EL JOVEN ESCRITORIO
A principios de los años sesenta, creo que en el estado de Tlaxcala
existía un municipio llamado Villa de Xiconténcatl o llanamente, como lo
denominaron los constructores del ferrocarril, Panzacola. A unos quince
kilómetros de la Ciudad
de Puebla.
Ahí se estableció un
internado religioso, salesiano, para niños de sexto de primaria y de
secundaria. (De cien alumnos acaso alguno llegase a cura.) Yo fui uno de los
fundadores del primer día, junto con el reciente Premio Nacional de Ciencias,
Eusebio Juaristi, químico, un año mayor que yo. (El narrador tlaxcalteca
Alejadro Menenes jugó básket y futbol sobre las canchas que Juaristi y yo
ayudamos, con manos ampolladas, a construir).
El chamaco Eusebio
Juaristi era un genio: se ganaba siempre todas las medallas —había medalla para
el mejor alumno de cada asignatura—, pero ése no era su mayor prodigio, sino su
diplomacia: se trataba de un chico muy crítico, inquieto y travieso que no
alarmaba demasiado a los curas. Se las arreglaba para aterrizar más o menos
bien.
Un grado abajo, yo lo
imitaba acumulando las mismas medallas, pero sin diplomacia: quedaban en
evidencia mi pereza, mi desorden, mi rebeldía ante los deportes y ante ciertos
caprichos de las autoridades.
Yo figuraba como chico
aplicado, pero problema; Juaristi era aplicado, y algo emblema. Como nos
tratábamos con amistad franca, solíamos reírnos a escondidas de las
clasificaciones de los curas.
Creo que desertamos al
mismo tiempo: él tras un destino científico, que había de coronar con el Premio
Nacional de Ciencias: yo tras un destino literario, o lo que por literatura
pudieran considerarse mis lecturas favoritas de 1965: Amado Nervo, Rubén Darío,
Hugo Wast, Rubén Marín, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Junco, los narradores
cristeros, el padre español Iraolagoita, quien hacía sermones chistosos y
saturados del Concilio Vaticano II (Cristianerías;
Evangelio sí, evangelio no); y dos
novelas sobre las que derramé el entusiasmo que hubieran merecido Balzac o
Stendhal: Una se llamaba Dios hablará
esta noche, sobre la pasión religiosa en la adolescencia, por un tal
Jean-Marie de Buck; otra, de un cistercense padre Raymond, quien noveló la saga
del Císter en Tres monjes rebeldes.
Tuve entre los muchos
profesores alguno que me alentó a escribir: el clérigo, pero todavía no cura,
Manuel Quintanar. Para agradarle escribí innumerables poemas y relatos, que
solían admitir su generosa aprobación... como primeros intentos. “Ahí la
llevas”, me decía.
Del clero al PRI: tercero
de secundaria, en la escuela oficial número 3, “Héroes de Chapultepec”. Ahí
andaba Ramón Sosamontes –ahora, creo, delegado en Venustiano Carranza,
sosamente predicando el perredismo: se distingue como contabilizador de
prostitutas en la Merced.
Empecé a enviciarme con la
costumbre de esperar que al menos alguno de la docena de maestros me admitiera
como cómplice de alguna conjura literaria. La guapa maestra Leticia Herrera
Cerecer se impresionó poco con mis poemas y con mis cuentos, pero algo más con
mis monografías sobre el Cid, el Arcipreste de Hita o El Quijote. Me prestó
libros de Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Leñero, Spota,
Fuentes, Sergio Fernández... y me lanzó a un concurso juvenil de oratoria,
patrocinado de modo tripartita por el PRI, la SEP y el diario El Universal (1966).
Se trataba de
eliminatorias por escuelas, luego por distritos, hasta llegar a la gran final
de “toda la estudiosa juventud capitalina” en la Escuela Normal de
Rivera de San Cosme. Gané con cierta facilidad en este auditorio con dos
discursos, uno de tema libre, preparado —memorizado—, sobre los Niños Héroes; y
otro súbito, propuesto por el jurado: “La responsabilidad de la juventud
mexicana”.
