SUEÑO DE UNA TARDE EN LA ZONA ROSA
Vicente Leñero fue uno de los primeros cronistas de la Zona Rosa;
recuerdo que criticaba ácidamente, aunque bromeando, su tufillo de falsa
cultura cosmopolita.
No sé de dónde le salió lo de rosa,
aunque se trataba de un color patriótico en los años sesenta. Dolores del Río
comandaba un grupo filantrópico, llamado “Rosa Mexicano”, en la ANDA. Los
críticos de arte discutían si el rosa encendido que abundaba en las artesanías
era tradición popular, incluso indígena, o invención de Tamayo: el “Rosa
Tamayo”. (¡Qué humilde sonaba ya entonces la egolatría de Diego Rivera, frente
a las de Tamayo y Cuevas!) Desde el principio proliferaron en la radio, la
prensa y la televisión los chistes sobre su rosado carácter: que aludía a una
zona casi roja, o a una zona homosexual.
Yo la caminé desde
pequeño: asistía con mucha frecuencia, y en vacaciones casi a diario, a la
Biblioteca Benjamín Franklin (de la embajada norteamericana), en Londres y
Niza, que brindaba un excelente servicio; en la sección infantil incluso
regalaban libretas y cajitas de lápices de colores a los niños que escribieran
un resumen de algún libro sobre la historia y los próceres de los Estados
Unidos (ahí me enteré de las aventuras eléctricas del propio Franklin, el Cara
de Hartos Dólares, con su papalote). Ofrecía cine gratis (documentales
naturistas, que ahora definiríamos como ecológicos) una o dos veces por semana.
También la cruzaba a pie
desde la Colonia Roma, donde vivía, rumbo a la Cuauhtémoc, donde trabajaba mi
madre. Era realmente preciosa. Mucha moda, mucha beautiful people. Todavía conservaba buena parte de sus
impresionantes casonas europeas de principios de siglo. Estaba llena de
aparadores deslumbrantes y de turistas rubicundos y sonrientes, lo que le daba
cierto resplandor diurno. Galerías de arte, boutiques,
mexican curios, antigüedades;
hoteles, centros nocturnos y restoranes de lujo; agencias turísticas, tiendas
de discos importados y hasta de filatelia; academias de idiomas y de modelaje.
Y se podía caminar con
tranquilidad (todavía no llegaba el metro, ni con él la muchedumbre de
muchachos de barrios pobres). Era uno de los escasos sitios donde cualquiera se
permitía andar, impunemente, vestido de hippie,
o con ultra-minifalda y hot pants, o
con atildada melena Beatle y pantalones ajustados, acinturados, destacando las
nalgas y el paquete, y de colores extravagantes, lo que provocaba insultos,
golpes y aun detención policiaca en el resto de la ciudad.
Hasta contaba con un tipo
especial de policías, bañaditos y amables como en un folleto turístico, dizque
bilingües, encargados de proteger e informar al turismo. Ahí ocurrieron, a
mediados de los años setenta, los tres o cuatro casos mexicanos de la moda
mundial de los streakers o locos
encuerados. De repente un muchacho se desnudaba, digamos en la calle de
Hamburgo, y echaba a correr una o dos cuadras entre los transeúntes, nomás para
asombrarlos. Había gente que le aplaudía. Con sólo cruzar Insurgentes se
ganaban ciertas libertades: la Zona Rosa.
Desde luego que este sitio
de impunidad moderna, de invitación a la libertad en las costumbres, como para
sentirse en mitad de una película (mexicana) sobre París o San Francisco,
establecido en función de los turistas, pronto fue aprovechado por muchachos
nativos de toda clase.
Las meseras de Sanborns se
indignaban ante tantos estudiantes pobretones, disfrazados de juniors, que se quedaban las horas
frente a una simple taza de café, discutiendo de cine “de arte” (la reseña) o
de los extraterrestres (todo mundo leía El
retorno de los brujos), y a veces hasta se escapaban, como rumbo al baño,
sin pagar. O se pasaban eternidades maltratando las revistas extranjeras. O de
plano se las robaban.
