jueves, 1 de marzo de 2018

TOLSTOI

Tolstoi y el canon

Por José Joaquín Blanco

Para E. M. Forster, La guerra y la paz, de León Tolstoi, es la mejor novela del mundo, sólo seguida de En busca del tiempo de perdido, de Proust. Siempre han existido estos buscadores del canon, que elaboran las listas de las diez mejores obras de cualquier arte, o de los diez libros que se llevarían a una isla desierta. Los lectores de lengua española (con una antigua y leal solidaridad alemana) añadirían de inmediato el Quijote, de Cervantes; jamás podría faltar Madame Bovary, de Flaubert.
         El caso se complica con Balzac: sería un abuso incluir toda La comedia humana: ¿qué titulo, entonces: Papá Goriot, Las ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas, Sarrasine, La muchacha de los ojos de oro, Piel de zapa, Eugénie Grandet..? Stendhal, Dickens, Dostoyevski, Galdós, Mann, Faulkner son nombres obligados, ¿pero qué títulos precisos? Joyce y Kafka, quienes alguna vez disputaron los primeros sitios, se ven cada vez más marginados a la posición de excéntricos heresiarcas.
         La guerra y la paz es efectivamente un prodigio, que asombró incluso al propio autor, cuando reflexionó sobre ella en un artículo de 1868. Siguen deslumbrando sus resultados: los grandes frescos de la sociedad rusa y de las batallas napoleónicas, la profundidad psicológica de los protagonistas; las escenas de violencia, enfermedad y muerte; los monólogos y discusiones intelectuales, espirituales y emotivos; los arranques ensayísticos y líricos, filosóficos, sociológicos, políticos y hasta de estrategia militar. Las minucias del paisaje, los formidables aguafuertes de personajes extravagantes y las caricaturas con lápiz grueso (como el histrionismo de Napoleón). El apetito de vida (los bailes, las escenas de caza) y el apetito del espíritu (las reflexiones masónicas y cristianas).
         Es en efecto, y lograda de un golpe maestro —un golpe de cinco años de trabajo como si fueran una sola jornada de inspiración; en plena salud, en plena juventud, en pleno vigor y genio— la summa del arte de la novela, sin borrones ni distracciones; con una prodigioso vuelo estético que le hace acertar capítulo tras capítulo, a pesar de la innumerable variedad de asuntos, personajes, episodios y estilos. Cientos y cientos de páginas de sostenida excelencia.
         Los discutidores de cánones tendrían que sudar mucho para disputarle el primer sitio, y se verían obligados a recurrir a ciertas tretas, como suponer que el Quijote ofrece mayor altura simbólica o En busca del tiempo perdido una percepción psicológica más refinada; o que Flaubert, bueno: es Flaubert.
         Tanto como la obra en sí, asombra la desmesura de su proyecto, su hybris intelectual. Lo que menos quería Tolstoi era narrar simplemente una historia o un entretejido de historias: quería competir con la Historia, y dejar establecida de una vez para siempre la tragedia rusa de la invasión napoleónica.
         Pero quería más: plasmar en toda su plenitud y variedad el alma rusa, el espíritu de su nación en su eterna confrontación con Europa. Y todavía más: ahincar en las raíces mismas del espíritu humano, cristiano o liberal; sondear lo que todavía no se llamaba “el inconsciente”; nadar en lo que todavía no se llamaba “la corriente de la conciencia”; abismarse en lo que todavía no se llamaba “monólogo interior”; contrastar humorísticamente los hechos reales y hasta brutales a través de recursos que todavía no se llamaban “punto de vista” ni “distanciamiento crítico”. Es un proyecto dinosáurico o victorhuguesco que asombrosamente cuajó en el conjunto y en los detalles. Desmesura pura, pero desmesura exitosa.
         “¿Qué es La Guerra y la paz, se pregunta el autor en 1868? No es una novela, mucho menos un poema y menos aún una crónica histórica”. Acude a Pero Grullo: “La guerra y la paz es lo que el autor quería expresar en la forma que está expresado”. Esa forma es la desmesura. (Una desmesura bien medidita, bien afinada y acompasada.) Uno pensaría en las ambiciones mastodónticas de los escritores del siglo XIX, que querían competir en número de personajes con el Registro Civil, como Balzac (y claro, como Tolstoi); o cantar toda la historia de la humanidad, a la manera de Hugo y de Wagner; o cantar al hombre y a todos los hombres, como Whitman.
         Tolstoi alega que, como es ruso, y la literatura rusa no se anda con géneros estancos y bien peinados, sino con la expresión desbordada y las ambiciones sin mesura, no hizo sino seguir una regla de su literatura natal:
         “Semejante declaración de indiferencia con respecto a las formas convencionales de la producción artística en prosa [como la que constituye La guerra y la paz], podría parecer presunción si fuera deliberada [que, claro, lo es] y no tuviera modelos. La historia de la literatura rusa desde Pushkin, no solamente ofrece muchos ejemplos semejantes de desviaciones de las formas aceptadas en Europa, sino que ni siquiera nos da un solo ejemplo de lo contrario. Desde Las almas muertas de Gogol hasta La casa de los muertos de Dostoyevski, no hay en el período moderno de la literatura rusa una sola palabra de arte en prosa, que se salga un poco de lo común, que se haya instalado en la forma de la novela, del poema o de la narración”.
