EL DÍA SIGUIENTE
Todas las madrugadas son terribles, especialmente las que se erizan con
los vidrios rotos de la gran noche anterior. Al amanecer reaparece, arisca y
estragada, la tribu de los soñadores de la noche: ¿De dónde salieron ese
moretón, esa cuchillada? ¿Dónde quedaron el coche, la novia, los grandes
amigos, la tarjeta de crédito, el celular? ¿Qué fue de ese mundo
resplandeciente -luz y sonido, músculos dorados, sonrisas prometedoras,
calurosas miradas-, y aquella súbita generosidad de un mundo donde “sí se
puede”, “todo se puede”, alzada por un surtidor de proyectos ambiciosos; por la
codicia prócer de pedirle más, y más, y más vida a esa hosca realidad gris que,
todavía al anochecer, era un pesado muro que todo lo prohibía, una alambrada que
lo negaba todo, un espeso tejido del No, del Nunca, del Nada, del
Ni-lo-pienses?
El fulgor de los paraísos
artificiales proviene menos de los estimulantes, de los cocteles y los elíxires
en las rocas, de los humos, vapores, esencias, polvos y pastillas que invitan a
atreverse a soñar más vida u otra vida, que de la rebelde vocación de esa
desvelada tribu por negar el páramo urbano y asaltar una realidad que valga la
pena. El sueño ha estado ahí todo el día, todas las semanas y meses y años
anteriores, agitándose, golpeando contra las sienes, borboteando en los pálidos
ensueños, colándose entre los resquicios de un trámite, del tedio de un
atascadero del tráfico, del vago interés por un programa de tele.
Si esa mujer, si ese muchacho, si ese
negocio, si ese cuerpo desgarbado y aceitunado se dieran la oportunidad de
exigirle a la vida, de una buena vez y al portador, todo lo que les ha venido
negando... Cuando la realidad municipal y espesa se encierra en sus hogares,
brillan los anuncios de neón, se concentran en los antros o en las fiestas los
nerviosos cofrades del asomo a lo imposible.
Nadie parece engañarse, sin embargo, cuando
se encamina al reventón. Cuestión de soltar vapor un rato y ya, de darle gusto
al cuerpo, de tomar en serio las fantasías, de extenuar al animal de rutinas
del cuerpo, para que quede molido y no de lata por unos días. Pero nadie deja
de soñar que entre todas las noches pudiera estar a punto de asomar la única,
la deseada, la que abre las puertas y conduce a la otra orilla, al Amor o a la Aventura , o a la Experiencia Diferente ,
o la Amistad-de -la-buena,
o a la oportunidad de dar con los salvoconductos o guías que permitan, ahora
sí, “hacerla”, pero hacerla en grande: la transa o la chamba o el negocio o...
O la aventura, o de perdida el desmadre. No puede ser cierta la pesadilla solar
del no hay, no alcanza, hasta luego, vuelva usted mañana, ¿y a mí que me
importa?, con la que la ciudad trata de sol a sol a sus ajetreados y tensos
transeúntes.
La noche como rifa prodigiosa. Al menos había
que participar, que asirse, jaibol en mano, a un boleto. Y todo era risas y
modernidad y gente guapa, interesantísima, con amplias sonrisas de dentífrico,
carcajadas emocionantes y opiniones decididas en discusiones frenéticas. De
noche, en el reventón, las personas parecían diferentes, transfiguradas o
monstruosas, hasta sicalípticas, pero indudablemente más reales que el desfile
de magullados fantasmas resudados en el metro.
Eso recuerdas: ahí estás en un VIPS a las cinco de la madrugada, frente
a unos tacos o un caldo picosísimos, con tu atuendo de utilería y los restos de
la quincena, preguntándote: ¿Dónde quedaron el coche, la novia, los grandes
amigos, la tarjeta de crédito, el celular? ¿De dónde salieron este moretón,
esta cuchillada?
O en un hotel de paso, junto a un cuerpo
desconocido, inoportuno, casi repugnante.
O haciendo cola en el Ministerio Público,
entre la tupida turba de quejosos derribados, ajados náufragos de la noche,
para presentar formal denuncia de la desaparición o de los daños de ese coche,
esa novia, esos grandes amigos, esa tarjeta de crédito, ese celular.
O en tu cama hogareña, con jaqueca y los
nervios de punta, sepultando la cabeza en un acceso de ansiedad en la almohada,
mientras tu mujer, o tu madre, o los niños, o la sirvienta y los vecinos hacen
un estrépito infernal, vulgarísimo, para vivir un maldito día rutinario y opaco
más, frente al muro infranqueable que todo lo prohíbe, la espesa alambrada que
lo niega todo, el denso tejido del No, del Nunca, del Nada, del Ni-lo-pienses.