Con un poco más de dinero
se podía ir al Toulouse o al Carmel, donde uno se codeaba con artistas e
intelectuales, de esos que aparecían en la tele discutiendo un happening (con los locutores Paco
Malgesto o El Bachiller Gálvez y
Fuentes), y ya Europa hasta nos quedaba chica.
Como ahora en la Condesa,
casi todos los días alguien andaba filmando por ahí un corto o una película, y
los chamacos colados ensoñábamos la suerte de salir azarosamente de extras,
caminando con aire interesante en segundo plano, detrás de una Julissa o de una
Tere Velázquez. Seguíamos caminando con tal aire interesante, aunque la cámara
cinematográfica nos fuese siempre esquiva.
La Zona Rosa se tenía bien
ganada su fama de snob. Lo de
homosexual, en cambio, parecía algo exagerado. Ciertamente resultaba menos
peligroso (tanto frente a la policía como frente a la cólera de los transeúntes
bien pensantes) intentar ligues en sus bonitas calles que en cualquier otra
parte, pero también más difícil. Se diría que el prestigio de la Zona Rosa
transfiguraba a los ligadores, los extendía como pavorreales, los espigaba como
garzas desdeñosas, de modo que era más lo que pretendían lucir que ligar. Puras
miradas despectivas de supuestos guapísimos, que se repelían entre sí. La
calidad de la ropa, la moda, el chic
contaban mucho, como en una pasarela interminable el aire libre. Aburría la
Zona Rosa, pero ahí me pasaba las tardes.
Me dicen que hubo cafés y
bares de gran tolerancia homosexual en los años sesenta. No me lo creo. Ni en
la Zona Rosa los mexicanos éramos tan
libres. (De hecho, cierto cabaret heterosexual que se pasó de la raya fue
clausurado en medio de un escándalo, casi linchamiento, nacional.) Cuando leí,
hacia 1970, Safari en la Zona Rosa,
de Gonzalo Martré, novela a la que se consideró en clave, supuse que exageraba.
Había mesas atrevidas en
Sanborns, en el Toulouse, en el Carmel, pero siempre minoritarias, y por lo
demás los propios meseros y los escasos (y desarmados) guardias de los
establecimientos imponían perfectamente el orden. Un orden que nadie quería
quebrantar: no se destruye el propio pesebre. El forastero que se asomara no
descubriría disolutos, sino puros catrines mamones.
Cuando apareció, ya en la
segunda mitad de los años setenta, un bar inconcebible, El 9, guardó en un principio fidelidad a esta atmósfera casi
modesta y pacata. Cerraba a medianoche, no se podía bailar ni abrazar a nadie;
puras mesas de conversadores relamidos y aullantes; su mayor atractivo: caminar
entre ellas, vaso o copa en una mano, cigarrillo en la otra, como en un coctel,
buscando menos el ligue que el lucimiento del porte o de la ropa:
—Pues este viernes me voy
a Frisco.
—Acabo de regresar de
Miami.
Corrían varios chistes:
que todos los dandis altivos del 9 eran puros mozos de hotel disfrazados de príncipes,
lo que en efecto ocurría; y que, después de gastar en desdeñarse mutuamente más
dinero del que podían, competían a la salida, en las paradas de pesero en
Reforma o Insurgentes, por ligar a los astrosos albañiles retrasados. (No tan
albañiles, me dice la memoria, sino meseros, mozos, lavaplatos y garroteros de
restoranes.)
