martes, 1 de mayo de 2018

VICTOR HUGO

VÍCTOR HUGO: EL EMPERADOR DE LA BARBA FLORIDA
Por José Joaquín Blanco


En El principio poético, Edgar Allan Poe estatuye que no hay tal cosa como el “poema largo”, expresión que considera una flagrante contradicción de términos, pues la intensidad que requiere la poesía no puede durar mucho tiempo.
         Sus primeros lectores debieron haberse muerto de risa: para empezar, sí han existido en todas las literaturas poemas enormes, de Homero y Virgilio, pasando por Dante y Milton, a Goethe y Lord Byron; además, nunca se le ha exigido a la poesía una invariable incandescencia: existen ritmos, como en una sinfonía, no todo es crescendo; finalmente, la poesía jamás se ha dedicado exclusivamente a las sensaciones intensas: hay poemas descriptivos, filosóficos, épicos, cómicos, con una enorme variedad de recursos y objetivos.
         Pero a Charles Baudelaire se le ocurrió tomar en serio la ocurrencia de Poe. Su estética, a diferencia de la Poe (cuyos poemas, aunque breves, no siempre son muy intensos), sí exigía la concentración. E impuso el modelo moderno del breve poema sin desperdicio emotivo ni verbal. Sólo que su condena del poema largo no impidió que Víctor Hugo, Walt Whitman, Longfellow, Verlaine, Rimbaud, Lautréaumont, Browning, Tennyson, Swinburne, Wilde, Rubén Darío, Amado Nervo, Tablada, Yeats, Rilke, Claudel, Valéry, Eliot, Pound, Auden, Huidobro, Gerardo Diego, Cernuda, Pellicer, Neruda, Paz, Sabines, Ginsberg, escribieran poemas larguísimos. Quizás nunca el poema largo haya gozado de mayor salud que después de ser declarado extinto por Poe y por Baudelaire.
         Baudelaire y Gautier, con todos los simbolistas, declararon también difunta la monstruosidad o “anomalía” artística de la poesía épica. La poesía moderna debía alejarse de los grandes temas, y concentrarse en matices y esencias. No acababan de pronunciar su dictamen cuando se vieron contradichos por La leyenda de los siglos (1859-1883), de Víctor Hugo, que ambos se apresuraron a celebrar con profunda admiración y habremos de suponer que con objeciones también enormes.
         Casi todos los poetas simbolistas reaccionaron contra Víctor Hugo, en quien reconocían a uno de sus fundadores. La abundancia, la desmesura, la oratoria, la ampulosidad, la exageración, la indiscriminada variedad de asuntos, el aliento cívico; las libertades, los prosaísmos y el desparpajo artísticos; la autopromoción del ego poderoso, la convocatoria a la popularidad los escandalizaban. Pero siempre existieron puntos de unión. Víctor Hugo ofrecía, en su poesía voluminosa, muchísimos versos, estrofas, poemas enteros capaces de competir con éxito en rigor, imaginación, música, novedad y belleza con los de sus insubordinados y exigentes discípulos. No se le podía dejar de admirar. Fueron celebrados por todos los bandos libros como Odas y baladas, Las orientales, Hojas de otoño, Los castigos, Las contemplaciones, El arte de ser abuelo, etc.
         Pero sobre todo había instaurado un mito del poeta como vidente, como esotérico ser sumergido en los enigmas, que duraría hasta el surrealismo. Baudelaire y Rimbaud no querían ser profetas del Antiguo Testamento como Hugo, sino oráculos delirantes de los misterios de Delfos, pero compartían la estética del vidente. Mallarmé hablaba de dar “un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Paul Claudel, el reaccionario, admiró en algunos poemas del ultraliberal Hugo, como Dios y El fin de Satán, esta potencia religiosa.
         Interrogado sobre quién era el mejor poeta francés, André Gide tuvo que responder: “Victor Hugo, hélas...!” “Víctor Hugo, ¡por desgracia...!”. Esa frase se ha aplicado también a Whitman y a Neruda. Hugo escribió un cuarto de millón de versos —cuatro grandes tomos de hasta 1,500 páginas cada uno, en letra pequeña, según la edición de Bouquins (Ed. Robert Lafont, París, 1985)—, en los que puede encontrarse (como de hecho, en cualquier clásico voluminoso) material para justificar casi toda objeción, y espigar momentos y textos abundantes de calidad extraordinaria.
         Curiosamente, ha tenido mala suerte editorial en castellano. Hay pocas traducciones de su poesía —viejísimas, descuidadas—, lo que es extraño, pues no se trata de textos más difíciles de traducir en verso libre que los de otros poetas franceses, y sí de poemas nada crípticos que generosamente ofrecen en otra lengua, a pesar de perder la música, la mayor parte de sus asuntos, ideas y fábulas, y muchas imágenes.