Lo primero que debe hacer el crudo (o el
ebrio que levemente enjuaga sus delirios en el amarillento amanecer polvoso,
achocolatado) es perdonarse la vida. En la Gran Noche al menos
pudo existir la travesura, la locura, el exceso. El compadre que dirige la
orquesta con una botella o con un zapato. El subgerente de ventas que se
atrevió o treparse a la pista, con un desdeñoso olvido de su panza, su torpeza,
sus cachetotes y sus canas, y a zarandearse como comparsa dorado de una teibolera,
en cuya liga o en cuya tanga dejó un flamante billete de doscientos pesos que
cómo le duele ahora, al escudriñar los bolsillos para completar con morralla el
importe de un consomé especial con higaditos, o de una birria callejera en
pleno camellón de Insurgentes.
Hay los crudos que caminan
sin rumbo, largamente, por las calles derruidas y llenas de escombros y basura,
como en un amplio final de película ecocida: disolverse en el horizonte y ya,
irse viendo cada vez más pequeño, luego un grumo, luego un punto, luego casi
nada, finalmente nada.
En algunos parques y avenidas arboladas
coinciden con las rectas personas que no se equivocan, que no confunden la vida
con espejismos ni candilejas, y empiezan su día enérgicamente con carreras y jogging,
sudando la camiseta, para estar perfectamente sanos y en condiciones de dar lo
mejor de sí frente al block de facturas o la clientela de deudores diversos.
El crudo y el atleta se cruzan sin verse, y
acaso sin confesarse –sería demasiado cruel- la consabida historia del atleta
que mañana andará como crudo o del crudo que mañana, tras una feroz bronca de
conciencia consigo mismo, tratará de redimirse de una vez por todas y de
reincorporarse a la vida aguada –no hay otra- al menos con cierta energía, con
gimnasia, jogging y camiseta resudada, según recomiendan los manuales de
autoayuda.
El crudo sabe –él sabe-
que le espera una larga cuesta, física y anímica. La ansiedad, la temblorina,
las náuseas, la taquicardia; la depresión, la tristeza, el sentirse en el colmo
de lo-absurdo-de-lo-absurdo. El demonio de los crudos es implacable. Pero al
menos tiene la ventaja de ser gratuito, elegido, autoimpuesto. Ese golpe al
menos no lo propinó la
Rutina Idiota , sino las ganas de sacarle la vuelta, de
encontrarle salida a los callejones que no la tienen y resplandores de erotismo
y amooor a la
Colonia Narvarte.
En consecuencia, lo segundo que debe hacer
todo crudo es evitar a todo mundo, pero sobre todo a cualquier otro crudo,
porque entonces sus demonios implacables se confabularían; uno se vería en el
otro, multiplicado, y en aquél adivinaría, con obscena evidencia, todo lo que
se oculta a sí mismo, su traje ajado, manchado, estropeado, acaso roto; el
rostro envejecido, aguzado en un perfil biliar; el armatoste del cuerpo torpe,
desguansado, con ganas de arrojarlo a la basura como un paraguas que nomás por
ahí se reventó.
El crudo intenta entonces
mimarse, hacerse chistes, y Dios sabe que no hay peor momento para el humor que
una buena cruda. La voz cascada, la tos gargajienta, los escalofríos, las
náuseas, los pedos. Como papá tolerante y benévolo de sí mismo se da sus
cachetaditas, sus palmaditas en la espalda: “¡No manches, güey, ahora sí te
portaste verdaderamente mal!” Felicidades.
Es todo un alivio ser (o hacerse el)
perversón de vez en cuando, como para dejar constancia ante la Gris Realidad de que
aún no lo ha atrapado del todo, de que él sigue insistiendo en arrancarle al
mundo chatarra de la ciudad algún jirón maravilloso. Vivir, siquiera alguna
vez, o de vez en cuando, algo que contar. Algo que valga la pena y te diga:
“¡Hombre, realmente le estás sacando buen partido a tu juego!” Y a propósito de
todo esto: ¿De dónde salieron ese moretón, ese rasguño, ese diente flojo, esa
cuchillada, ese intenso dolor en la rodilla; cuándo demonios te llenaste de
mierda los zapatos? ¿Dónde quedaron el coche, la novia, los grandes amigos, la
tarjeta de crédito, el celular?
RECUENTO DE DAÑOS
Recuerdas mujeres monumentales, desnudas, de un bronceado efectivamente
metálico. Traes en los bolsillos tarjetas y papelillos con algunos teléfonos
bajo nombres suntuosos: Dhara, Belinda, Tiaré. Tropiezas, junto al pañuelo, con
un voucher de suma faraónica. “¿Pero y dónde diablos están la tarjeta de
crédito, el coche, el celular?” Seguro los dejaste en el carro de Delgadillo.
Claro: tu propio coche -¡qué alivio!-, quedó en casa de Delgadillo –“¿Pero
entonces dónde carajo dejé las llaves?”-, cuando ustedes dos, y Ayala y ¿cómo
se llamaba el otro, que te ofreció una recomendación para Obras Públicas,
“seguro, mañana mismo, infalible: cuenta con ella, hermano”?, algo así como
Mendoza, y algún otro más, partieron rumbo al Ecbatana en el coche de Ayala.