Este último chiste se
convirtió en toda una institución cuando, años después, se estableció detrás de
Bellas Artes una cervecería paupérrima, que daba servicio toda la madrugada. En
cuanto cerraba El 9, el tropel de pavorreales olvidaba su altivez y corría a
confundirse con los albañiles. Le decían el Garrakech,
porque se trataba de un Marrakesh (un cabaret entonces famoso) de pura garra o
harapo. Juan Carlos Bautista escribió unos poemas al respecto. Recuerdo alguno
en que compara su largo mingitorio con un abigarrado bebedero de potrero. Olía
y se veía peor. ¿Con qué relacionaba el poeta los prolongados hocicos de los potros? Descífrenlo,
semióticos.
—¡Ufff: ahí va pura gata!
—decía una loca “ibero”, quien nunca
dejaba de concurrir.
El ascenso del 9, de un
barecito casi café, modosito y pacato, al antrazo elegante que llegaría a
asombrar y a escandalizar a medio mundo, se debió al incremento intensivo de la
corrupción policiaca durante el gobierno del “general” Arturo Durazo; digo, del
presidente López Portillo.
Resultó que, de pronto, el
bar abría hasta las tres, cinco, siete, ¡nueve! de la mañana; que llegó la
música disco, y se pudo bailar entre
hombres, abrazarse, besarse, fajar; que nunca, ni en lunes, cabía un alfiler, y
hasta se formaba una larga y morosa cola a la entrada, sobre la calle de
Londres. Pálidos de envidia, los jotos viejos asistían a los privilegios de la
nueva generación.
Nada de eso era “legal”,
ni podía serlo con las leyes, prácticas y reglamentos todavía uruchurtianos de
entonces. Se definía como “ofensas a la moral”, “escándalos en lugar público” y
“atentados al pudor” a lo que al inspector o al policía buenamente se les
ocurriese. Solían efectuarse razzias y redadas de “gente inmoral” hasta en
domicilios particulares, en fiestas de diez o doce amigos. De hecho, incluso la
música disco estaba prohibida, pues
se exigía, por un privilegio del Sindicato de Músicos (la era de Venus Rey),
que todo bar ofreciera exclusivamente música en vivo, aunque fuese un
melcochoso órgano Yamaha. Mucho menos era “legal” que hombres bailaran con
hombres, desfilaran las vestidas
llenas de oropeles, y todo mundo saliera hasta atrás, joteando y gritando
“¡siiiiiiií!” en plena luz del día.
Se pagaba ese subterráneo
permiso policiaco en el cóver. Otros bares que intentaron imitar al 9, sin
semejante protección, no sólo sufrieron intempestivas, sino terribles
clausuras: llegaba la policía y cargaba con todos los clientes, a quienes
extorsionaba y vejaba uno por uno en la delegación.
No bien había logrado El 9
su clientela frívola y bullanguera de homosexuales “tipo San Francisco”,
quienes ya, para evitarnos lo de joto, marica y puto, nos definíamos como gays (término poco usado en los
sesentas: se echaba mano de los arcaicos eufemismos “ser de ambiente” o “de
onda”), siempre humilde y agradecidamente conformes con unos cuantos tragos y
una festejada de música disco (Donna
Summer, Gloria Gaynor, Alicia Bridges), cuando de manera súbita y agresiva la
vio relegada y desplazada por otra más dispersa y moderna: la droga.
El éxito de las drogas,
especialmente de la cocaína, fue repentino y arrollador. De pronto el bar
rebosaba de misteriosos y draculescos bi- poli- hetero- o asexuales y no se
hacían esperar los pleitos, que ya difícilmente podían controlar los guardias y
meseros. Se volvió peligroso, menos por las drogas en sí que por toda su
erizada trama de capos, conectes, ganchos, espías, agentes, delatores,
cobradores. Ocurrió un escándalo de nota roja en la sucursal del 9 en Acapulco.
No recuerdo que antes de ello se esculcase ni manosease a los clientes a la
entrada de los bares dizque elegantes.