Nunca he escuchado ni me
he creído tanto los aplausos como ese día. Salí loco, lleno de gloria. Recibí
mi primer diploma extraescolar, como orador; mi primer cheque (mil pesos cuando
el dólar costaba 12.50), un libro de “Sepan Cuantos” dedicado por la mismísima
directora de la Secundaria
3 (Mitología griega del Padre
Garibay); y pude lucir mi vera foto, de orador inspirado y enfático, en las
páginas interiores de El Universal
del mes de octubre de 1966. (Ya no existe el ejemplar real del periódico en los
archivos del Universal, sino una
borrosa fotocopia que acentúa mis incipientes bigotes).
Lo grandioso fue que, a
partir de entonces, a los quince años, me sentí escritor; y que mi madre dejó
de atribularse ante el futuro de miseria de los poetas: Yo podría lograr algo
con las letras, dijo; y conté enseguida y hasta su muerte con todo su apoyo.
Sobra decir que para tal
concurso fui concienzudamente entrenado, aconsejado, envuelto en el cariño y la
autoridad de la profesora Leticia Herrera Cerecer, ahora (según he visto),
autora de muy difundidos libros de texto modernos, novedosos, sobre la
enseñanza del español y la literatura.
Luego, con cierta
pedantería, me inscribí en la
Preparatoria 1, la histórica: la exigente: San Ildefonso.
Harta fue mi consternación, al conocer los resultados del examen del admisión,
ante el hecho de que se me admitía con promedio 7.5; ¡yo jamás había bajado en
mis escuelas del 9.5!
En cierta medida el examen
estaba mal hecho: recuerdo de que uno de mis “errores” fue clasificar en las
pruebas de opción múltiple, a Lizardi como “autor colonial” y no como decían que
se debería: “cronista de la
Independencia ”. Yo había leído El Periquillo Sarniento, de 1813, y no le encontré Grito de Dolores
ni Trigarancia alguna. Pura crítica del orden virreinal. El Periquillo era de 1813. ¿Debía ser considerado “independiente”
porque Hidalgo “gritó” en 1810? ¿Acaso la realidad de la Independencia no
ocurrió hasta 1821, apenas seis años antes de su muerte (1827); seis entre los
cincuenta y uno de la vida de El Pensador
Mexicano? Algún día introduciremos a
Lizardi, como a fray Servando, en la parte colonial que les corresponde, y no
en la demagógica “independiente” de nuestra literatura. ¡Fuera los criterios
patrioteros!
Pero en fin... luego supe
que también eran “buenas calificaciones”, con derecho a inscripción, el 6, el
5, el 3.7... Recibí felicitaciones por ese 7.5 que en la secundaria me habría
dado terror. Jamás supe el nombre del envidiable prócer que ingresó a San
Ildefonso con un 8 perfecto en 1967.
Nunca me he sentido tan
cerca del rigor académico como en la Preparatoria 1, San Ildefonso. Me encontré al
menos tres maestros importantes, autores, periodistas, hombres de gran cultura,
que consideraban parte fundamental de su magisterio pescar por lo menos un
alumno literato. Se llamaban Joaquín Conde, Luis Noyola Vázquez y Arturo
Sotomayor.
Joaquín Conde, filósofo
republicano español, quien hizo publicar los textos que yo le llevaba en la
revista Estilos, donde salían además
traducidos al inglés, pues se trataba de una publicación bilingüe. Era un
atinado bromista. A él le debo mi afición, un tanto irónica, por ciertos
filósofos asistemáticos, como Unamuno. Detestaba a Ortega y Gasset.
Algunas tareas —sobre Sor
Juana Inés de la Cruz ,
por ejemplo— me fueron celebradas por el gran lopezvelardista Luis Noyola
Vázquez, quien me las hizo publicar, así como mis primeros cuentos, en Letras potosinas (1969), una revista en
la que él colaboraba frecuentemente desde su fundación.
Jamás encontré estímulos
semejantes en la Facultad
de Filosofía y Letras, salvo mis cursos con la maestra, ahora doctora, Eugenia
Revueltas. Y luego el mayor, y el más radical y conflictivo: don Arturo
Sotomayor.
