jueves, 1 de abril de 2021

EL JOVEN ESCRITORIO


EL JOVEN ESCRITORIO



A principios de los años sesenta, creo que en el estado de Tlaxcala existía un municipio llamado Villa de Xiconténcatl o llanamente, como lo denominaron los constructores del ferrocarril, Panzacola. A unos quince kilómetros de la Ciudad de Puebla.

         Ahí se estableció un internado religioso, salesiano, para niños de sexto de primaria y de secundaria. (De cien alumnos acaso alguno llegase a cura.) Yo fui uno de los fundadores del primer día, junto con el reciente Premio Nacional de Ciencias, Eusebio Juaristi, químico, un año mayor que yo. (El narrador tlaxcalteca Alejadro Menenes jugó básket y futbol sobre las canchas que Juaristi y yo ayudamos, con manos ampolladas, a construir).

         El chamaco Eusebio Juaristi era un genio: se ganaba siempre todas las medallas —había medalla para el mejor alumno de cada asignatura—, pero ése no era su mayor prodigio, sino su diplomacia: se trataba de un chico muy crítico, inquieto y travieso que no alarmaba demasiado a los curas. Se las arreglaba para aterrizar más o menos bien.

         Un grado abajo, yo lo imitaba acumulando las mismas medallas, pero sin diplomacia: quedaban en evidencia mi pereza, mi desorden, mi rebeldía ante los deportes y ante ciertos caprichos de las autoridades.

         Yo figuraba como chico aplicado, pero problema; Juaristi era aplicado, y algo emblema. Como nos tratábamos con amistad franca, solíamos reírnos a escondidas de las clasificaciones de los curas.

         Creo que desertamos al mismo tiempo: él tras un destino científico, que había de coronar con el Premio Nacional de Ciencias: yo tras un destino literario, o lo que por literatura pudieran considerarse mis lecturas favoritas de 1965: Amado Nervo, Rubén Darío, Hugo Wast, Rubén Marín, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Junco, los narradores cristeros, el padre español Iraolagoita, quien hacía sermones chistosos y saturados del Concilio Vaticano II (Cristianerías; Evangelio sí, evangelio no); y dos novelas sobre las que derramé el entusiasmo que hubieran merecido Balzac o Stendhal: Una se llamaba Dios hablará esta noche, sobre la pasión religiosa en la adolescencia, por un tal Jean-Marie de Buck; otra, de un cistercense padre Raymond, quien noveló la saga del Císter en Tres monjes rebeldes.

         Tuve entre los muchos profesores alguno que me alentó a escribir: el clérigo, pero todavía no cura, Manuel Quintanar. Para agradarle escribí innumerables poemas y relatos, que solían admitir su generosa aprobación... como primeros intentos. “Ahí la llevas”, me decía.

         Del clero al PRI: tercero de secundaria, en la escuela oficial número 3, “Héroes de Chapultepec”. Ahí andaba Ramón Sosamontes –ahora, creo, delegado en Venustiano Carranza, sosamente predicando el perredismo: se distingue como contabilizador de prostitutas en la Merced.

         Empecé a enviciarme con la costumbre de esperar que al menos alguno de la docena de maestros me admitiera como cómplice de alguna conjura literaria. La guapa maestra Leticia Herrera Cerecer se impresionó poco con mis poemas y con mis cuentos, pero algo más con mis monografías sobre el Cid, el Arcipreste de Hita o El Quijote. Me prestó libros de Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Leñero, Spota, Fuentes, Sergio Fernández... y me lanzó a un concurso juvenil de oratoria, patrocinado de modo tripartita por el PRI, la SEP y el diario El Universal (1966).

         Se trataba de eliminatorias por escuelas, luego por distritos, hasta llegar a la gran final de “toda la estudiosa juventud capitalina” en la Escuela Normal de Rivera de San Cosme. Gané con cierta facilidad en este auditorio con dos discursos, uno de tema libre, preparado —memorizado—, sobre los Niños Héroes; y otro súbito, propuesto por el jurado: “La responsabilidad de la juventud mexicana”.