Aunque El 9 duró varios
años más, ya nunca (ni siquiera la propia Zona Rosa) volvió a reunir a la nata
del reventón homosexual capitalino, sino a una concurrencia extraña,
heterogénea, convocada por otros apetitos, más riesgosos y ariscos. Uno les
creía ver cara de judiciales o de freaks
a demasiados parroquianos. Esta impresión se extendió a todo el rumbo. Pareció
más peligroso parrandear en El 9 que en la Candelaria de los Patos: el mayor
encanto de la Zona Rosa, su relativa impunidad, se había hecho añicos.
Aparecieron por ese
tiempo, en varias colonias, otros bares con semejante o mayor protección
policiaca. Hasta se decía que los jefes policiacos habían tomado por su cuenta
el negocio gay, y eran los propios
dueños, casi lenones. Por el contrario, Luis González de Alba se permitió un
desplante asombroso: establecer legalmente
dos bares gay, aunque en ellos,
ilegalmente, se prohibiera la entrada a mujeres (como si los gays no tuvieran amigas) y a los
catrines que olieran a loción y no calzaran botas de piel de víbora. Si alguien
traía un arete, de esos que ahora lucen hasta los boxeadores y en el ombligo, o
se había decorado con una pizca de rímel, se llamaba a gritos a los bomberos.
Los clientes debían firmar, a la entrada, en un librote, su aceptación de un
decálogo de buena conducta (v. gr.:
nada de drogas, mariconeos —todos bien jotos, pero machísimos— ni de
violencia). A media tarde funcionaban también como “centros culturales” o
bibliotecas, para cultivar a los gays...
con los propios libros de González de Alba. “¿De veras se cultiva uno con
semejante cosa?”, se preguntaría alguno.
Una noche un mesero de El
Taller me obligó a apagar mi cigarrillo: “Es el día internacional de no fumar”,
me aseveró, como en un convento, y me señaló un rótulo beato pegado a la pared.
¡Ah, que de todo se dan manías en este mundo, hasta de Madre Superiora! Sólo
que en los conventos no cobran cóver ni precios tan altos. Me largué mentando
madres y preferí seguir fiel a los menos quisquillosos bares ilegales.
Lo curioso de aquella nata
gay del 9, de mediados de los años
setenta, era su inocencia casi provinciana, con presunciones de gran modernidad
neoyorkina o de Miami y San Francisco. No había sida, claro; ni existía mayor
terror para un homosexual trasnochador que el apañón policiaco, el cual a la
distancia aparece también casi inocente y provinciano, pues no se trataba de
secuestros brutales, prolongados y con alto riesgo de muerte, a la manera
actual, sino de extorsiones relativamente módicas (de 200 a 300 pesos, casi nunca
más de unos 20 dólares), comunes y corrientes —las más de las veces—, como las
que también sufrían los novios a quienes se pescaba haciendo el amor en un
coche.
En el peor de los casos,
los agentes lo traían a uno dando vueltas por la ciudad, en una patrulla o en
un automóvil sin placas, hasta despojarlo de cuanto llevara encima, u obligarlo
a ir a buscar dinero (se conformaban entonces con unos 500 pesos) a alguna casa
de familiares o amigos, bajo la amenaza de consignarlo a la delegación y delatarlo
con su familia.
Formábamos grupos de ayuda
mutua: se trataba de acudir a un amigo para pagar la multa o mordida, en vez de
verse obligado a telefonear a la madre o a la esposa (años en los que la gran
mayoría de los homosexuales se casaba, para cubrir las apariencias) en plena
madrugada: “Venme a sacar del bote; me tienen detenido por puto”.
La movilización de muchos
activistas gay acabó con esa rutina
policiaca a principios de los años ochenta; se ordenó efectuar las clausuras de
los antros sin cargar en bola con los clientes. Creo probable que uno de los
éxitos capitalinos de la Comisión de Derechos Humanos haya sido reducir el
espacio de maniobra policiaco “formal” contra los gays, aunque los abusos policiacos informales se hayan incrementado
y agravado.
