ESTRADA:
DONES DE UNA UNA ESCRITURA MENOR
Las
recientes Obras completas de Genaro Estrada
(la edición en dos tomos de Siglo XXI, que no hay que confundir con la mera
colección de Obras del Fondo de Cultura
Económica, anteriores y harto reducidas) podrían empezarle a hacer justicia a
un autor
que destacó en los géneros menores, laterales o excepcionales de la
literatura.
Estrada (1887-1937) es estimado sobre todo
como diplomático --muchos poetas de este siglo fueron diplomáticos
importantes--, por la
Doctrina Estrada , pero en su tiempo se le quería como hombre
de letras: no tanto ni particularmente como poeta o como narrador, como
ensayista o bibliógrafo, sino como el hombre plenamente literario que lo mismo
encarnaba las tradiciones que encabezaba las vanguardias.
Algo tiene su obra de resumen generoso de
la escritura avanzada de su época, en la que lo mismo reconocemos tonos y
perfiles que ahora nos parecerían propios de Reyes, Henríquez Ureña o Torri,
que los que convocan rasgos de García Lorca, Tablada, Villaurrutia, Novo.
Pocos autores mexicanos, sin embargo, se
parecen a Genaro Estrada, tanto en conjunto como en obras particulares. Pudo ser diverso. Sus Doscientas
notas de bibliografía mexicana (1935), adicionados con una segunda parte
que supo ser buena: Nuevas notas de
bibliografía mexicana, de títulos más alarmantes que el contenido,
conforman un libro tan ligero y generoso, tan llano, tan útil, tan
perfectamente modesto y posible, tan olvidado de talentos, inspiraciones y
místicas, y por el contrario tan atenido a los instrumentos más cotidianos de
la investigación, la reflexión y la conversación culturales, que entonces
parecería que lo natural es que semejantes obras abundaran en cualesquier época
y lugar. Y no: para nada; no hay nada
más raro que lo natural, ni ideología o escuela más exótica que el buen
sentido.
Se trata simplemente de un cuaderno de
lectura, un cuaderno de notas sobre libros y asuntos afines, a vuela lápiz,
donde lo mismo consigna un dato curioso
que una duda, recoge algún detalle gracioso o pintoresco; no deja huir
información dispersa sin mucha utilidad inmediata, pero que no está por demás
compartir; señala problemas o dudas que aun no resuelve por sí mismo, y
conversa con el lector como con un afable miembro de esa curiosa masonería de
la bibliofilia y la erudición, que como todos sabemos son pasiones tan
avasalladoras como el erotismo, el poder, el dinero o la sed del coleccionista.
Como podrá suponerse en un hombre de la
sabiduría bibliográfica de Genaro Estrada, sus Notas
de bibliografía mexicana resultan una obra de grandes auxilios, pero también un
buen material de lectura amable, una ligera obra de escritura lateral, como
ciertas reseñas de Alfonso Reyes o los croquis críticos de Pedro Henríquez
Ureña, donde el lector entra en contacto, por así decirlo, con la materia prima
del quehacer ensayístico, anterior a las elaboraciones y las complejas teorías;
de muchas de estas rápidas y frescas notas pueden salir libros enteros.
Vaya de muestra esta simple ocurrencia,
advertida por azar, que no supo o no quiso aprovechar en proyectos ambiciosos,
pero tampoco perderla: "Don Ignacio Vargas, abogado de la Real Audiencia de
México, publicaba en el siglo XVIII cuadernillos con pronósticos del tiempo
para todo un año, lo cual no tendría nada de particular; pero sí lo tiene que
el buen letrado acudiera a la lira para sus pronósticos. Véase, por ejemplo, lo que en uno de esos
rarísimos folletos decía el señor Vargas sobre el estío del año bisiesto de
1792: 'En esta buena estación/ es muy grande la humedad,/ muy fácil la
enfermedad/ y muy grande precaución:/ Debe tenerse atención/ con la persona y
posada,/ no cubrir ropa mojada,/ y el aguardiente, tal vez,/ bebérselo por los
pies;/ pero por la boca nada'. Poca gracia haría este pronóstico a los
bebedores de 1791."
Bueno: este párrafo de Genaro Estrada es
lo mejor que existe sobre la poesía novohispana del siglo XVIII: nos muestra el
cambio lírico hacia el didactismo, las aspiraciones a la llaneza y al sentido
del humor, la preocupación moralizante, el deseo del poeta por ser útil a su
sociedad --"el Bien Público", como se decía entonces-- y sus empeños
por ocuparse de asuntos modernos a través de vehículos modernos, como la prensa
volante, más o menos periódica, que ya aspiraban a un mercado y no, como en el
anterior siglo de sor Juana, a la mera protección de los mecenas de la corte y
el arzobispado. Nos da también un
ejemplo del resultado chirle que solían tener estos intentos de la poesía
ilustrada que pretendía la sencillez y quedaba siempre harto simplona. He aquí pues la pertinencia de las notas de
lectura --por meras acotaciones desnudas y eruditas que parezcan-- de Estrada,
tan necesarias para cualquier intento de historia literaria de México.
