LOS SIGNOS DEL ZODIACO
A finales de los años cuarenta, y durante unos quince años, ocurrió una
radical transformación del teatro mexicano. Se abandonó la influencia francesa,
el teatro de salón, con enfrentamientos elegantes de ideas y sentimientos (a lo
Xavier Villaurrutia), y se importó súbitamente la influencia norteamericana de
O’Neill, Clifford Odets, Arthur Miller, Tennessee Williams.
Más realismo y menos
simbolismo; más lenguaje coloquial y menos parlamentos elegantes, “escritos”;
más pulsiones subconscientes y menos historias sentimentales; más flujo
callejero y menos encierros en la sala; menos rodeos simbólicos o perifrásticos
y más asomos directos a asuntos sexuales, sociales, incluso políticos. Menos
oratorias escenas fijas, larguísimas, y más cortes cinematográficos, con sólo
cambios de luz, rapidísimos.
Los dramaturgos se
asomaron a vencindades y plazas pueblerinas, inquirieron por la personalidad
secreta de sus personajes; admitieron el panorama y el color locales, con la
pobreza y la arcaica promiscuidad mexicanas, y trataron de ganar para la escena
el lenguaje coloquial. Intentaron también el humor, incluso el humor negro. Y
algo de crítica o sátira política, originaria del teatro realista
norteamericano de los años treinta o de las propias carpas locales.
Dejaron obras famosas: El Cuadrante de la Soledad , de José
Revueltas, Rosalba y los llaveros, de
Emilio Carballido, Las cosas simples,
de Héctor Mendoza, y muy especialmente Los
signos del zodiaco*, de Sergio Magaña.
Poco después, hacia 1960,
hubo otra transformación (muy desfavorable para el texto dramático): consistió
en regresar a Europa, pero a las escuelas universitario-vanguardistas, y
concederle al director todo tipo de prepotencia y de arbitrariedad sobre el
texto, para montar todo el espectáculo o el circo que le viniera en gana,
incluso contra el texto mismo, o fuera de él: el propio Mendoza, Gurrola,
Jodorowski, Julio Castillo, etcétera.
La banalidad del show por el show mismo. Jacqueline Andere, con suéter universitario y mallas,
pretendía, montada en una bicicleta fija, que era una micifuza de La gatomaquia, de Lope de Vega. Aghhh.
Nomás era una parlanchina instructora de gimnasia de televisión. Lo que hizo
fue anticipar una clase de aereóbics, con un Lope de Vega como música de fondo.
Raras veces me ha gustado
el teatro mexicano, y esas raras veces siempre han sido obras de Sergio Magaña
(n. 1924), quien despegó con mucho brío en 1951, apoyado por Salvador Novo;
produjo con abundancia durante unos quince años (Moctezuma II, Los argonautas, El pequeño caso de Jorge Lívido, Los
motivos del lobo, Ensayando a Molière), y luego pareció desvanecerse en los
setentas, hasta su muerte (1990), con pocos destellos semejantes a los
anteriores, como Santísima.
Una de mis primeras experiencias
como espectador teatral fue Los
argonautas, a finales de los años sesenta, en el Teatro Jiménez Rueda. Era
una versión llena de ingenio y de locura sobre la conquista de México, que
refería más bien a la contemporánea conquista imperialista por parte de los
Estados Unidos (época Kennedy). Recuerdo a a Claudio Obregón en el papel de
Hernán Cortés, y a Héctor Bonilla en el papel de Bernal Díaz del Castillo, con
su tintero colgado al cuello, recitándoles a los aztecas los beneficios de “La Alianza para el Progreso”.
Más ritual y majestuosa,
pero también más convencional y hasta aburrida, me resultó años después su Moctezuma II: un Javier Ruan recién
salido del gimnasio, con los muslos bien aceitados bajo su vistoso taparrabo
exiguo, declamaba no sé cuántas cosas “poéticas” en mitad de un coro de
plañideras bien indígenas pero bien griegas, bien “euménides-troyanas” de
huipil. No guardo muchos recuerdos de El
pequeño caso de Jorge Lívido, que vi en la Casa del Lago por las mismas fechas, tal vez
dirigido por Héctor Azar.
La reciente reposición,
bajo la dirección de Germán Castillo, de Los
signos del zodiaco (que Novo dirigió en su estreno en 1951), reivindica el
talento de ese dramaturgo tan original como extraordinario. ¡Las cosas a las
que se atrevía! Inventó una vecindad a
la manera de un ágora griego, cuyo patio se extendía como resumidero de
historias, con tres o cuatro intrusiones a las viviendas.