Algún amigo mío, bigotón
por más señas, quien entonces me quería y luego me desquiso, cayó en una de
aquellas redadas; había sido preso político y contraído en su desventura cierto
extravagante humor en asuntos policiacos, de modo que en plena delegación se
identificó, con la cara dura, cuando lo atraparon por andar en un lugar de puro
joto, como “Pancho Villa”. ¡Y los policías se lo creyeron! Escribió al respecto
una crónica admirable. No voy a incomodar nuestra bonita enemistad con un
elogio; simplemente recordaré su crónica como escrita por “Pancho Villa”, su
súper o alterego, con letras de oro en el congreso. Sospecho que esa crónica
fue fundamental para detener las razzias en los bares gay. (No niego, sin embargo, que se trate del propio prócer Luis
González de Alba.)
Luego, entre algunos
liberacionistas gay se puso de moda
hablar de “comunidad” para referirse a los trasnochadores de los bares. Más que
comunidad parecía un ghetto o una clique, como siempre encabezada y
abanderada por muy afeminados modistos, peluqueros, aspirantes a bailarines y a
actores, empleados de hoteles y agencias turísticas, bastante cercana a las
parodias del Mariconazo a que invariablemente recurren todos los días los
lamentables cómicos de la televisión, a la manera de Luis de Alba, Héctor
Suárez y Ortiz de Pinedo.
No ocurría, desde luego,
que tales oficios congregaran a la mayoría, ni siquiera a buena parte de los
homosexuales, sino que eran los pocos que les permitían parecer y hasta
ostentarse como tales. Se consideraba legítimo en esos años despedir de su
trabajo a un burócrata o a un empleado bancario, mucho más a un maestro o a un
médico, por la mera apariencia, sospecha o rumor de “malas costumbres”. La
enorme mayoría de los homosexuales capitalinos evitaba la Zona Rosa, para que
no los descubriera algún chismoso. Andar de gay
en público exigía mucho coraje... o no tener chamba ni prestigio que perder.
Todo mundo en la ciudad se
agazapaba, salvo los libérrimos peluqueros, modistos, bailarines o “artistas”
en general, quienes gozaban sobreactuando su descaro de locas: “¡Aquí el último buga
murió de parto! ¡Putas putas, pero muy guadalupanas! ¡Me dicen la Virgen y
Mártir: virgen por delante y mártir por detrás!”, eran los chistes de la época.
El ghetto se diversificaría con los
años, gracias al metro.
La inauguración del metro
marca el fin de los sueños de la Zona Rosa. Todo se les ocurrió a sus
diseñadores, hasta esa gran plaza sobre Insurgentes, que soñaron llena de boutiques y de refinados bares al aire
libre, como en la Costa Azul, menos que se les fuera a venir encima toda la
raza. Y se les vino pero fuerte, desde el principio.
La Zona Rosa quedó rápida,
fácil y económicamente conectada por el metro a Pantitlán. La chamacada
desempleada, con un vago aire entre pandillero y estudiantil, fue ocupando los
rumbos exclusivos. Pronto nada, sino tal vez una mayor espesura de muchedumbre
astrosa, distinguía en la noche esos rumbos alguna vez elegantes, de las
turbias calles con cabaretuchos de la Colonia Obrera o de la Doctores. Muchas
tiendas y restoranes huyeron, en estampida, a Polanco. Otros sobreviven, con
menores ambiciones. Cundieron, como en el resto de la ciudad, la basura, los
perros callejeros, los policías, los rateros, el comercio ambulante, los clanes
de mendigos, los “chavos banda” y los “niños de la calle”.
Sus manías snobs se trasladaron a Coyoacán y
recientemente a la Condesa. Sus galas turísticas quedaron desgarradas entre
calles intransitables, sucias, peligrosas. ¿Qué diablos viene a hacer un turista
a la espantosa ciudad de México? Misterio.