         Nunca he escuchado ni me he creído tanto los aplausos como ese día. Salí loco, lleno de gloria. Recibí mi primer diploma extraescolar, como orador; mi primer cheque (mil pesos cuando el dólar costaba 12.50), un libro de “Sepan Cuantos” dedicado por la mismísima directora de la Secundaria 3 (Mitología griega del Padre Garibay); y pude lucir mi vera foto, de orador inspirado y enfático, en las páginas interiores de El Universal del mes de octubre de 1966. (Ya no existe el ejemplar real del periódico en los archivos del Universal, sino una borrosa fotocopia que acentúa mis incipientes bigotes).

         Lo grandioso fue que, a partir de entonces, a los quince años, me sentí escritor; y que mi madre dejó de atribularse ante el futuro de miseria de los poetas: Yo podría lograr algo con las letras, dijo; y conté enseguida y hasta su muerte con todo su apoyo.

         Sobra decir que para tal concurso fui concienzudamente entrenado, aconsejado, envuelto en el cariño y la autoridad de la profesora Leticia Herrera Cerecer, ahora (según he visto), autora de muy difundidos libros de texto modernos, novedosos, sobre la enseñanza del español y la literatura.

         Luego, con cierta pedantería, me inscribí en la Preparatoria 1, la histórica: la exigente: San Ildefonso. Harta fue mi consternación, al conocer los resultados del examen del admisión, ante el hecho de que se me admitía con promedio 7.5; ¡yo jamás había bajado en mis escuelas del 9.5!

         En cierta medida el examen estaba mal hecho: recuerdo de que uno de mis “errores” fue clasificar en las pruebas de opción múltiple, a Lizardi como “autor colonial” y no como decían que se debería: “cronista de la Independencia”. Yo había leído El Periquillo Sarniento, de 1813, y no le encontré Grito de Dolores ni Trigarancia alguna. Pura crítica del orden virreinal. El Periquillo era de 1813. ¿Debía ser considerado “independiente” porque Hidalgo “gritó” en 1810? ¿Acaso la realidad de la Independencia no ocurrió hasta 1821, apenas seis años antes de su muerte (1827); seis entre los cincuenta y uno de la vida de El Pensador Mexicano?  Algún día introduciremos a Lizardi, como a fray Servando, en la parte colonial que les corresponde, y no en la demagógica “independiente” de nuestra literatura. ¡Fuera los criterios patrioteros!

         Pero en fin... luego supe que también eran “buenas calificaciones”, con derecho a inscripción, el 6, el 5, el 3.7... Recibí felicitaciones por ese 7.5 que en la secundaria me habría dado terror. Jamás supe el nombre del envidiable prócer que ingresó a San Ildefonso con un 8 perfecto en 1967.

         Nunca me he sentido tan cerca del rigor académico como en la Preparatoria 1, San Ildefonso. Me encontré al menos tres maestros importantes, autores, periodistas, hombres de gran cultura, que consideraban parte fundamental de su magisterio pescar por lo menos un alumno literato. Se llamaban Joaquín Conde, Luis Noyola Vázquez y Arturo Sotomayor.

         Joaquín Conde, filósofo republicano español, quien hizo publicar los textos que yo le llevaba en la revista Estilos, donde salían además traducidos al inglés, pues se trataba de una publicación bilingüe. Era un atinado bromista. A él le debo mi afición, un tanto irónica, por ciertos filósofos asistemáticos, como Unamuno. Detestaba a Ortega y Gasset.

         Algunas tareas —sobre Sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo— me fueron celebradas por el gran lopezvelardista Luis Noyola Vázquez, quien me las hizo publicar, así como mis primeros cuentos, en Letras potosinas (1969), una revista en la que él colaboraba frecuentemente desde su fundación.

         Jamás encontré estímulos semejantes en la Facultad de Filosofía y Letras, salvo mis cursos con la maestra, ahora doctora, Eugenia Revueltas. Y luego el mayor, y el más radical y conflictivo: don Arturo Sotomayor.