         En todas las publicaciones periódicas de lengua española del siglo pasado y principios de éste abundaron versiones “poéticas” de Hugo, en metro y rima, que con frecuencia no hacían justicia ni a la música ni a los asuntos, fábulas e imágenes del original. Y se trataba de poemas sueltos. Pocas veces se dio al público un libro completo, o una antología suficiente de la poesía de Víctor Hugo en castellano. Lo que acaso no fuera una enorme tragedia en aquellos años en que los lectores literarios conocían bastante francés. Dirían: “¿Para qué traducirlo? En verso libre, se pierde la música; en metro y rima, ¿quién se atreve?”. Víctor Hugo fue la mayor influencia francesa en la poesía hispanoamericana durante toda la segunda mitad del siglo XIX, y lo conocemos mucho a través de sus discípulos modernistas, como Díaz Mirón, Darío, Nervo o el primer Tablada. Sus novelas siguen vendiéndose bien en todas las lenguas, y han dado lugar a varias películas. Ahora lo tenemos también en los dibujos animados de Walt Disney.
         Han aparecido recientes traducciones de partes de La leyenda de los siglos: la de J. M. Losada Goya (Editorial Cátedra, Madrid, 1994), que sigo en esta nota, y la de Mercedes Tricás Preckler (Ed. Bosch, Barcelona, 1987), que permiten reconsiderar ese enorme poema épico-metafísico. Lo primero que viene a la mente es su analogía con El anillo del Nibelungo, de Wagner: vastas mitologías proféticas y arbitrarias, que siguen conmoviendo aun cuando la verdad mítica en la que creían sus autores, y muchos de sus contemporáneos, no pueda ser compartida en nuestra época. Incluso cuando acierta, como en sus célebres profecías —Julio Verne con una lira— del trasatlántico y del avión o del zepelín, lo hace de un modo ajeno a la historia real: el progreso técnico no elevó al hombre moralmente como sus textos de ciencia-poesía, o de “poesía de anticipación”, señalaban (“las previsiones de Newton montadas sobre la oda de Píndaro”, dice en “El siglo veinte”).
         Víctor Hugo escribió esta historia universal en verso creyendo en tales profecías: un tremendo canto al progreso y a la liberación de la humanidad, desde el Génesis hasta los revolucionarios de su época y la civilización industrial, pasando por las culturas antiguas y por las orientales, completamente convencido de su papel de vidente. En parte, lo sigue siendo, pero ya no como un mensaje unitario y deliberado, sino como cantor de ciertos mitos y episodios particulares, que no pierden su grandeza ni con el paso del tiempo ni con el traslado a otro idioma, y justifican para el lector actual el enorme prestigio poético que tuvo durante tanto tiempo en medio mundo.
         Por necesidad dramática, para crear la lucha de antagonistas, más que por un maniqueísmo moral, Hugo enfrenta a sus amados oprimidos (que van desde los gigantes, los titanes, los esclavos, los débiles, los pobres, los “miserables”) contra los opresores que son tanto los dioses del Olimpo como los tiranos, en un impulso mesiánico que caprichosamente recoge y mezcla aspectos de las religiones más variadas, de la Biblia y Pitágoras al espiritismo.
         Las sorpresas son frecuentes y mayúsculas: Caín y el diablo, por ejemplo, en su condición de oprimidos por Dios, reciben el trato más solidario que se pudiera imaginar, en tanto que la Edad Media, época especialmente amada por el temperamento romántico de Hugo, recibe una celebración poco afín al progresismo del siglo XIX, que sólo veía en ella  una cueva tenebrosa. Se canta indistintamente a Dios y al demonio, al progreso y a la Edad Media, al primitivismo y a la civilización. Pero buscar doctrina congruente en este fresco monumental, como pedírsela a la tetralogía de Wagner, sería la mejor manera de perderse la riqueza de esta obra; es posible, en cambio, leerla como una fábula totalizadora, dueña de un impulso infatigable y de muchos momentos luminosos. Algunos aspectos fundamentales:
         * La fuerza erótica. La celebración de Eva, de la carne de la mujer como limo de la tierra, arcilla amasada por Dios: “Barro en el que se ven los dedos del divino estatuario... Fango augusto que pide el beso y el corazón... Estrechar esa belleza es creer que a Dios se abraza”. El erotismo elevado al rango de energía sagrada.
         * La “simpatía por el diablo”. Caín huye de la mirada de Dios, llega al fin del mundo, construye altas ciudades para ocultarse, debe encerrarse en una tumba adonde el ojo de Dios también lo sigue, y el lector se solidariza con ese sufridor, con ese moridor absoluto. En un texto canta los dolores del diablo: “Satanás, ese cazador furtivo del bosque de Dios”; en otro, Dios confiesa al final que no odia tanto al demonio. El mal sólo es rechazado en cuanto opresor, de otra manera: “El mal estaba ligado al bien/ Como están dos vértebras ligadas entre sí”.
