Tolstoi y el canon
Por José Joaquín Blanco
Para E. M. Forster, La guerra y la
paz, de León Tolstoi, es la mejor novela del mundo, sólo seguida de En busca del tiempo de perdido, de
Proust. Siempre han existido estos buscadores del canon, que elaboran las
listas de las diez mejores obras de cualquier arte, o de los diez libros que se
llevarían a una isla desierta. Los lectores de lengua española (con una antigua
y leal solidaridad alemana) añadirían de inmediato el Quijote, de Cervantes; jamás podría faltar Madame Bovary, de Flaubert.
El caso se complica con
Balzac: sería un abuso incluir toda La
comedia humana: ¿qué titulo, entonces: Papá
Goriot, Las ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas,
Sarrasine, La muchacha de los ojos de oro, Piel de zapa, Eugénie Grandet..?
Stendhal, Dickens, Dostoyevski, Galdós, Mann, Faulkner son nombres obligados,
¿pero qué títulos precisos? Joyce y Kafka, quienes alguna vez disputaron los
primeros sitios, se ven cada vez más marginados a la posición de excéntricos
heresiarcas.
La guerra y la paz es efectivamente un prodigio, que asombró
incluso al propio autor, cuando reflexionó sobre ella en un artículo de 1868.
Siguen deslumbrando sus resultados: los grandes frescos de la sociedad rusa y
de las batallas napoleónicas, la profundidad psicológica de los protagonistas;
las escenas de violencia, enfermedad y muerte; los monólogos y discusiones
intelectuales, espirituales y emotivos; los arranques ensayísticos y líricos,
filosóficos, sociológicos, políticos y hasta de estrategia militar. Las
minucias del paisaje, los formidables aguafuertes de personajes extravagantes y
las caricaturas con lápiz grueso (como el histrionismo de Napoleón). El apetito
de vida (los bailes, las escenas de caza) y el apetito del espíritu (las
reflexiones masónicas y cristianas).
Es en efecto, y lograda de
un golpe maestro —un golpe de cinco años de trabajo como si fueran una sola
jornada de inspiración; en plena salud, en plena juventud, en pleno vigor y
genio— la summa del arte de la
novela, sin borrones ni distracciones; con una prodigioso vuelo estético que le
hace acertar capítulo tras capítulo, a pesar de la innumerable variedad de
asuntos, personajes, episodios y estilos. Cientos y cientos de páginas de
sostenida excelencia.
Los discutidores de
cánones tendrían que sudar mucho para disputarle el primer sitio, y se verían
obligados a recurrir a ciertas tretas, como suponer que el Quijote ofrece mayor altura simbólica o En busca del tiempo perdido
una percepción psicológica más refinada; o que Flaubert, bueno: es Flaubert.
Tanto como la obra en sí,
asombra la desmesura de su proyecto, su hybris
intelectual. Lo que menos quería Tolstoi era narrar simplemente una historia o
un entretejido de historias: quería competir con la
Historia , y dejar establecida de una vez para siempre la
tragedia rusa de la invasión napoleónica.
Pero quería más: plasmar
en toda su plenitud y variedad el alma rusa, el espíritu de su nación en su
eterna confrontación con Europa. Y todavía más: ahincar en las raíces mismas
del espíritu humano, cristiano o liberal; sondear lo que todavía no se llamaba
“el inconsciente”; nadar en lo que todavía no se llamaba “la corriente de la
conciencia”; abismarse en lo que todavía no se llamaba “monólogo interior”;
contrastar humorísticamente los hechos reales y hasta brutales a través de
recursos que todavía no se llamaban “punto de vista” ni “distanciamiento
crítico”. Es un proyecto dinosáurico o victorhuguesco que asombrosamente cuajó
en el conjunto y en los detalles. Desmesura pura, pero desmesura exitosa.
“¿Qué es La Guerra y la paz, se pregunta el autor en 1868?
No es una novela, mucho menos un poema y menos aún una crónica histórica”.
Acude a Pero Grullo: “La guerra y la paz
es lo que el autor quería expresar en la forma que está expresado”. Esa forma
es la desmesura. (Una desmesura bien medidita, bien afinada y acompasada.) Uno
pensaría en las ambiciones mastodónticas de los escritores del siglo XIX, que
querían competir en número de personajes con el Registro Civil, como Balzac (y
claro, como Tolstoi); o cantar toda la historia de la humanidad, a la manera de
Hugo y de Wagner; o cantar al hombre y a todos los hombres, como Whitman.
Tolstoi alega que, como es
ruso, y la literatura rusa no se anda con géneros estancos y bien peinados,
sino con la expresión desbordada y las ambiciones sin mesura, no hizo sino
seguir una regla de su literatura natal:
“Semejante declaración de
indiferencia con respecto a las formas convencionales de la producción
artística en prosa [como la que
constituye La guerra y la paz], podría parecer presunción si fuera
deliberada [que, claro, lo es] y no
tuviera modelos. La historia de la literatura rusa desde Pushkin, no solamente
ofrece muchos ejemplos semejantes de desviaciones de las formas aceptadas en
Europa, sino que ni siquiera nos da un solo ejemplo de lo contrario. Desde Las almas muertas de Gogol hasta La casa de los muertos de Dostoyevski,
no hay en el período moderno de la literatura rusa una sola palabra de arte en
prosa, que se salga un poco de lo común, que se haya instalado en la forma de
la novela, del poema o de la narración”.