         Don Arturo era un viejo muy guapo (unos 55 años, pero ya cano), esbelto, de elegantes trajes. Fumaba en salón sus buenos puros. Era algo teatral y su principal escena consistía en demostrar cómo los adolescentes de 1967 no sabíamos nada de nada, a diferencia de los quinceañeros de su época (los treintas), que escribían poesía y tenían una posición política firme aun imberbes.

         Se trataba de un hombre odiado y admirado. Muchos preparatorianos evitaban sus cursos. Otros los perseguíamos. Él perseguía a quienes lo perseguíamos. Formamos una banda de estudiosos radicales. Queríamos saberlo todo, cambiarlo todo, guiados por él. Era un total utopista: descreía del comunismo, pero confiaba en volver a “las raíces generosas” de la Revolución Mexicana.

         El día que la preparatoria de San Ildefonso fue tomada, en 1968, por el ejército, don Arturo estuvo varias horas muy cerca de las tropas que la rodeaban, alejando del peligro a los desprevenidos estudiantes. Durante los muchos meses de suspensión de clases, nos dio lección en cafés o en su propia casa. Nos decía: “¡No se alboroten, no se expongan, no se crean todos sus sueños: los estudiantes vasconcelistas pagaron muy caro confundir la realidad con los sueños!”

         Un año atrás. El segundo día de clases de 1967, a eso de las ocho de la mañana, yo estaba resplandeciente en un pasillo del segundo piso del primer patio. A través de mi nueva amiga Iris Santacruz, había logrado que el escritor René Avilés Fabila, su hermano, leyera algunos cuentos míos, me los devolviera llenos de correciones ortográficas y gramaticales, y los acompañara generosamente con un ejemplar de su nuevo libro, Los juegos (donde se burlaba de la Mafia de Benítez, Monsiváis, Piazza, Fuentes, Cuevas, etcétera), con una dedicatoria personal muy estimulante.

         Arrimado a un balcón, frente al aula de Sotomayor, esperaba la clase de Historia, hojeando el primer libro que me había sido dedicado por su autor. El maestro llegó, partiendo plaza, con su peinado impecable, su bigotes impecables, su traje inglés, y con un gesto autoritario me mandó mostrarle el libro “que tanto me interesaba” antes de entrar a clase.

         Montó en cólera contra Avilés Fabila, por no se qué partidarismos que hacían de don Arturo un solidario de René Avilés padre, y un inquisidor de René Avilés hijo. Me hizo ponerme en pie en mitad de la clase, y me interrogó, a cañonazos, sobre Cervantes, Esquilo, el Padre Garibay, Eulalia Guzmán, Ignacio Romerovargas Yturbide, el calpulli en el Anáhuac y la aventura de los batanes del Ingenioso Hidalgo.

         Me defendí como pude. Pude poco. Montado en ira jupiterina, Sotomayor maldijo a los jovenzuelos que leían “basura” actual sin conocer a los clásicos. Me retó: si realmente me sentía con vocación de escritor y no andaba luciendo una mera pose, a disertar próximamente en su clase —¡que era sólo de Historia de México!— sobre algunos aspectos de Cervantes, Esquilo, Bernal, Romerovargas Yturbide y Eulalia Guzmán.

         Mi orgullo lastimado me arrojó días enteros a la entonces apacible y fácil Biblioteca Nacional, en  el extemplo de San Agustín de Isabel la Católica. Y mal que bien cumplí sus retos. Escribí largotas tareas; diserté decentemente sobre lo que el maestro quiso.

         Recibí un enorme premio. La decisión de don Arturo de vigilar personalmente, ya más que mis estudios de preparatoriano, mi formación de escritor. Empecé a tomar café con él tres o cuatro veces por semana; a cenar, con él y otros de sus alumnos elegidos de otros grupos, una vez cada quince días en su casa, después de que cada cual leyera sus engendros, y fuesen criticados mordazmente por todos.

         Trató en vano de enseñarme a distinguir con un traguito los buenos vinos. Se preocupó luego por ayudarme a ganar dinero en editoriales y diarios, o en servicios como cuidarle su casa la semana que se iba con su familia a Veracruz. Me impuso la lectura completa de Artemio de Valle-Arizpe. Redacté para él una versión infantil de la novela Astucia, de Luis G. Inclán, que alguno de los Porrúa, quien me la pagó, no llegó a publicar. (Por mucho que me quisiera pasar de listo, se notaban mis 16 años.)