El lavadero cual coro
griego. Las viviendas como cárceles que los propios habitantes se hacen a sí
mismos, insertas todas en la cárcel mayor del vecindario, que comanda una
portera mitómana y ebria. Sobre esta gente se abaten la miseria urbana, la
mochería, la hipocresía, los atavismos y pretensiones de una clase superior (a
la que no pertenecen, pero que imitan desesperadamente); la falta de amor y de
esperanza en cualquier cosa, y el furibundo humor negro de Magaña. Todos contra
todos en un compacto “criadero de escorpiones”. A medio siglo de su escritura,
hay partes completas y muchos detalles que no han perdido su beligerancia y su
oportunidad.
La obra es sumamente
ambiciosa y complicada. Tiene la extensión de una verdadera novela, de modo que
siempre se la representa con grandes cortes. Su reparto puede exigir
veinticinco actores, más extras, lo que obliga, como en esta reciente puesta de
Germán Castillo, a mezclar actores profesionales con estudiantes, y se obtiene
una representación muy irregular.
Mientras Martha Aura (Ana
Romana), la portera ebria y mitómana, se come brillantemente la obra, y Martha
Verduzco (Lola Casarín) hace un decoroso papel como falsa diva de ópera en
decadencia, al resto del reparto no se le oyen las frases completas, o las
emite al ahí se va, más preocupado por atinarle a todas las maromas,
aspavientos y coreografías “epatantes” (¿para qué tanto salvaje ballet de
violaciones, que el texto no establece?), a las cuales lo obliga el director.
¡Qué pedantes son los
directores de teatro! ¡Si presumen de filósofos, que escriban mamotretos sobre
Hegel, para que se pudran pacíficamente en las bodegas, y dejen de fastidiar
las humildes tablas de la escena! ¿Qué caso tenía poner la cultísima música de
Silvestre Revueltas, compuesta para conciertos vanguardistas, en una vecindad
que Sergio Magaña quiso que oyera precisamente swing?
¿Para qué pintarrajear a
lo punk a las pobres lavanderas
mexicanas de 1944, si su función de “coro griego” estaba pensada por el autor
no como evidencia, ni menos como desaforado efectismo, sino como metáfora
subliminal? ¿Para qué tener a oscuras toda la escena todo el tiempo, aun cuando
los personajes dicen que están lavando ropa a las 9.30 de la mañana, como no
sea para cansar e irritar la vista de los pobres espectadores, siempre escasos,
aburridos, confusos?
¿Para qué hacer un
tenebroso montaje en blanco y negro, si todos esos personajes vivían a color y
ya habían visto a colores Blanca Nieves
y Lo que el viento se llevó? ¡Para
intelectualizar la obra! ¡Para hacerla más ritual, y universitaria y
conacultesca! ¡Qué humildes, razonables y sencillos resultan los matemáticos y
los metafísicos, comparados con un efectista director de teatro! Y esos chistes
privados, como nombrar como gran autor de ópera a un Ignacio Toscano (autoridad
del INBA) que no aparece en el texto, sino como Ignacio Romero... ¿Por qué el
señor Germán Castillo no se limita a hacer sus chistes privados en su casa?
¿Ese chiste, se dirige al espectador o es un gracejo a las autoridades? ¿De
veras, así, los directores “mejoran” el texto? ¡No ayuden tanto al autor,
compadres!
En 1951 (aunque la obra
fue escrita mucho antes), Sergio Magaña anticipa en Los signos del zodiaco la literatura de los siguientes lustros: La región más transparente, Los hijos de
Sánchez, José Trigo y hasta De
perfil. Su lenguaje coloquial es admirablemente efectivo, natural, y su
vitriólica sátira de la clase media baja no ha tenido parangón. (Carballido se
ha dedicado a recontar lo mismo de Magaña, pero con remilguitos y folklorismos,
como una tía muy atorrante.) Acaso Segio Magaña fue el primero que nos indujo
al vicio, ya incorregible, de una literatura mexicana actual de puros
clasemedieros que trata de puras burlas y berrinches contra el clasemedierismo.
El desamparo femenino, la
prostitución infantil, los encierros de la miseria, el alcohol y la lujuria;
los fracasos de toda esa gente por ser de veras “clase media”, el ambiente
venenoso de seres empantanados en un no-destino, en una no-salida... ¡hasta la
utopía, que ahora aparece con sarcasmo involuntario, de un posible redentor,
nomás porque es galán y comunista!
Se ha acusado al teatro
mexicano de jamás tener algo de literatura. No es el caso de las obras de
Sergio Magaña.
* Sergio Magaña: Los signos del
zodiaco, México, Colección Teatro Mexicano, 1953. Puesta en escena de
Germán Castillo en el Teatro Jiménez Rueda, INBA, 1997. Cf. Salvador Novo: La vida en México en el periodo presidencial
de Miguel Alemán; La Vida
en México en el periodo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines.
1 comentario:
Cuánto hace que no se escribía una crítica teatral con este vigor? Pero no sólo, además el conocimiento y la exposicion. Esplendido, ese Pepe.
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