         * El gran poema “Boz dormido”, uno de los mejores de todo su siglo, canta el idilio entre un octogenario y una jovencita con una sencillez deslumbrante (“Este anciano poseía campos de trigo y cebada;/ Aunque era rico sentía inclinación por la justicia./ No había nada de fango en el agua de su molino;/ No había nada de infierno en el fuego de su forja”. Duerme en la tienda de la tribu, cerca de la muchacha que él aún no sabe que amará, y sueña que a su alta edad ha de tener descendencia; se despierta: “¿Cómo es que una raza llegará a nacer de mí?/ ¿Acaso podría ser que yo ahora tuviera hijos?/ Porque cuando el hombre es joven tiene mañanas triunfales;/ La luz sale de la noche como una gran victoria;/ Pero un anciano se estremece como abedul en invierno;/ Yo soy viudo y estoy solo, y sobre mí cae la tarde...”
         Vuelve el anciano a dormir, la madrugada se llena de olores nupciales y oscuros vuelos de ángeles: “era la hora tranquila en que los leones van a beber”. Rut, la segadora de trigo, despierta, mira la luna creciente en el cielo estrellado y se pregunta: “Inmóvil, abriendo a medias los ojos bajo sus velos,/ Qué Dios, qué segador del estío eterno,/ Yéndose, habría tirado con negligencia/ Aquella hoz de oro en el campo de las estrellas.”
         * El cantor de hogar. El futuro poeta del arte de ser abuelo celebra en una estampa del Cid el sencillo amor filial. Llega un jeque que ha conocido al Cid en toda su gloria, y lo ve, como peón, bañando a un caballo. En la casa de su padre el Cid sólo es el buen muchacho Rodrigo.
         * La crueldad, el efectismo truculento. Más famoso como impugnador de tiranos y liberador de oprimidos, como cantor de la vida fresca y recta, Víctor Hugo tiene sus Las flores del mal, sus Cuentos extraordinarios. Su sensibilidad abarcó el culto al horror de sus sucesores. En “El sultán Mourad”, compendio imaginario de tiranos, en el que Hugo reúne los mayores crímenes de varios siglos de sultanes, hay dos anécdotas.  Una casi borgiana, propia de la Historia universal de la infamia: Su tributario el boyardo Vlad se rebela, asalta la embajada, mata a todos los funcionarios turcos y los deja empalados al borde de un camino. Mourad invade Tarvis, el reino de aquél, lo incendia, hace veinte mil cautivos y los empareda vivos en las murallas, sobre las que escribe un letrero: “De Mourad, picapedrero, a Vlad, plantador de estacas”.
         La otra es el encuentro del tirano más poderoso del mundo con un “impuro” cerdo a medio sacrificar: el pescuezo acuchillado, desangrándose, lleno de moscas, bajo el sol ardiente. La única piedad que se le conoció al sultán Mourad fue esta: “Mourad inclinó su frente hacia la bestia leprosa,/ Y la empujó con el pie a la sombra del camino,/ Y, con aquel gesto altanero y sobrehumano/ Con que ahuyentaba a los reyes, Mourad espantó a las moscas...”
         * El medievalista, o “emperador de la barba florida”, como lo llama Darío. Recoge los cantares de gesta, los romances, las crónicas, las historias de reyes y caballeros de toda Europa —el auge folklorizante del romanticismo descubrió e hizo circular muchísima literatura medieval a lo largo de todo el siglo XIX—, para cantar (con elementos primitivistas de esos textos) a los “caballeros errantes”, o andantes, de la Cristiandad; su civilización elemental de hombres rudos, de héroes morales a caballo que han de defender altos principios con la espada (y si no hay espada, con piedras, como Roldán al final de “El pequeño rey de Galicia”). Sus escenarios provienen también del medievalismo de Walter Scott, se aproximan al “terror gótico” (la sala de los caballeros fantasmagóricos de “Eviradnus” es casi Poe) y se encaminan al Parsifal de Wagner. La imitación de la rudeza medieval lo hizo modelo estilístico de los simbolistas, como en el verso “La tierra bebe la sangre mejor que un fauno su vino”, que Rimbaud y Mallarmé imitaron.
         Desde luego, La leyenda de los siglos no es El cantar de Roldán, sino un conjunto de novelas en verso (a veces, más de mil alejandrinos por texto) del autor de El jorobado de Nuestra Señora.  Hay primitivismo artificioso, exotismo, idealización romántica, incluso melodrama; también fábulas emocionantes y bien tramadas cuyos versos tienen la soltura y la rapidez de la prosa, y corren como agua. Sólo a los nuevos versificadores exigentes (Gautier, Baudelaire) aburrían las tiradas de versos de Hugo; los lectores las amaban. La primera edición de La leyenda de los siglos, de 6 mil ejemplares, se agotó en meses, como si fuera novela.






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