         Clandestinamente, encerrado en casa de don Arturo una semana, para “cuidársela en vacaciones”, leí sus libros: sus poemas del Ángel de los goces, plenos de un modernismo a la manera de Barba Jacob; sus libros de historia de la ciudad de México, que son varios (En especial: México, donde nací; otros ensayos de derecho, historia y especialmente de crónica de la Ciudad de México.)

         A partir de Sotomayor quise cronicar esta ciudad. Le gustaron mis primeras tentativas. Un viernes de septiembre (creo) de 1968, súbitamente, renunció a su conferencia semanal sobre la historia de la ciudad en el Museo de la Ciudad de México, y me hizo ocupar su lugar, en el patio, frente a unas doscientas personas: bajo su protección (“Mi dilecto discípulo JJB”). Leí mis primeras torpezas de cronista. Mi rollote heroico sobre la Gran Tenochtitlán se publicó en mimeógrafo, dentro del tomo de su curso. Luego he fatigado, durante más de dos décadas, la “crónica urbana”. Se trata, en buena medida, de una mera prolongación de la exaltación de cronista de aquel día...

         Sospecho que mi larga (y ya concluida definitivamente) tarea de cronista capitalino, fue una manera de agradecer su inspiración y su ayuda. Ganas de agradar a don Arturo. Le gustaban un poco mis cosas: “Pero no es eso lo que espero de ti”.

         Sin embargo, también me daba por la poesía. Había asistido unos meses a los irregulares “talleres” de Juan José Arreola en la Casa del Lago (los jueves —algunos: Arreola faltaba mucho— a las 5 de la tarde, 1967). Arreola me hizo leer a Borges, a Renan, a Papini, a Kafka, a no sé cuántos autores más. Me indujo por dos años la superstición del texto brevísimo y extravagante, de perfecta filología, que no superara las dos cuartillas. De modo que tuve de pronto un manojo de “prosas poéticas”,  dócilmente escritas para el taller de Arreola, que el buen René Avilés Fabila acogió en su serie “Cuadernos de la Juventud” (INJM): mi primer libro... que desde luego dediqué a don Arturo. Lo llamé Otra vez la playa (1970). “Está bonito, pero no es lo que espero de ti”.

         Entonces todo empezó a quebrarse. Don Arturo era un hombre de ideas duras y apasionadas, e intolerante ante los “vicios” que había combatido toda su vida. Uno de ellos era, desde luego, la homosexualidad. Algo me sospechó al respecto. Excediéndose en su papel de padre moral, trató con todas sus artimañas de librarme de ese abismo en el que yo todavía no caía “del todo”, ¡pero me moría por caer!

         Caí. Me enamoré. Formé pareja homosexual. Me interesé por lo que me ayudara a vivir entre libros de autores homosexuales. Descubrí y veneré a Gide. Tuve que poner distancias entre ese maestro querido, pero erigido en juez inconmovible, y mi joven vida de dieciocho años que, ni modo, se encaminaba por las sendas que don Arturo detestaba... Me le hice el escurridizo. Sin duda le causé alguna desilusión, alguna pena. Mi sufrimiento de perder a don Arturo fue mayor. Lo imperativo era crear, a mi modo, mi propia vida.

         Entré a la Facultad de Letras de la UNAM. La escuela más inútil de mi vida. Por desgracia no encontré quien me apoyara en mi deseo de desertar de la academia. “Por mucho que la odies termina la carrera, es necesaria”, me decían mis amigos. Obtuve una licenciatura que aprecio menos que mi bachillerato.

         Don Arturo Sotomayor tenía dos hijos chiquitos. Uno, Arturo-Adrián, a quien recuerdo de unos siete años con uniforme de karateca, me puso un mote, al verme tan seguido en la casa y el estudio del maestro: Don Arturo me proclamaba “el joven escritor”; el niño mejoró el mote: “el joven escritorio”.