La décima que Estrada se sintió en la
necesidad de rescatar es además muy buen ejemplo de la poesía ilustrada viva,
la que sí existía y era leída, memorizada, recitada, comentada en la sociedad
novohispana del siglo XVIII, y que como se ve, poco tiene en realidad qué
reprocharle a los peores poemas barrocos que un siglo atrás pronosticaban
eclipses, mitos o estupefacientes figuras de versificación, al festejar a monarcas
y prelados.
Estrada habla mucho de libros coloniales,
de la biblioteca de San Ildefonso, de asuntos sinaloenses, pero también de
bibliografía del siglo XIX y aun de la contemporánea: por ejemplo, la
dificultad de conseguir libros recientes de poesía en los años de la revolución
mexicana. Escribió sobre Nervo, sobre
Tablada, sobre Picasso, sobre las artesanías y bellas artes mexicanas.
La poesía de Genaro Estrada no es gran
cosa como poemas, pero vale algo más como registro de atmósferas, retóricas y
escuelas poéticas que ajetreaban el ambiente hispánico en las primeras décadas del siglo XX.
Estrada incursionó en varias maneras de
hacer poesía, y pueden leerse sus poemas (que tampoco son especialmente malos)
como lectura o impacto de los movimientos poéticos más importantes del momento,
registrados por un enterado y diestro artífice, que quiso ser Tablada sin
olvidarse de Nervo: ahí estuvo su error: se difumina entre sus propios
extremos.
Es mucho mejor su prosa. Es la prosa de Alfonso Reyes que empieza a
ser la de Salvador Novo; es decir, la prosa llana y sana, depurada de
romanticismos y modernismos, aspirante a la higiene gramatical y lógica más
ambiciosa, del tipo del mejor Alfonso Reyes (el de las crónicas españolas de
los años diez y veinte), pero que ya tiene mucho de dandismo sport, de American way of writing, de antiacademicismo
elegante y, si no callejero, al menos boulevardero.
Esta prosa
dio dos libros importantes de
Genaro Estrada: Visionario de la Nueva España
(1921) y Pero Galín (1926).
Pero Galín es una excelente
burla novelística de la literatura colonialista; no se parece a otro libro que
no sea Return Ticket, de Novo.
Visionario
de la Nueva España
es un título afortunado de prosas ya no poéticas, sino tal vez
narrativo-ensayísticas o cualquier otro género que no sea el mero lirismo en
prosa; tiene que ver, desde luego, con Gaspar
de la Nuit y
todo el auge del "poema en prosa" surgido en torno a Aloysius
Bertrand, y también inevitablemente con Hazlitt y Lamb, como los textos de
Torri; pero en Estrada se advierte además una especie de coquetería radiofónica
o periodística, que aleja su estilo de los "prosificadores poéticos"
y lo acerca a la conversación con el público, con una modernidad propia de los
años veinte. Está más cerca, digamos, de
Alexander Woollcoott o de Robert Bencheley, estos estilistas de la prensa, que
de Oscar Wilde, de quien de cualquier manera no se aleja demasiado.
Pero en su decisión final de despojo de
retórica, un despojo tal que logra incluso disimular que está siendo riguroso y
se plantea como conversación ligera o deportiva, guarda toda su frescura. En la literatura mexicana de los años veinte,
la de Genaro Estrada no fue la óptima, pero es una de las que mejor han
resistido el tiempo, y hoy se deja leer mucho mejor que la de muchos de sus
contemporáneos más ambiciosos, con una frescura de época, una naturalidad de
temperamento histórico.
Fue tan fresca y naturalmente un hombre de
su tiempo que no suena mal ahora: es la voz del amanecer del siglo, con
optimismo y lustre de novedad auténticos.
Pero sobre todo era un escritor serio; sus
pequeñas viñetas imaginarias surgen de estudios rigurosos --nadie supo en su
tiempo tanto de la Colonia
como Estrada-- y se trazan con un proyecto sólido de los personajes y las
situaciones, sin rendir pleitesía al pasado ni a supersticiones ideológicas.
