos los minuciosos lujos crueles de la  imaginación y el intelecto, la muerte, la enfermedad, la locura o el mal inevitables. “¡Bendito sea el mal, cuando inesperado y repentino!”, exclamaría un estoico.
         Más que un específico objeto de terror: una criatura llamada horlá, el vampiro invisible que nos acelera el pulso y nos corta la respiración durante la lectura, y nos deja cierta sensación de alivio cuando por fin terminamos el cuento y retiramos —bien lejos— el libro, es el terror mismo. Un hombre totalmente aterrado que vive no dos veces, sino tres, sus males: en la realidad, en el miedo, y en el relato increíblemente complejo, detallado y perfeccionista de ese miedo.
         Todos los horlás pueden ser reales. Un hombre convencido de que está destinado genéticamente o por maldición a la locura. Un enfermo diagnosticado de una enfermedad terrible, que se pasa los minutos esperando los primeros síntomas pavorosos (ahora, el cáncer, el sida o el Alzheimer). Un creyente que aguarda la llegada bestial de su fantasma, su dios o su demonio. (Para Moctezuma, Quetzalcóatl y los españoles constituirían sus horlás desde mucho antes de la llegada de Cortés a Tenochtitlan; para Sor Juana, en sus delirios de su angustia enclaustrada, el arzobispo Aguiar y Seijas y su confesor; para Jorge Cuesta...)
         El horlá de Maupassant es más terrorífico que cualquier otro porque carece de todo consuelo. Su protagonista no busca la receta estoica de resignarse a los males y ponerles la mejor cara, para que así, al menos, no dupliquen ni tripliquen sus estragos. No hay soluciones religiosas ni filantrópicas. No se inventa estratagemas, para distraer al horlá, como afanarse en una obra pía o en una labor inacabable, en un jardín, en una obra de arte, como suelen intentarlo los diversos condenados a muerte —a final de cuentas, todos los hombres del mundo en todas sus épocas.
         ¿No lo hace?  ¿La escritura de los dos “Horlás” no manifiesta cierta voluntad de exorcismo, de alejar los terrores reales, mediante la mejor literatura, para intentar trasmutarlos en “un cuento fantástico”, así sea durante las horas que se ocupa en componerlo?
         No hay nada más pavoroso que el miedo. El pavor al pavor de “El horlá” lo sitúa en la cumbre del canon de las historias de terror. (Y su excelente composición, claro, y la prosa estupenda, afilan sus agujas poderosas.)
         De todos los cuentos de terror, es el que de veras me da miedo.



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