Don Arturo era un viejo
muy guapo (unos 55 años, pero ya cano), esbelto, de elegantes trajes. Fumaba en
salón sus buenos puros. Era algo teatral y su principal escena consistía en
demostrar cómo los adolescentes de 1967 no sabíamos nada de nada, a diferencia
de los quinceañeros de su época (los treintas), que escribían poesía y tenían
una posición política firme aun imberbes.
Se trataba de un hombre
odiado y admirado. Muchos preparatorianos evitaban sus cursos. Otros los
perseguíamos. Él perseguía a quienes lo perseguíamos. Formamos una banda de
estudiosos radicales. Queríamos saberlo todo, cambiarlo todo, guiados por él.
Era un total utopista: descreía del comunismo, pero confiaba en volver a “las
raíces generosas” de la
Revolución Mexicana.
El día que la preparatoria
de San Ildefonso fue tomada, en 1968, por el ejército, don Arturo estuvo varias
horas muy cerca de las tropas que la rodeaban, alejando del peligro a los
desprevenidos estudiantes. Durante los muchos meses de suspensión de clases,
nos dio lección en cafés o en su propia casa. Nos decía: “¡No se alboroten, no
se expongan, no se crean todos sus sueños: los estudiantes vasconcelistas pagaron
muy caro confundir la realidad con los sueños!”
Un año atrás. El segundo
día de clases de 1967, a
eso de las ocho de la mañana, yo estaba resplandeciente en un pasillo del
segundo piso del primer patio. A través de mi nueva amiga Iris Santacruz, había
logrado que el escritor René Avilés Fabila, su hermano, leyera algunos cuentos
míos, me los devolviera llenos de correciones ortográficas y gramaticales, y
los acompañara generosamente con un ejemplar de su nuevo libro, Los juegos (donde se burlaba de la Mafia de Benítez, Monsiváis,
Piazza, Fuentes, Cuevas, etcétera), con una dedicatoria personal muy
estimulante.
Arrimado a un balcón,
frente al aula de Sotomayor, esperaba la clase de Historia, hojeando el primer
libro que me había sido dedicado por su autor. El maestro llegó, partiendo
plaza, con su peinado impecable, su bigotes impecables, su traje inglés, y con
un gesto autoritario me mandó mostrarle el libro “que tanto me interesaba”
antes de entrar a clase.
Montó en cólera contra
Avilés Fabila, por no se qué partidarismos que hacían de don Arturo un
solidario de René Avilés padre, y un inquisidor de René Avilés hijo. Me hizo
ponerme en pie en mitad de la clase, y me interrogó, a cañonazos, sobre
Cervantes, Esquilo, el Padre Garibay, Eulalia Guzmán, Ignacio Romerovargas
Yturbide, el calpulli en el Anáhuac y
la aventura de los batanes del Ingenioso Hidalgo.
Me defendí como pude. Pude
poco. Montado en ira jupiterina, Sotomayor maldijo a los jovenzuelos que leían
“basura” actual sin conocer a los clásicos. Me retó: si realmente me sentía con
vocación de escritor y no andaba luciendo una mera pose, a disertar
próximamente en su clase —¡que era sólo de Historia de México!— sobre algunos
aspectos de Cervantes, Esquilo, Bernal, Romerovargas Yturbide y Eulalia Guzmán.
Mi orgullo lastimado me
arrojó días enteros a la entonces apacible y fácil Biblioteca Nacional, en el extemplo de San Agustín de Isabel la Católica. Y mal que
bien cumplí sus retos. Escribí largotas tareas; diserté decentemente sobre lo
que el maestro quiso.
Recibí un enorme premio.
La decisión de don Arturo de vigilar personalmente, ya más que mis estudios de
preparatoriano, mi formación de escritor. Empecé a tomar café con él tres o
cuatro veces por semana; a cenar, con él y otros de sus alumnos elegidos de
otros grupos, una vez cada quince días en su casa, después de que cada cual
leyera sus engendros, y fuesen criticados mordazmente por todos.
Trató en vano de enseñarme
a distinguir con un traguito los buenos vinos. Se preocupó luego por ayudarme a
ganar dinero en editoriales y diarios, o en servicios como cuidarle su casa la
semana que se iba con su familia a Veracruz. Me impuso la lectura completa de
Artemio de Valle-Arizpe. Redacté para él una versión infantil de la novela Astucia, de Luis G. Inclán, que alguno
de los Porrúa, quien me la pagó, no llegó a publicar. (Por mucho que me
quisiera pasar de listo, se notaban mis 16 años.)