Su función de refugio y
centro de reunión homosexuales, en aquellos tiempos modesta y provinciana, fue
recuperada, multiplicada, agigantada por el propio metro. Sus andenes y
pasillos como los vastos ligaderos de la explosión demográfica. Una Zona Rosa
subterránea, masiva, juvenil, desempleada, que usa como protección el precipitado oleaje de la muchedumbre de
pasajeros. Tal vez resulte más eficaz.
En cierto sentido, hasta
la homosexualidad se democratizó o lumpenizó, según se quiera. Recuerdo la nata
del 9 como catrina: de clase media alta, o con ese disfraz: la moda, el
peinado, el aseo personal, los modales y la conversación afectados. Puro
señorito. Todo mundo quería parecerse a Camilo Sesto. O a John Travolta en Fiebre del sábado por la noche. Luego,
sin necesidad de tantas teorías de liberación (¡a veces hasta trotskistas!)
como algunos disparatados predicábamos entre puros modistillos y aspirantes a
“estéticos” o peinadores de lujo (“¡Abolir el paradigma patriarcal
judeocristiano!”), la raza tomó la aventura gay
por su cuenta.
A partir del temblor de
1985, con el caos citadino y el incremento de la corrupción policiaca, se
abrieron antros gay por todas partes,
especialmente en el centro. Antros inconcebibles apenas un lustro antes: con strippers en abundancia, meseros
semidesnudos, trastiendas oscuras para todo tipo de contactos, shows plenamente
sexuales y hasta con la participación del público, subastas de chichifos. El
desmadre en pleno: una “decadencia”, por lo demás, en estricta igualdad de
derechos y circunstancias con los table
dance heterosexuales.
En una sola generación, y
más a causa del desorden gubernamental y de la eficaz corrupción policiaca que
de sesudas teorías de liberación gay,
todo ello impulsado desde luego por los jóvenes de la explosión demográfica, y
teñido de su desempleo, su desencanto y su miseria, se abatieron las murallas
del pudor.
Al sucumbir, las
alambicadas ambiciones de una Zona Rosa refinada parecieron arrastrar en su
derrota el modelo centenario del gay
señorito y relamido que callejoneó por sus rumbos durante los años sesenta y
setenta (toda la ropa bien ajustada, y nada en los bolsillos que estropeara la
figura; para el pañuelo, las llaves, la cartera y los cigarros se llevaba,
colgando de la muñeca, una especie de bolsa de mano o “mariconera”). Y aunque
de vez en cuando se establezca, con diversa fortuna, algún bar exquisito, “de
puto fino”, a la manera antigua, ya es demasiado tarde. Traté no sé ya bien si
de defender o de vilipendiar a esos señoritos en un artículo que resultó muy
ruidoso: “Ojos que da pánico soñar” (Unomásuno,
marzo de 1979), que ahora me parece tan anticuado como el Códice Mendocino.
La principal imagen gay en nuestra ciudad se volvió lo
bronco, la raza, lo “banda”, el vasto mercadeo, la muchedumbre jodidona del
metro Hidalgo. Lo que yo consideraría un avance, si tanta miseria y desolación
no se entremezclara en su novísima y asombrosa libertad.
Los antiguos gays catrines de la Zona Rosa, bien
mirado, desde sus ambulantes clósets entreabiertos, creían en el presente y el
futuro como algo codiciable, y callejoneaban llenos de pequeñas y frívolas,
pero brillantes ilusiones.
Desde luego, a toda la
sociedad capitalina le ocurrió lo mismo.
2 comentarios:
Que crónica más intensa del tiempo. Del pasado y el presente. Quienes lo hemos vivido en sus dos vertientes, nos lleva a la nostalgia del pasado sin la utopía del futuro.
Bravo y gracias por la crónica, por la historia que no viví y por el recuerdo de lo que sí.
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