         La “novela total”, como decían hace años los dómines de la “teoría literaria”. Una novela que quiso ser también todas las otras cosas, sin dejar de ser novela. Resulta un poco, además de su complejo y bien ajustado relato, una selva bíblica, una canción de gesta, una Leyenda de los siglos, unas Hojas de hierba, un Canto general; con su Madame Bovary llamada Helena y su Charles Bovary trasladado de la farsa a la épica (y hasta al Evangelio: “Los últimos serán los primeros”, etcétera), llamado Bezuhkov; su populoso (laberíntico e impronunciable) catálogo balzaciano del Registro Civil; sus numerosas y premonitorias “magdalenas” y los estremecimientos preniezcheanos que se ve obligado a combatir página tras página.
         Jamás se ha dejado de admirar esta obra “imposible”, “inconcebible”. Otra cosa es saber bien a bien qué se admira. Las escenas de guerra, de heridos, de muerte, de dolor físico, claro, han sido inevitablemente saqueadas libro a libro durante todo el siglo posterior, hasta la fecha. La bomba humana de la batalla de Borodino. Moscú en llamas...
         Todos aquellos hombres —lo mismo el soldado que enfrenta el pecho alegremente al cañón que el general en jefe del ejército ruso, quien combate a sabiendas de que todo se habrá de perder—, entregados al “absurdo” de un destino apocalíptico.
         El aprendizaje a través del dolor, de la humillación, de la derrota. La catástrofe como expiación; la victoria inesperada como premio por haber tocado a fondo el abismo, todos los abismos. Rusia redimida de sí misma a sangre y fuego.
         Las totales alegrías mínimas de un juego de niños o de un aroma campestre. El edén de la familia Rostov con su buen papá en pantuflas y su tierna mamá en peinador, ambos bromeando al borde de la quiebra. Y las farras de los borrachos con un oso que van a caer al río, porque eso es la vida: caer completamente borracho al río, amarrado a un oso, en el fuego de una exaltación que no tiene un más allá que ir a dar al río, completamente borracho, amarrado a un oso.
         Otra de las preguntas de los canonistas ha sido la de “¿Tolstoi o Dostoyevski?” (Steiner); disyuntiva falsa porque hay Dostoyevski de sobra en Tolstoi, y al revés, aunque sus impulsos sean contrapuestos. Dostoyevski ama y se regodea en el abismo; Tolstoi, amándolo y regodeándose en él, lucha por salir a flote... rumbo a otro abismo. El abismo del abismo del abismo del...
         El pasmo ante esta magnífica desmesura se trifurca entre sus lectores. Hay quienes creen que se trata de la épica del conde bastardo Pietr Bezukhov, el hombre bondadoso por instinto y torpe a causa de ser “humano, demasiado humano”; quien nunca aparece dueño de sí, sino víctima de un mundo y de su propia alma confusos, absurdos, inextricables. Este gordo, miope y tartamudo Quijote, este Quijote sanchesco, a quien con misteriosa extravagancia se premia con todos los castillos encantados, la chica de oro y la placidez final.
         Otros defienden al príncipe Bolonsky, el héroe noble de toda épica desde Homero, cuya propia perfección como guerrero y hombre de honor se ve premiada con un castigo extremado: la pérdida de la chica de oro y la muerte atroz: una muerte larga, dolorosa, con las entrañas podridas, delirante... después de beber hasta el fondo la copa de que la vida es pura ilusión, irrealidad pura. Se diría que tan noble personaje, en la proporción misma de su grandeza homérica, exigía no el triunfo, sino la derrota más trágica posible. Aquiles, el mejor, siempre debe morir en la agonía más terrible.
         Y está el tercer partido, el convencional, de los seguidores de Natasha, la chica de oro, la adolescente que a ratos es Dulcinea y a ratos Emma Bovary, una santa y una frívola, una profundísima y una banal; confundido todo ello en su ímpetu adolescente, fresco, sin deliberación ni conciencia de sí, como no sé qué alegoría de la vida misma o de la nación rusa. Este tercer partido aclama en Natasha la más plena creación de un personaje femenino, o de una juventud, o de un alma humana rebosante de instinto vital, más allá de teorías y proyectos terrenales, más allá de la materia y de la historia. Un hada total, pero “un hada de carne y hueso”, que es más bella cuando tanto instinto vital la deforma, la afea, según las quería Rubén Darío.
         El pasmo es la actitud crítica acertada frente a La guerra y la paz. Las discusiones y los análisis apenas rozan el litoral de la obra. Al fin y al cabo se trata de un prodigio. Y tal es la actitud humana ante los prodigios de cualquier tipo. “¿Qué caso tiene, y cómo analizar el Océano Atlántico?”, diría Dorothy Parker.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Mi comentario es que quedo deslumbrado con estos análisis que presenta aquí nuestro estimadísimo José Joaquín Blanco. Ignacio López Ahumada.