La “novela total”, como
decían hace años los dómines de la “teoría literaria”. Una novela que quiso ser
también todas las otras cosas, sin dejar de ser novela. Resulta un poco, además
de su complejo y bien ajustado relato, una selva bíblica, una canción de gesta,
una Leyenda de los siglos, unas Hojas de hierba, un Canto general; con su Madame Bovary llamada Helena y su Charles
Bovary trasladado de la farsa a la épica (y hasta al Evangelio: “Los últimos
serán los primeros”, etcétera), llamado Bezuhkov; su populoso (laberíntico e
impronunciable) catálogo balzaciano del Registro Civil; sus numerosas y
premonitorias “magdalenas” y los estremecimientos preniezcheanos que se ve
obligado a combatir página tras página.
Jamás se ha dejado de
admirar esta obra “imposible”, “inconcebible”. Otra cosa es saber bien a bien
qué se admira. Las escenas de guerra, de heridos, de muerte, de dolor físico,
claro, han sido inevitablemente saqueadas libro a libro durante todo el siglo
posterior, hasta la fecha. La bomba humana de la batalla de Borodino. Moscú en
llamas...
Todos aquellos hombres —lo
mismo el soldado que enfrenta el pecho alegremente al cañón que el general en
jefe del ejército ruso, quien combate a sabiendas de que todo se habrá de
perder—, entregados al “absurdo” de un destino apocalíptico.
El aprendizaje a través
del dolor, de la humillación, de la derrota. La catástrofe como expiación; la
victoria inesperada como premio por haber tocado a fondo el abismo, todos los
abismos. Rusia redimida de sí misma a sangre y fuego.
Las totales alegrías
mínimas de un juego de niños o de un aroma campestre. El edén de la familia
Rostov con su buen papá en pantuflas y su tierna mamá en peinador, ambos
bromeando al borde de la quiebra. Y las farras de los borrachos con un oso que
van a caer al río, porque eso es la vida: caer completamente borracho al río,
amarrado a un oso, en el fuego de una exaltación que no tiene un más allá que
ir a dar al río, completamente borracho, amarrado a un oso.
Otra de las preguntas de
los canonistas ha sido la de “¿Tolstoi o Dostoyevski?” (Steiner); disyuntiva
falsa porque hay Dostoyevski de sobra en Tolstoi, y al revés, aunque sus
impulsos sean contrapuestos. Dostoyevski ama y se regodea en el abismo;
Tolstoi, amándolo y regodeándose en él, lucha por salir a flote... rumbo a otro
abismo. El abismo del abismo del abismo del...
El pasmo ante esta
magnífica desmesura se trifurca entre sus lectores. Hay quienes creen que se
trata de la épica del conde bastardo Pietr Bezukhov, el hombre bondadoso por
instinto y torpe a causa de ser “humano, demasiado humano”; quien nunca aparece
dueño de sí, sino víctima de un mundo y de su propia alma confusos, absurdos,
inextricables. Este gordo, miope y tartamudo Quijote, este Quijote sanchesco, a
quien con misteriosa extravagancia se premia con todos los castillos
encantados, la chica de oro y la placidez final.
Otros defienden al
príncipe Bolonsky, el héroe noble de toda épica desde Homero, cuya propia
perfección como guerrero y hombre de honor se ve premiada con un castigo
extremado: la pérdida de la chica de oro y la muerte atroz: una muerte larga,
dolorosa, con las entrañas podridas, delirante... después de beber hasta el
fondo la copa de que la vida es pura ilusión, irrealidad pura. Se diría que tan
noble personaje, en la proporción misma de su grandeza homérica, exigía no el
triunfo, sino la derrota más trágica posible. Aquiles, el mejor, siempre debe
morir en la agonía más terrible.
Y está el tercer partido,
el convencional, de los seguidores de Natasha, la chica de oro, la adolescente
que a ratos es Dulcinea y a ratos Emma Bovary, una santa y una frívola, una
profundísima y una banal; confundido todo ello en su ímpetu adolescente,
fresco, sin deliberación ni conciencia de sí, como no sé qué alegoría de la
vida misma o de la nación rusa. Este tercer partido aclama en Natasha la más
plena creación de un personaje femenino, o de una juventud, o de un alma humana
rebosante de instinto vital, más allá de teorías y proyectos terrenales, más
allá de la materia y de la historia. Un hada total, pero “un hada de carne y
hueso”, que es más bella cuando tanto instinto vital la deforma, la afea, según
las quería Rubén Darío.
El pasmo es la actitud
crítica acertada frente a La guerra y la
paz. Las discusiones y los análisis apenas rozan el litoral de la obra. Al
fin y al cabo se trata de un prodigio. Y tal es la actitud humana ante los
prodigios de cualquier tipo. “¿Qué caso tiene, y cómo analizar el Océano
Atlántico?”, diría Dorothy Parker.
1 comentario:
Mi comentario es que quedo deslumbrado con estos análisis que presenta aquí nuestro estimadísimo José Joaquín Blanco. Ignacio López Ahumada.
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