Clandestinamente,
encerrado en casa de don Arturo una semana, para “cuidársela en vacaciones”,
leí sus libros: sus poemas del Ángel de
los goces, plenos de un modernismo a la manera de Barba Jacob; sus libros
de historia de la ciudad de México, que son varios (En especial: México, donde nací; otros ensayos de
derecho, historia y especialmente de crónica de la Ciudad de México.)
A partir de Sotomayor
quise cronicar esta ciudad. Le gustaron mis primeras tentativas. Un viernes de
septiembre (creo) de 1968, súbitamente, renunció a su conferencia semanal sobre
la historia de la ciudad en el Museo de la Ciudad de México, y me hizo ocupar su lugar, en
el patio, frente a unas doscientas personas: bajo su protección (“Mi dilecto
discípulo JJB”). Leí mis primeras torpezas de cronista. Mi rollote heroico
sobre la Gran
Tenochtitlán se publicó en mimeógrafo, dentro del tomo de su
curso. Luego he fatigado, durante más de dos décadas, la “crónica urbana”. Se
trata, en buena medida, de una mera prolongación de la exaltación de cronista
de aquel día...
Sospecho que mi larga (y
ya concluida definitivamente) tarea de cronista capitalino, fue una manera de
agradecer su inspiración y su ayuda. Ganas de agradar a don Arturo. Le gustaban
un poco mis cosas: “Pero no es eso lo que espero de ti”.
Sin embargo, también me
daba por la poesía. Había asistido unos meses a los irregulares “talleres” de Juan
José Arreola en la Casa
del Lago (los jueves —algunos: Arreola faltaba mucho— a las 5 de la tarde,
1967). Arreola me hizo leer a Borges, a Renan, a Papini, a Kafka, a no sé
cuántos autores más. Me indujo por dos años la superstición del texto brevísimo
y extravagante, de perfecta filología, que no superara las dos cuartillas. De
modo que tuve de pronto un manojo de “prosas poéticas”, dócilmente escritas para el taller de
Arreola, que el buen René Avilés Fabila acogió en su serie “Cuadernos de la Juventud ” (INJM): mi
primer libro... que desde luego dediqué a don Arturo. Lo llamé Otra vez la playa (1970). “Está bonito, pero no es lo que
espero de ti”.
Entonces todo empezó a
quebrarse. Don Arturo era un hombre de ideas duras y apasionadas, e intolerante
ante los “vicios” que había combatido toda su vida. Uno de ellos era, desde
luego, la homosexualidad. Algo me sospechó al respecto. Excediéndose en su
papel de padre moral, trató con todas sus artimañas de librarme de ese abismo
en el que yo todavía no caía “del todo”, ¡pero me moría por caer!
Caí. Me enamoré. Formé
pareja homosexual. Me interesé por lo que me ayudara a vivir entre libros de
autores homosexuales. Descubrí y veneré a Gide. Tuve que poner distancias entre
ese maestro querido, pero erigido en juez inconmovible, y mi joven vida de
dieciocho años que, ni modo, se encaminaba por las sendas que don Arturo
detestaba... Me le hice el escurridizo. Sin duda le causé alguna desilusión,
alguna pena. Mi sufrimiento de perder a don Arturo fue mayor. Lo imperativo era
crear, a mi modo, mi propia vida.
Entré a la Facultad de Letras de la UNAM. La escuela más
inútil de mi vida. Por desgracia no encontré quien me apoyara en mi deseo de
desertar de la academia. “Por mucho que la odies termina la carrera, es necesaria”,
me decían mis amigos. Obtuve una licenciatura que aprecio menos que mi
bachillerato.
Don Arturo Sotomayor tenía
dos hijos chiquitos. Uno, Arturo-Adrián, a quien recuerdo de unos siete años
con uniforme de karateca, me puso un mote, al verme tan seguido en la casa y el
estudio del maestro: Don Arturo me proclamaba “el joven escritor”; el niño
mejoró el mote: “el joven escritorio”.