         Volví a ver a Arturo-Adrián, fugazmente, cuando ya era todo un adolescente encantador, durante un homenaje en que algo leí en honor de don Arturo en la Biblioteca Cervantes (¿1978?). No pude adivinar que ese Arturo-Adrián fuese a escribir, quince años después, La vela de la luna loca, importante obra de teatro que armó gran alboroto gay e indigenista.

         Me entero de que ha muerto de sida hace pocos meses (1998). Su madre, también escritora, celebró su valentía personal y su amor por el teatro en la esquela fúnebre. Quise a ese niño hacia 1968 y, a mi modo, guardo mi duelo y mi recuerdo; no conocí al dramaturgo adulto.

         Todos mis maestros, de alguna manera, se concentran en Don Arturo. Sigo obedeciéndolo, treinta años después de dejar sus aulas. He continuado al cronista independiente de la Ciudad, siguen importándome sus lecciones, sus ideales, sus parámetros. En tal sentido he redactado manuales y antologías de literatura novohispana —desde su punto de vista jacobino, pero también nacionalista: hay que celebrar todos esos templos tan feos: son, por desgracia, nuestro patrimonio­­­­­­—; y he querido reivindicar, a su manera, a nuestros liberales-románticos, sus héroes, contra el desdén de los modernistas-currutacos, los míos.

         A veces escribo coléricas columnas periodísticas contra los desastres del Estado, que se parecen (o debieran parecerse) a su longeva columna “La Ciudad y Usted” en el Diario de la tarde.

         Mi homenaje de perpetuo discípulo es continuar sus lecciones. Entreveo su sonrisa desprobatoria, a ratos, sobre algún trabajo mío: “No, Joaquín, no se trataba de eso: pero al menos, aunque te equivocas, hiciste cosas interesantes. No es bueno, pero tiene sus hallazgos. Sigue por ahí... Hay que leer diez clásicos para permitirse la frivolidad de leer un moderno”.

         Recibo una novela póstuma de don Arturo Sotomayor: Ustedes (Gobierno del Estado de Puebla, 1998, prologada por su amigo Renato Oropeza Martínez). Este abogado-maestro-periodista siempre, hasta en la dimensión póstuma, persiguió a las musas.

         Que me cuenten de virtuosos, perfectos, y monstruos de la literatura: yo siempre he seguido, a mi modo (don Arturo era demasiado mandón), la fresca obsesión literaria que él me enseñó. Modestia, pero modestia encarnizada: artículos, crónicas, clases, conversaciones.  Sigo siendo, tan vez más en la medida que envejezco, su viejo y querido discípulo... insuficiente.

         No poseo una foto con él. Debe haberla en algún lado. ¡Nos tomaron tantas! Pero la llevo siempre, imaginariamente, como emblema de todas mis ambiciones de cronista, historiador, literato... formado por él.

         Luego me he negado a ser discípulo de otras gentes: ya tenía maestro de sobra. Ya ningún falso prócer me apantallaba.

         Que don Arturo Sotomayor de Zaldo (1913-1995) y su hijo Arturo-Adrián, dramaturgo locazo y valiente, descansen en paz. Han de durar entrañablemente en mi recuerdo. Mi literatura quisiera estar, sobre todo, cerca de ellos.

         Cuando traté de ser escritor en serio, a principios de los años setenta, escribí un nombre en mi primera libreta firme de trabajo: Sotomayor. Jamás he escrito algo sobre la ciudad o la historia de México sin pensar en él, sin desilusionarme ante la evidencia de que: “Está bien, pero no era eso lo que esperaba de ti”.

         Mi natural rebelde lo increpa: ¿Y lo que yo, maestro, espero de mí, no cuenta?

         Con unas copas encima, converso mucho, y acaloradamente, con su fantasma. Trato de sobreponerme a sus regaños paternales. Algunas veces fracaso.


2 comentarios:

IgnacioEsteban dijo...

Gracias, por todo.

IgnacioEsteban dijo...

Buenas noches Don José Joaquín, difícil de encontrar las obras de su maestro, alguna sugerencia, saludos y gracias de antemano.