Digamos por ejemplo que los juniors de la Colonia eran juniors, y se comportaban en su tiempo como en
el siglo XX lo hacían los hijos de los banqueros o los dictadores. Así, en el Visionario
de la Nueva España ,
habla de "El Heredero" Martín Cortés, el hijo del conquistador:
"Era un bergante. Cuando marchaba por la Plaza Mayor hacíase
acompañar de un paje y lanza para que rabiara el virrey. Sus prerrogativas no tenían límites y el muy
desfatado hacía gala de ellas, multiplicándolas con arbitrariedades. Izaba en su casa el estandarte con sus armas;
no se descubría ante el arzobispo; tenía una guardia privada; era su mayor
delicia poner en aprietos a la
Audiencia y casi todas las noches armaba camorra con los
esbirros de la
Acordada. Apenas ,
cuando en su presencia se mencionaba el nombre del rey, destocábase ligeramente
y este era todo el acatamiento que prestaba a los hombres sobre la tierra. Pasaba la carroza del virrey y las gentes se
inclinaban con reverencia, deteníanse los transeúntes, callaban todas las
voces. Sólo él seguía imperturbablemente
su camino, revolviendo la capa, haciendo sonar las espuelas, chocando la espada
contra los pobretes, galanteando a las mozas, provocando a los militares. Era el hijo de uno de los conquistadores de la Nueva España , nunca
estuvo en la escuela de San Juan de Letrán, jamás dio un real para las obras
piadosas, nunca visitó sus vastas tierras meridionales; pero tenía una casa de
tezontle con treinta aposentos y en las hojas de roble de su magnificente
portón las armas en relieve de sus antepasados, con un mote en latín que nunca
pudo leer de corrido".
Estrada fue uno de los cabecillas del
movimiento "colonialista": el de un grupo de escritores que a
principios de siglo trataron de hacer literatura romántica, mítica o legendaria
con temas y tonos novohispanos. Ya lo
habían intentado Vicente Riva Palacio y Luis González Obregón; reincidiría con
mayor celebridad Artemio de Valle-Arizpe.
Los imaginativos "colonialistas"
muchas veces sabían más de novelas y cuentos europeos de castillos, degollados
y fantasmas: más de Poe o de El Conde de
Montecristo, de Sue, Hugo y (acaso) Drácula,
que de historia novohispana: llenaron demasiados libros (rápidamente olvidados)
con esa importación de sustos románticos: emparedados, cuchillos incestuosos,
gatos negros, cadenas invisibles sobre las escalinatas, etcétera.
Y
para darle credibilidad a su delirio gótico o fantasmagórico de México, le
inventaron una "fabla", un estilo también improvisada y
automáticamente "antiguo", que bien a bien no convenció a nadie. Genaro Estrada fue de los primeros en reírse,
dice en Pero Galín:
"La fabla es la médula del
colonialismo aplicado a las letras. La
receta es fácil: se coge un asunto del siglo XVI, XVII o del siglo XVIII y se
le escribe en lengua vulgar. Después se
le van cambiando las frases, enrevesándolas, aplicándoles trasposiciones y, por
último, viene la alteración de palabras.
Hay ciertas palabras que no suenan a colonial. Para hacerlas sonar se les sustituye con un
arcaísmo, real o inventado, y he aquí la fabla consumada. El escritor colonialista conoce bien estas
triquiñuelas y las usa con aplicada técnica.
Helo aquí ya en su mesa de trabajo, con la pluma abierta, porque una
sociedad "artístico-recreativa" lo ha invitado para colaborar en
cierto álbum, cuyos productos se destinarán a un asilo de señores sin
trabajo. Habrá en el álbum --como lo
pide el elaborado proyecto que formó la mesa directiva de la sociedad
artístico-recreativa-- artículos que, según anuncia el prospecto, reflejarán fielmente los diversos aspectos de la
vida nacional, en sus múltiples manifestaciones. No podía faltar, en consecuencia, el artículo
colonial. Y así es como, después de
concienzuda rebusca de los giros más adecuados y de verificar nombres y citas,
el escritor colonial coge la pluma y escribe: "Esta es la verdadera crónica
de lo que aconteció al Caballero de Santiago don Uriel de Lanzagorta, en
ocasión de la publicidad de su relación que se imprime con el nombre de La famosa villa de Meztitlán y sus primitivos
pobladores, y de los sucesos que verá el curioso lector en el curso de la misma". El escritor colonialista se ha detenido un
momento, para releer atentamente, y luego de meditar las palabras y de
consultar el diccionario de la lengua y el de sinónimos, pone una raya donde
dice ésta, cambia la palabra por la de aquesta; sustituye la frase de la publicidad por la de del aparecimiento; altera relación por mamotreto; imprime por estampa;
sucesos por subcesos
y misma por mesma,
cambios todos que, a su juicio, han sido hechos con palabras coloniales hasta
no poder más. Y luego que ha escrito el
rótulo, adornándolo de preciosos rasgos caligráficos, empieza su relación de
esta manera: "Habedes de saber que el anno Domini de mil y quinientos y
ochenta y cuatro años..." Aquella fue, en la literatura mexicana, la hora
del habedes."
La hora de Genaro Estrada fue mucho más
inteligente y generosa que eso. Su
planteamiento del nacionalismo atávico y su final en Hollywood, en Pero Galín, es especial por su ligereza, su
buen humor y su justicia mental (los atabismos colonialistas resultan, en el
mejor de los casos, una escenografía
"colonial californiana" una veleidad papier maché de la modernidad norteamericana). Nunca se ha poetizado menos mal sobre la Nueva España que en
el Visionario.
Sus documentos y discursos son historia
nacional, y en algún caso, internacional.
Escribió sobre artes plásticas. Y
fecundamente, sobre libros y alrededores bibliográficos.
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