Volví a ver a
Arturo-Adrián, fugazmente, cuando ya era todo un adolescente encantador,
durante un homenaje en que algo leí en honor de don Arturo en la Biblioteca Cervantes
(¿1978?). No pude adivinar que ese Arturo-Adrián fuese a escribir, quince años
después, La vela de la luna loca, importante
obra de teatro que armó gran alboroto gay e indigenista.
Me entero de que ha muerto
de sida hace pocos meses (1998). Su madre, también escritora, celebró su
valentía personal y su amor por el teatro en la esquela fúnebre. Quise a ese
niño hacia 1968 y, a mi modo, guardo mi duelo y mi recuerdo; no conocí al
dramaturgo adulto.
Todos mis maestros, de
alguna manera, se concentran en Don Arturo. Sigo obedeciéndolo, treinta años
después de dejar sus aulas. He continuado al cronista independiente de la Ciudad , siguen importándome
sus lecciones, sus ideales, sus parámetros. En tal sentido he redactado
manuales y antologías de literatura novohispana —desde su punto de vista
jacobino, pero también nacionalista: hay que celebrar todos esos templos tan
feos: son, por desgracia, nuestro patrimonio—; y he querido reivindicar,
a su manera, a nuestros liberales-románticos, sus héroes, contra el desdén de
los modernistas-currutacos, los míos.
A veces escribo coléricas
columnas periodísticas contra los desastres del Estado, que se parecen (o
debieran parecerse) a su longeva columna “La Ciudad y Usted” en el Diario de la tarde.
Mi homenaje de perpetuo
discípulo es continuar sus lecciones. Entreveo su sonrisa desprobatoria, a
ratos, sobre algún trabajo mío: “No, Joaquín, no se trataba de eso: pero al
menos, aunque te equivocas, hiciste cosas interesantes. No es bueno, pero tiene
sus hallazgos. Sigue por ahí... Hay que leer diez clásicos para permitirse la
frivolidad de leer un moderno”.
Recibo una novela póstuma
de don Arturo Sotomayor: Ustedes
(Gobierno del Estado de Puebla, 1998, prologada por su amigo Renato Oropeza
Martínez). Este abogado-maestro-periodista siempre, hasta en la dimensión
póstuma, persiguió a las musas.
Que me cuenten de
virtuosos, perfectos, y monstruos de la literatura: yo siempre he seguido, a mi
modo (don Arturo era demasiado mandón), la fresca obsesión literaria que él me
enseñó. Modestia, pero modestia encarnizada: artículos, crónicas, clases,
conversaciones. Sigo siendo, tan vez más
en la medida que envejezco, su viejo y querido discípulo... insuficiente.
No poseo una foto con él.
Debe haberla en algún lado. ¡Nos tomaron tantas! Pero la llevo siempre,
imaginariamente, como emblema de todas mis ambiciones de cronista, historiador,
literato... formado por él.
Luego me he negado a ser
discípulo de otras gentes: ya tenía maestro de sobra. Ya ningún falso prócer me
apantallaba.
Que don Arturo Sotomayor
de Zaldo (1913-1995) y su hijo Arturo-Adrián, dramaturgo locazo y valiente,
descansen en paz. Han de durar entrañablemente en mi recuerdo. Mi literatura
quisiera estar, sobre todo, cerca de ellos.
Cuando traté de ser
escritor en serio, a principios de los años setenta, escribí un nombre en mi
primera libreta firme de trabajo: Sotomayor.
Jamás he escrito algo sobre la ciudad o la historia de México sin pensar en él,
sin desilusionarme ante la evidencia de que: “Está bien, pero no era eso lo que
esperaba de ti”.
Mi natural rebelde lo
increpa: ¿Y lo que yo, maestro, espero de mí, no cuenta?
Con unas copas encima,
converso mucho, y acaloradamente, con su fantasma. Trato de sobreponerme a sus
regaños paternales. Algunas veces fracaso.
2 comentarios:
Gracias, por todo.
Buenas noches Don José Joaquín, difícil de encontrar las obras de su maestro, alguna sugerencia, saludos y gracias de antemano.
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