TAXI DRIVER
Llámenla Deborah. Quién fuera ella. Su volcánico pelucón de estropajo
pelirrojo, más bien colorado, no admite apelativos modestos. Ruletea un
minitaxi, probablemente pirata, en las proximidades del Periférico. Simplemente
adora el Periférico, que “es donde está la acción” en esta parda ciudad de
tarugos y dejados, dice.
Ahí la veo triunfar con imprecaciones
roncas, cascadísimas pero estruendosas, casi gargajientas, capaces de intimidar
–como sus cerrones, sus salidas, sus cruzadas, sus resbaladas, sus encontronazos,
sus enfrenones, sus lleguecitos, sus derrapadas- a los más curtidos cafres del
volante.
Calcúlenle cualquier edad,
entre los cincuenta y los doscientos años. Viene enfundada en pants cafés y
sudadera verde, extra large. De su áureo y añorado oficio de cabaretera
ha rescatado las zapatillas de tiritas metálicas, de las que destacan –firmes
sobre los pedales- unos pulgares gordotes, con uñas pintadas de azul. Y bajo
los aparatosos lentes oscuros –según el rostro que recorta el espejito retrovisor-,
la pasta caliginosa de un maquillaje que restaña las arrugas más profundas y
proliferadas. Carnosos labios artificiales: lirios de colágeno. Otro enfrenón.
Otras retumbantes, coloridas, incandescentes injurias y mentadas que ponen en
fuga desaforada a los automovilistas circunvecinos. Va despejando el espeso
tráfico de las tres de la tarde en la canícula del Periférico. Las patrullas no
se atreven a acercarse.
-No se preocupe, señor.
Orita llegamos. ¡Muévete pendeja, como anoche! –le grita a una anoréxica
profesionista pulcrísima y cara pálida, sin duda feminista, a quien no le quedó
más remedio que abrirle paso con gestos de haberse topado con Satanás.
Avanzamos cien metros. La
salida del Puente de la Morena
está próxima. Adoro a la Big
Mamma que me tocó hoy de taxista. Ella es la Patria : cascada, blindada y
a prueba de espantos. Quién fuera ella. Le gusta aterrorizar, se divierte:
-¡Sólo así entienden estos
tarados! –se disculpa-, no le digo que ahora ya no hay respeto. ¡Nadie respeta
nada! ¡Sólo a huevo te respetan!
Me viene hablando de la
incivilidad del mexicano desde Fuentes Brotantes. Ella se conoce su país, que
no le cuenten babosadas. Disfrutó sus buenos años en el cabaret en épocas de su
general Durazo, me dice. Entonces la gente sí sabía respetar. Había sus transas
y sus muertitos y sus madrazos, igualito que ahora, insiste, pero la gente se
ponía las pilas. O respetaba o respetaba. Sospecho que juega a aterrarme con su
efusiva admiración por los superguaruras; imagino que por la noche llega a su
casa, se desmonta del pelucón y mantiene a sus nietecitos. Inconfundible devota
de san Judas Tadeo. Sin duda se despacha algún reconstituyente ilegal para
ayudarse en la inhóspita jornada de trabajo. Pero se ve en total control de sí
misma. El minitaxi está limpio y en aparentes buenas condiciones. Hay una bolsa
de mandado con verduras debajo de la guantera.
-¡Maneja con los huevos,
no con las nalgas, idiota! –un junior delata un primer impulso de contestar a
la bronca, pero opta por subir precipitadamente su ventanilla, y suda por
escapar entre el congestionamiento. Se tarda pero lo logra. Mi Big Mamma
lo sabe: cuando los chicoteas, todos obedecen. Siempre pueden: cuestión de
chicotearlos. Es difícil precisar si sonríe desde su rostro empastelado y su
mueca permanente de colágeno, como del Guasón de Batman, pero seguramente sabe
que así son estos pollitos: si no los pateas y carrereas, nomás no se mueven.
Deborah respeta mucho a
sus pasajeros, me dice; los protege de la pendejez circundante, los amadrina.
El cliente siempre tiene la razón. Ella ha conocido a todo tipo de clientes.
Que no le cuenten babosadas. Para todo sirve y no se asusta de nada. En sus
buenos años de cabaretera jamás permitía que a sus clientes les sirvieran cubas
adulteradas (“Hasta orines les echaban, nomás por fregar”).
-¿Por dónde quiere que nos
vayamos? –me había preguntado, en cuanto me subí al taxi como hipnotizado por
una aparición-. En Insurgentes está haciendo puras pendejadas López Obrador. En
Patriotismo está haciendo puras pendejadas López Obrador... No, por donde usted
me diga. Al cliente lo que mande.
Pero sin esperar
sugerencia alguna ya había entrado al Periférico, feliz en su entorno, dueña de
su terreno, y claxoneaba y vociferaba a sus anchas. Decidí disfrutar el viaje y
el espectáculo. Era mejor que recorrer la apocalítica ciudad en una patrulla o
en un coche blindado. Todo era seguridad con Big Mamma, digo, con
Deborah. Quién fuera ella. Hasta me hice de la vista gorda al descubrir de
reojo que, mientras me entretenía con los claxonazos, los enfrenones, las
resbaladitas, los encontronazos, las cruzadotas, los cerrones, las saliditas,
los lleguecitos, las derrapadas, las mentadas y los aspavientos, el taxímetro
avanzaba con una velocidad supersónica.
-¿Y nunca se mete en
problemas, Deborah?
Atronó su carcajada
cascadísima, casi gargajienta. Vi oscilar su estropajosa peluca colorada.
Tornasolaron sus lentes oscuros. Refulgieron sobre los pedales las uñas azules
de sus pulgares gordísimos.
Supe que no era tan mala solución –a tal
hora, entre tal gente y tal tráfico, en el Periférico- asumirse uno mismo como
el problema de los demás. Allá ellos. Yo qué, yo voy con Big Mamma. Y
seguir disfrutando del viaje y del espectáculo.
Me dio una tarjeta con su
teléfono. Atiende desde su celular. Es “taxista de confianza”, se definió.
Acaso algo pirata. No estoy tan seguro de poder evitar utilizarla.
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