Ya te enterarás que eso no fue así. Antes
del Ecbatana pasaron por el Soho, el Pigalle y el Sans-Souci. Dhara, Belinda y
Tiaré no se conocen, ni bailan en el mismo sitio. Fuiste coleccionándolas poco
a poco. Te lo dirá Delgadillo cuando te entregue tu tarjeta de crédito
–“Pendejo, la andabas tirando por todas partes, cuando abrías la cartera para
enseñarles las fotos de tus hijitos a las teiboleras. Te salvé la vida una vez
más, mano”.
Los milagros ocurren: El celular reaparece
en el coche. Todo empieza a recobrarse, el mundo vuelve a tener sentido; esta
noche no naufragaste del todo.
EL RETORNO DEL GUERRERO
Ni mencionar quieres ese moretón en la mejilla, ese rasguño en el brazo,
ese diente flojo, esa como cuchillada en la mano, ese intenso dolor en la
rodilla. Pero has ido a recobrar lo que aparezca de la armada invencible con
que te lanzaste a conquistar la noche. Infracción al segundo mandamiento de los
crudos. La esposa de Delgadillo puso una cara de asesina cuando te abrió la
puerta. Él no sabía si morirse de risa o pedir a gritos una aspirina, en su
ridículo piyama japonés de buen marido.
Ahora están frente a unas cervezas, para el
desempance, en una cantina tempranera. Unos meseros ruquísimos los compadecen y
aplauden: “¡Juventud, divino tesoro1”.
Pasarán revista a todas sus victorias y conquistas.
No recuerdas a esa Lizbeth por la que, según
Delgadillo, estabas casi dispuesto a lanzarte de promotor de bailarinas,
conmovido hasta las lágrimas por el relato de cómo había sufrido entre chulos y
gángsters durante su heroica peregrinación por una letanía suntuosa de letreros
de neón a lo largo de toda la república: Copacabana, Riviera, Asteroide,
Taj-Majal, Spoon River. Pero no hay que creerle a Delgadillo.
A la tercera cerveza te enterarás de que
tuviste una discusión ideológica con un mesero a propósito de la liga turca de
futbol, ¿o era la yugoslava? “Ya no hay Yugoslavia, pendejo”, te recrimina
Delgadillo. Tú le gritaste racista e hijo de puta al mesero engreído o
sabihondo, o él te lo gritó a ti.
Un crudo jamás debe creerle nada a otro
crudo. Todos los crudos son mañosos y se cobran las cuentas de viejos agravios,
envidias y desaires de la manera más alevosa. Todo lo exageran o inventan con
gélido maquiavelismo para hacerte sentir peor. A lo mejor discutieron de
películas, de punchis-punchis o de líneas aéreas.
A lo mejor no te enfrentaste a un simple mesero
entrometido, sino a toda una mesa de gandayas envidiosos, que a tus espaldas
les hacían guiños y les enviaban besos a Lizbeth, a Dhara, a Belinda y a Tiaré.
¿Cuál era cuál?
A lo mejor el rival y el envidioso fue el
propio Delgadillo. O Mendoza -¿se llamaba Mendoza?- o Ayala.
“Vamos a hablarle a Ayala”, sugieres, con
una estrategia tentativa. “Mejor ni le hables”, sugiere Delgadillo, haciéndose
el memorioso, el dueño de la situación, el que sí se acuerda de todo lo que
ocurrió esa noche y manipula la numerosa, especiosa información como un
magnate.
Te enterarás de que tú mandaste al diablo a
Ayala, o de que él te mandó al diablo a ti, o algo pasó que de repente te
saliste encabronado del Ecbatana -¿o habrá sido del Taj-Majal?-, y al parecer
nada tuvieron que ver en la contienda las aterradas Lizbeth, Dhara, Belinda y
Tiaré, trepadas en las sillas y pidiendo auxilio a los meseros –aunque no se
conocen, supones, y nunca estuvieron juntas ni en el mismo sitio-, sino la
vieja cantilena de Ayala contra ti: que te sientes mucho y te pasas; o tu vieja
cantinela contra Ayala: porque se siente mucho y se pasa.
Sea como fuere, ya en tu coche, con tu
celular y tu tarjeta de crédito, sin más que lamentar que la suma faraónica del
voucher y esa rodilla que a cada momento duele más, y cierta incomodidad en las
costillas, y el rasguño y el moretón, te encaminas a tu hogar.
Ya prevés la trompa de furia de tu mujer y
dos días de malos modos y monosílabos. Hacia el miércoles todo se arreglará. Y
ya llegará el nuevo viernes. El sol del mediodía te fríe en vida frente a un
semáforo.
Preparas tu entrada al hogar como un
triunfador. La noche es una especie de deporte extremo, y después de escalar
acantilados o de arrojarse en paracaídas no falta quien cojee un poco, quien tenga
que llevar vendado el tobillo dos o tres días. Algo le arrancaste al mundo
hostil, te convences.
“¡No manches, güey!”, te dices. Por el momento, considérate
un campeón. Has librado una batalla más. Has vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario